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1936 – El que Acecha en el Umbral “August Derleth” (con Lovecraft)


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I. El Bosque de Billington

Al norte de Arkham se alzan colinas sombrías, salvajes, cubiertas de bosques y vegetación. Cerca de uno de los límites de la zona boscosa corre el río Miskatonic hacia el mar. Los viajeros que atraviesan esta región rara vez se sienten impelidos a adentrarse en los bosques, a pesar de que existe un camino que penetra entre ellos y probablemente los atraviesa, así como las colinas y el propio Miskatonic, hasta llegar de nuevo a campo abierto. Las casas desiertas que han resistido los estragos del tiempo presentan una apariencia, sorprendentemente uniforme, de desolación: Aunque la zona boscosa propiamente dicha muestra signos de gran vitalidad, la comarca circundante no parece fértil. Realmente, un viajero que recorriera la carretera general del Aylesbury Pike, que es prolongación de la River Street de Arkham, y luego se alejara de las casas antiguas y puntiagudas de esta ciudad en dirección oeste y noroeste hacia la extraña y solitaria comarca de Dunwich, pasado Dean’s Comer, no podría por menos de sentirse impresionado por lo que a primera vista parece repoblación forestal intensiva, pero que, observado con más detenimiento, resultan ser retoños nuevos de árboles seculares que habrían debido sucumbir ya al paso del tiempo.

Los habitantes de Arkham han olvidado casi todo lo que se refiere a aquello. Hubo leyendas, sombrías y vagas, que las viejas contaban al amor de la lumbre, y algunas de ellas se remontaban a los tiempos de la caza de brujas. Pero, como tan a menudo sucede en relatos de este tipo, con el tiempo se fueron disgregando hasta desaparecer por completo. Y nada quedó de ellos, salvo que el bosque siguió llamándose «bosque de Billington» y las colinas eran «las de Mr. Billington», igual que toda la finca, incluido un caserón que no se veía pero que allí estaba, sin embargo, en lo más profundo del bosque, sobre una loma apacible y, según se decía, «cerca de la torre y el círculo de piedras». Los árboles, añosos y retorcidos, no invitaban a los curiosos ni el bosque atraía a ningún viajero, ni siquiera a los buscadores de antigüedades, leyendas o costumbres olvidadas, que habrían podido sentir interés por el viejo caserón de Billington. Todos esquivaban el bosque. El viajero casual pasaba de largo, como con prisa, espoleado por una extraña sensación de desagrado que no se podía explicar, por fantasías e imaginaciones que le hacían dejar sin pena aquellos parajes y llegar de nuevo sano y salvo a casa, igual si venia de Arkham o Boston que de los perdidos villorrios de la zona rural de Massachusetts.

Al «viejo Billington» se le recordaba en Arkham por los recuerdos que hablan dejado ancianos fallecidos hacía mucho tiempo. Se había llamado Alijah Billington y habla vivido como un hacendado a principios del siglo XIX. Había nacido en aquella misma casa, que antes había sido de su abuelo y de su bisabuelo, y en sus viajes había partido con rumbo a la madre patria, estableciéndose en la campiña inglesa, al sur de Londres. Desde entonces no se había vuelto a saber de él, si bien sus impuestos eran debidamente pagados por una agencia de abogados, cuya dirección en Middle Temple Lane prestaba dignidad a la leyenda del viejo Billington. Pasaron varios decenios y era de suponer que Alijah Billington se había reunido con sus antepasados, igual que sus abogados. También era seguro que su hijo, Laban, alcanzó la mayoría de edad y que los hijos de sus abogados siguieron repitiendo idéntico esquema de conducta, pues, aunque los decenios pasaban, el pago de los impuestos anuales correspondientes a la deshabitada heredad se seguía efectuando a través de un banco de Nueva York. La finca seguía llevando el nombre de Billington, a pesar de que a principios del siglo XX se dijo que el último de los Billington varones, que sin duda era el hijo de Laban, no había dejado ningún heredero masculino, pasando la sucesión a su hija. No se sabía cómo se llamaba ésta, salvo el apellido de su marido, que era Dewart; pero estas habladurías carecían de interés para los vecinos de Arkham y pronto fueron olvidadas, En efecto, ¿qué representaba para ellos una tal Mrs. Dewart, a la que nunca habían visto, en comparación con el recuerdo cada vez más lejano del viejo Billington y sus «ruidos»?

Estos ruidos eran lo que más se recordaba del viejo Billington, especialmente por parte de los descendientes de unas pocas familias de notables de la comarca que se habían atribuido la misión de conservar en lo posible las tradiciones locales. Pero tan eficaces habían resultado las incursiones del tiempo que no había sobrevivido ningún relato de hechos concretos; sólo se decía que a menudo se oían ruidos al anochecer, o ya de noche, entre las boscosas colinas donde vivía Billington. No estaba muy claro, sin embargo, si el propio Alijah era responsable de los ruidos o si éstos tenían otro origen: En suma, Alijah Billington habría sido olvidado por completo de no haber sido por sus temibles bosques, por la salvaje y enmarañada vegetación de sus tierras, por las marismas ocultas en lo más hondo del corazón del bosque, junto a la casa, de las que en las noches primaverales se elevaban extraños sonidos y cantos de ranas como jamás se habían oído en parte alguna en un radio de cien millas a partir de Arkham, y en las de verano brotaba un resplandor casi sobrenatural que danzaba y se proyectaba en las nubes bajas cuando el tiempo era tormentoso. Era de común aceptación que tal luminosidad era producida por miríadas de luciérnagas que habían invadido el lugar en tiempo inmemorial, junto con las ranas, los insectos y otros bichos. Los ruidos habían cesado al marcharse Alijah Billington, pero las ranas seguían croando y no habían disminuido el resplandor de las luciérnagas ni, en las noches estivales, el canto de los chotacabras.

Después de tantos años de abandono, un día de marzo de 1921 llegó la noticia de que el gran caserón volvería de nuevo a abrir sus puertas, lo cual despertó interés y curiosidad crecientes entre los habitantes de la comarca. En las columnas del Arkham Advertiser se publicó una noticia breve- y sucinta anunciando que Mr. Ambrose Dewart solicitaba técnicos y operarios para reparar y acondicionar la «Casa Billington» y que éstos podían ponerse en contacto personal con él en su habitación del Hotel Miskatonic, especie de residencia estudiantil que se alzaba en los terrenos de la Universidad, dominándola desde una altura del terreno. Mr. Ambrose Dewart resultó ser un hombre de rostro aquilino y mediana estatura, mirada penetrante y labios finos, cuyo rasgo más llamativo era una cabellera roja que le daba cierto aire clerical. Era extraordinariamente correcto y poseía un humor severo que causó una impresión favorable a los obreros que contrató.

Antes de que transcurriera un día más se supo en Arkham que Ambrose Dewart era efectivamente descendiente directo de Alijah Billington, que había efectuado una peregrinación al país que sus antepasados habían adoptado durante tres generaciones o más, y que ahora pretendía regresar allí. Tenía unos cincuenta años de edad y era de tez morena. Durante la gran guerra había perdido a su único hijo y, como no tenía otro heredero, su interés se habla volcado en América, donde pensaba pasar el resto de sus días. Había llegado a Massachusetts hacía quince días para examinar su propiedad y lo que allí había encontrado le había satisfecho sin duda, pues en seguida habla decidido restaurar el caserón y devolverle sus glorias pasadas. Pronto se percató, sin embargo, de que por el momento tendría que prescindir de algunas comodidades modernas, como la luz eléctrica, ya que la línea más próxima pasaba a varias millas de distancia y había que vencer muchas dificultades mecánicas antes de instalar la electricidad en la casa. Pero no había razón alguna para demorar el resto de sus planes y durante toda aquella primavera se realizaron trabajos, la casa fue restaurada y se construyó una carretera que atravesaba la finca hasta la casa y que después llegaba hasta el linde del bosque. Para el verano, Mr. Ambrose Dewart tomó solemne posesión de la casa, tras abandonar su alojamiento en Arkham, y sus obreros fueron despedidos con una generosa prima, para que regresaran a sus lugares de origen llenos de asombro y maravillados por las muchas cosas hermosas que contenía la casa del viejo Billington y por su semejanza con la Casa Craigie, de Cambridge, habitada durante mucho tiempo por el poeta Longfellow, por su bellísima escalera de madera tallada, por el despacho de techo altísimo que tenía una enorme ventana de cristales multicolores que daba a poniente, por la biblioteca que había permanecido abandonada durante tantos años sin que manos humanas manejasen los antiguos volúmenes, y por los innumerables objetos que, según Mr. Dewart, poseían inmenso valor para un amante de las antigüedades.

Poco tardaron en reanudarse las habladurías y volvieron a desenterrarse recuerdos del viejo Billington, a quien, según decían, su descendiente se parecía bastante. En el curso de las conversaciones subsiguientes se mencionaron de nuevo los «ruidos» relacionados con el viejo Billington y diversas anécdotas de índole bastante siniestra, cuyo origen nadie conocía a ciencia cierta, salvo que procedían de aquellas zonas de la comarca de Dunwich donde vivían los Whateley, los Bishop y otras familias históricas que se hallaban en mayor o menor grado de decadencia y desintegración. Los Whateley y los Bishop también llevaban viviendo durante muchas generaciones en aquella zona de Massachusetts y habían sido contemporáneos, no sólo del viejo Billington, sino del primer Billington, del que había construido la vieja casona del «rosetón», como llamaban a la ventana de la biblioteca a pesar de que no lo era. Era de suponer que las historias que contaban les habían sido transmitidas de generación en generación y que, si no exactas, por lo menos debían aproximarse bastante a la realidad, de modo que se volvió a despertar el interés por el Bosque de Billington y por el propio Mr. Dewart.

Ambrose Dewart, sin embargo, permanecía felizmente ajeno a las habladurías que su llegada había provocado. Era un hombre de naturaleza solitaria y disfrutaba de la soledad en que ahora se hallaba. Su primer interés era informarse lo más detalladamente posible de las ventajas que ofrecía su finca y a tal finalidad se consagró con asiduidad, sí bien hay que señalar, en honor a la verdad, que apenas sabía por donde empezar. Su madre no le había dicho nunca nada de la finca, excepto que la familia poseía «una propiedad» en Massachusetts y que sería «prudente» no venderla, sino conservarla siempre en el seno de la familia, hasta el punto de que, si le ocurría algo a él o su hijo, debería heredarla un primo suyo de Boston, a quien no conocía, llamado Stephen Bates. En realidad, toda la información que había recibido se limitaba a unas cuantas instrucciones misteriosas que sin duda procedían en última instancia de aquel Alijah Billington que había abandonado la finca para trasladarse a Inglaterra. Era una serie de instrucciones y normas que él no acababa de entender bien, sin duda porque aun no se hallaba lo bastante familiarizado con aquellas tierras.

Se le conjuraba, por ejemplo, a que no permitiera que el agua dejara «de manar alrededor de la isla», a no «alterar la torre», a no «implorar a las piedras», a no «abrir la puerta que conduce a tiempo y espacio extraños» y a no «tocar la ventana ni intentar modificarla en su menor detalle». Estas instrucciones no significaban nada para Dewart, pero le tenían fascinado. Desde que las habla leído no podía quitárselas de la cabeza, pues volvían una y otra vez a sus pensamientos, como un hechizo, y poco a poco le fueron obligando a hurgar e investigar por la casa y los bosques, entre las colinas y las marismas, hasta que por fin descubrió que la casa no era el único edificio de la finca, pues en ella había también una antiquísima torre de piedra que se alzaba en lo que parecía haber sido en tiempos una islita rodeada por las aguas de una corriente que en su día debió descender de las colinas y desembocar en el Miskatonic. El arroyo tenía ahora aspecto de permanecer seco durante todo el año excepto en los meses de primavera.

Descubrió todo esto en una tarde de agosto e inmediatamente quedó convencido de que aquélla era la torre a que se referían las instrucciones de su antepasado. En consecuencia, la examinó con la máxima atención y observó que se trataba de una torre cilíndrica de piedra, rematada por una cubierta cónica, de unos doce pies de diámetro y veinte de alto, que parecía haber tenido en tiempos una abertura en la parte superior, lo que sugería que en su origen la torre habla carecido de tejado. Pero en la actualidad la abertura estaba tapiada. Dewart, que poseía algunos conocimientos de arquitectura, quedó sumamente intrigado ante el extraño edificio. No hacía falta estar muy versado en la materia para advertir que las piedras eran antiquísimas, mucho más — al parecer— que la propia casa. Consigo llevaba una pequeña lupa, que le habla servido para estudiar ciertos antiquísimos textos latinos en la biblioteca de la casa, y con su ayuda examinó de cerca los sillares de la torre, descubriendo que estaban tallados, mediante una técnica sorprendente y desconocida, con un diseño geométrico análogo, aunque más pequeño, al que figuraba en la superficie de las piedras utilizadas para tapiar la entrada. También le resultaba singularmente fascinante la base de la torre, que era de notable grosor y daba la impresión de hallarse profundamente hundida en las entrañas de la tierra. Dewart achacó esto último a que probablemente el nivel del suelo se había elevado desde los tiempos de Alijah Billington.

¿La había, pues, construido Alijah? Parecía, por lo menos en parte, mucho más antigua, pero en tal caso ¿quién la había erigido? Este problema intrigó a Dewart y, como había observado la existencia de numerosos documentos antiguos entre los volúmenes de la biblioteca de su antepasado, confió en la posibilidad de encontrar alguna referencia a la torre en alguno de ellos. A fin de examinarlos emprendió el camino de regreso a casa, aunque no sin antes volverse una vez más para contemplar la torre desde cierta distancia. Entonces se dio cuenta por primera vez de que se alzaba dentro de lo que en tiempos debió haber sido un círculo de piedras comparable en muchos aspectos, para gran satisfacción suya, con los restos druídicos de Stonehenge.

Era evidente que, en su día; había corrido agua por ambos lados de la islita, y en bastante cantidad, pues aún no habían desaparecido las señales de erosión a pesar de la espesa maleza que la invadía y de la acción de lluvias y vientos innumerables a los que ninguna barrera detenía como a los supersticiosos habitantes de la región.

Dewart caminó sin demasiada prisa. Cuando llegó a la casa ya se había puesto el sol. Había tenido que bordear la zona pantanosa que se extendía entre el lugar donde se alzaba la torre y la loma donde estaba construida la casa. Se preparó la cena y, mientras comía, estuvo reflexionando sobre cuál sería la mejor forma de abordar la investigación que había decidido emprender. Los documentos que había en la biblioteca eran en su mayoría muy antiguos; algunos de ellos sería imposible leerlos, pues se le desharían entre las manos. Afortunadamente, sin embargo, había unos pocos en pergamino y sería posible manejarlos sin que se destruyeran. También había un librito encuadernado en piel que llevaba la inscripción «Laban B.» trazada por una mano infantil: Debía tratarse del hijo de aquel Alijah que había abandonado esta tierra con rumbo a Inglaterra hacía más de un siglo. Después de cavilar, Dewart decidió empezar por el diario del niño, pues tal resultó ser el librito.

Lo leyó a la luz de un quinqué, pues el problema de la electricidad había quedado sepultado en algún rincón oficial del que, según le prometieron, saldría algún día la solución, adecuada. El quinqué, junto con el rojizo resplandor del hogar —pues la noche estaba fría y había encendido la chimenea— daban al despacho una agradable intimidad, y Dewart pronto se perdió en el pasado que iba surgiendo de entre las amarillentas páginas que tenía ante sí. El niño, Laban — que, según calculó Dewart, debía ser su propio bisabuelo——, era sin duda una criatura muy precoz, pues cuando empezó el diario tenía nueve años y, al final del libro, once, como pudo comprobar Dewart hojeando sus últimas páginas. Se notaba que era un chico extremadamente perspicaz para captar detalles, y no sólo referentes a los acontecimientos domésticos.

En seguida descubrió Dewart que el niño era huérfano de madre y que, al parecer, su único compañero era un indio Narragansett que estaba al servicio de Alijah Billington. Se llamaba Quamus o Quamis, pues de las dos maneras escribía el niño su nombre, como si no estuviera seguro de cuál de las dos formas era la correcta. Evidentemente, la edad del indio se aproximaba más a la de Alijah que a la del niño, pues en las crónicas de éste, escritas en amplia caligrafía infantil, se advertía hacia él un respeto que resultaría impropio si fuera de su misma, o parecida edad. El diario se iniciaba con un relato de la vida cotidiana del muchachito, pero después ya no volvía a referirse a ella sino para dejar constancia de que sus tareas hablan sido cumplidas. En cambio, se dedicaba a relatar lo que hacia durante las pocas horas de la tarde en que no tenía que estudiar y podía corretear a su gusto por la casa —o cuando le acompañaba el indio— por los bosques. Sin embargo, según decía, le habían aconsejado que no se alejara mucho de la casa.

Del relato se desprendía que el indio era callado y poco comunicativo, excepto cuando relataba al niño algunas leyendas de su tribu, en cuyo caso se volvía locuaz. El niño era imaginativo y se complacía en la compañía del indio, a pesar de su talante, anotando a veces en el diario algunos de los relatos que le contaba. A medida que avanzaba el diario, se veía también que el indio ejecutaba para Alijah ciertos trabajos «después de la hora de cenar».

Hacia la mitad del diario faltaban varias páginas que habían sido arrancadas, por lo que existía una laguna en la relación manuscrita por Laban. Inmediatamente después venía una anotación fechada el diecisiete de marzo (aunque sin precisar de qué año), que Dewart leyó con creciente interés, pues la ausencia de las páginas precedentes subrayaba la importancia de su contenido.

«Hoy, después de la última hora de estudio, salimos a la nieve y Quamis se fue por la marisma y yo me quedé esperándole en un árbol caído, que no me gustaba mucho, y me pareció que sería mejor seguirle. Conque seguí las huellas que había dejado en la nieve, que había caído por la noche, y le encontré otra vez donde padre nos había prohibido que fuéramos, o sea, en la orilla del arroyo que pasa por donde la torre. Estaba de rodillas y tenía los brazos levantados y decía en voz alta palabras de su idioma, que yo no lo entiendo porque me lo han enseñado muy poco, pero decía una cosa que sonaba como Narlato o Narlotep. Yo le iba a llamar, pero me vio e inmediatamente se puso en pie y vino adonde yo estaba y me cogió de la mano y me llevó lejos de allí. Entonces le pregunté si estaba rezando o qué, y que por qué no iba a rezar a la capilla que habían hecho unos blancos que se llamaban misioneros para que fueran los indios; pero no me contestó y sólo me dijo que no dijera a mi padre dónde habíamos estado, porque si se lo decía le castigarían a él por haber ido a ese sitio, que se lo tenía prohibido su amo. Pero ese sitio está pelado, entre rocas, y es difícil llegar hasta allí porque está rodeado de agua y a mí no me interesa y no sé qué ve allí Quamis para que se atreva a desobedecer las órdenes de padre. »

Durante los dos días siguientes no había sino anotaciones carentes de interés, pero a continuación figuraba una frase velada que daba a entender que Alijah había descubierto, y castigado, la desobediencia del indio, aunque el chiquillo no mencionaba en qué había consistido el castigo. Tras siete anotaciones más, banales todas ellas, el diario volvía a hacer referencia al «sitio prohibido». En esta ocasión, el niño y el indio habían sido sorprendidos por una súbita tormenta de nieve y se habían extraviado. Fueron a trompicones de un lado para otro, pues la capa de nieve era muy espesa y el sol de finales de marzo la había ablandado. Los copos se les metían en los ojos y cayeron varias veces al suelo antes de darse cuenta de que se hallaban «en un sitio que yo no conocía, pero Quamis dio un grito muy fuerte y me llevó a rastras de allí y yo me había dado cuenta de que estábamos junto al arroyo que pasa por la isla de las piedras y la torre, pero habíamos llegado por la parte de allá. No me explico cómo habíamos llegado allí, porque habíamos salido en dirección contraria, hacia el Este, pues queríamos ir dando un paseo hacia el río Miskatonic, pero la nieve había empezado a caer tan de repente que debía habernos confundido y nos habíamos desorientado. A Quamis se le veía con tanta prisa y tanto miedo que le volví a preguntar por qué se asustaba, pero me contestó lo mismo que la otra vez, o sea, que a padre «no le gusta». Quiere decir que no le gusta que yo vaya por allí, aunque me deja ir a correr por los demás sitios de la finca y también me deja, ir a Arkham, pero me tiene prohibido ir hacia Dunwich e Innsmouth y tampoco debo detenerme en la aldea india que hay en las montañas de detrás de Dunwich».

Después no volvía a hacerse referencia a la torre, pero en cambio encontré ciertos párrafos que me resultaron interesantes. Tres días después de las anotaciones relativas a la tormenta de nieve, el niño dejó constancia de que se habla producido un rápido ‘deshielo que «se llevó toda la nieve de la tierra». Y aquella noche, según anotó a la mañana siguiente, «me despertaron extraños sonidos que venían de las colinas, como grandes gritos, y me levanté y fui a mirar primero por la ventana que da a levante y allí no vi nada, y luego fui a mirar por la que da a mediodía y allí tampoco vi nada; y entonces reuní todo mi valor y salí de mi cuarto sin hacer ruido, atravesé todo el vestíbulo y llamé a la puerta del cuarto de mi padre, pero no me contestó y yo creí que no me había oído. Conque me atreví a abrir la puerta y entré en la habitación. Me fui derecho a la cama y me quedé muy sorprendido al ver que no estaba allí ni tampoco había señales de que hubiera estado acostado en la cama aquella noche. Entonces miré por casualidad por la ventana de su cuarto, que da a poniente, y me di cuenta de que había como una especie de resplandor azul o verdoso que salía por encima de los árboles que hay en la hoya que forman allí las colinas hacia poniente, y me quedé asombrado, pues de esa dirección venían los sonidos que había oído, y que los seguía oyendo, que eran como grandes gritos, pero no gritos humanos ni tampoco de ningún animal que yo conociera. Y, mientras estaba allí, en la ventana medio abierta, paralizado de miedo y asombro, me pareció que de lejos venían otras voces parecidas, de la parte de Dunwich o Innsmouth, que se quedaban en el aire como un eco. Al cabo de un rato se fueron callando las voces y también desapareció el resplandor del cielo. Me fui a la cama; pero esta mañana, cuando vino Quamis, le pregunté qué era lo que había hecho tanto ruido por la noche, a lo que me contestó que yo había estado soñando y que él no sabía nada, pero que de todas maneras no se lo contara a padre, y que me lo guardara para mí solo. Conque tampoco le dije lo que había visto, que bastante asustado estaba ya el pobre, como si mi padre fuera a oír lo que estábamos hablando. Estuve a punto de decirle que estaba preocupado por mi padre, que no estaba en su habitación, pero por lo que dijo Quamis, resulta que mi padre sí que estaba en casa, y además en su habitación, que se había quedado a dormir hasta muy tarde. Conque hice como si me olvidara de lo que había oído y visto, como me había dicho Quamis, y vi que Quamis se quedaba tan tranquilo y ya no parecía tan asustado».

Durante los quince días siguientes, las anotaciones de Laban se referían a asuntos banales, como sus estudios o sus lecturas. Luego volvía a aparecer otra referencia misteriosa, breve esta vez, pero aguda: «Parece que los ruidos vienen de poniente, pero estoy seguro de que los contesta otro grito que viene de levante, o sea, de Dunwich o de los campos incultos de alrededor.» De nuevo, al cabo de cuatro días, el chiquillo escribió que, poco después de haberse acostado, se levantó de la cama para ver la luna nueva y vio a su padre fuera de la casa. «Iba con Quamis y llevaban algo entre los dos, pero no me pude dar cuenta de lo que era. En seguida desaparecieron por la esquina de la casa, hacia levante, y yo me fui al cuarto de mi padre a mirar si los veía, pero no los vi aunque sí oí la voz de mi padre que venía del bosque.» Aquella misma noche, a altas horas, había despertado de nuevo por «grandes ruidos, como los de antes, y me quedé en la cama escuchándolos, y me di cuenta de que a veces formaban como una especie de cántico y otras veces eran chillidos destemplados y terribles que daba miedo oírlos». Durante algún tiempo después había anotado observaciones análogas y de ese modo transcurrió casi un año.

Su penúltima anotación era extraordinariamente intrigante. Durante toda la noche el niño había estado oyendo los «grandes ruidos» de las colinas y le parecía que todo el mundo tenía que estar oyendo aquellas voces que se alzaban en las lúgubres tinieblas. Por la mañana «no vi a Quamis y pregunté por él. Me dijeron que Quamis se había ido y que no volverla y que nosotros también nos iríamos antes de que volviera a ser de noche. Que llevaríamos muy poco equipaje y que fuera preparando mis cosas. Mi padre parecía tener unas ganas terribles de irse, aunque no decía adónde. Pero yo suponía que nos íbamos a ir a Arkham o, como mucho, a Boston o Concord y no se lo pregunté. Me apresuré a obedecerle, sin saber qué coger para llevarme y por fin he cogido cosas que me pueden hacer falta en un viaje, como pantalones limpios y cosas así. Estoy muy preocupado por la prisa de mi padre, que quiere que nos vayamos a media tarde como mucho y dice que le quedan muchas cosas que hacer antes de irnos. Pero sí ha tenido tiempo de preguntarme varias veces si estaba preparado, si había terminado de hacer mi equipaje y cosas así».

La última anotación del diario, tras de la cual sólo quedaban algunas páginas en blanco, había sido escrito aquella misma tarde: «Mi padre dice que nos vamos a Inglaterra. Atravesaremos el océano en un barco e iremos a visitar a los parientes que tenemos en ese país. Ya es media tarde y padre casi ha terminado ya de hacer sus cosas.» A continuación, con una caligrafía ornamental, había añadido: «Este es el diario de Laban Billington, hijo de Alijah y de Lavinia Billington, de once años cumplidos hoy hace una semana.»

Dewart cerró el libro con cierta perplejidad y, sin embargo, lleno de interés. Tras las insólitas palabras que allí había escrito el muchacho se ocultaba un enigma trascendental, del cual desgraciadamente el niño no había averiguado lo suficiente para proporcionar a Dewart ninguna pista útil. La escueta narración, sin embargo, contenía datos que explicaban por qué en la casa habían quedado libros y documentos que lógicamente no deberían estar allí. En efecto, la apresurada partida de Alijah y su vástago no le habla permitido preparar la casa para una larga ausencia. Tampoco había ninguna indicación, por otra parte, de que Alijah tuviera intención de regresar; pero debió pensar que no era muy posible que así fuera, pese a llevarse tan pocas cosas consigo.

Dewart volvió a tomar el diario y lo hojeó rápidamente, releyendo párrafos aquí y allá, y de este modo tropezó con otra misteriosa anotación en la que antes no había reparado por hallarse en medio de unos párrafos, aparentemente banales, dedicados a describir con cierto detalle una visita que el niño había realizado a Arkham en compañía del indio Quamis. «Me extrañó mucho que en todas partes nos trataban con mucho respeto y casi con miedo. Los comerciantes eran con nosotros más obsequiosos de lo normal y nadie se metió con Quamis como suelen meterse con los indios por las calles de las ciudades. Una o dos veces me di cuenta de que había unas viejas hablando de nosotros en voz baja y oí que decían la palabra Billington con un tono que parecía como si no fuese un apellido decente, porque lo decían con desconfianza, y no me equivoco ni mucho menos porque lo oí muy bien, pero al volver a casa Quamis me dijo que me lo había imaginado.»

Así, pues, el viejo Billington era temido o mal mirado y lo mismo sucedía a cualquier otra persona relacionada con él. Este descubrimiento adicional provocó en Dewart un estado de excitación casi febril. Aquélla era una aventura fantástica que no se parecía nada a las habituales investigaciones genealógicas. Allí había un misterio profundo e insondable, algo fuera de lo común y ajeno a toda rutina. Estimulado por el aroma del misterio, Dewart se sentía dominado por la emoción de la caza.

Ávidamente se lanzó al cúmulo de papeles y documentos, pero no tardó en sentirse vivamente decepcionado, pues la mayoría de ellos parecía referirse a materiales de construcción y contratos de trabajo, y algunos otros a listas de libros que Alijah Billington había comprado en ciertas librerías de Londres, París, Praga y Roma. Casi había alcanzado el punto culminante de su desilusión cuando, por casualidad, topó con un manuscrito apenas legible que llevaba un título de lo más sugerente: De las malignas brujerías llevadas a cabo en Nueva Inglaterra por Demonios sin Forma Humana. Parecía haber sido copiado de un original perdido, o que al menos no se hallaba allí, y era evidente que no todo el original había sido copiado y que no todo lo copiado resultaba inteligible. Sin embargo, el documento podía descifrarse en líneas generales, si bien merced a esfuerzos considerables. Dewart lo fue leyendo lentamente, con muchas dudas y vacilaciones y parándose a menudo a reflexionar. Pero el texto le fascinó de tal manera que cogió papel y pluma y se puso copiarlo laboriosamente. El manuscrito empezaba, por lo visto, en mitad del original.

«Mas para no hablar demasiado Extensamente de tan hórrida cuestión, sólo añadiré lo que suele referirse acerca de un Suceso ocurrido en Nuevo Dunnich cincuenta años ha, en los tiempos en que Mr. Bradford era Gobernador. Dícese que cierto Richard Billington, habiendo sido instruido en parte por Malos Libros y en parte por un antiguo Mago de los Indios Salvajes, tanto se alejó de las buenas Costumbres Cristianas que no sólo se declaraba Inmortal en la carne sino que construyó en los bosques un vasto Redondel de Piedras en cuyo interior decía Oraciones al Diablo y lo llamaba Espacio de Dragón y cantaba ciertos Ritos de Magia que son abominados por las Sagradas Escrituras. Habiendo llegado estos Hechos a conocimiento de los Magistrados, negó todo trato Blasfemo, mas al poco tiempo mostró en privado signos de gran Temor por alguna Cosa, que él mismo la había invocado de Noche y había bajado de las Alturas en horas de Oscuridad. En aquel año se cometieron siete muertes violentas en los bosques próximos las Piedras de Richard Billington y los muertos estaban todo quebrados y deshechos como nunca ha sido visto por el Hombre. Cuando se dijo de hacer un Juicio, Billington se perdió de Vista y no volvió a oírse Palabra acerca de él. A los dos meses de entonces, de Noche, oyose una Banda de Salvajes Wampanaug que vino con Cánticos y Aullidos a estos Bosques y es de parecer que tiraron Abajo el Circulo de Piedras e hicieron muchas más cosas además. Al poco, su Jefe Misquamacus, que era aquel Mago de quien Billington había aprendido algunas de sus Brujerías, se vino a la ciudad y relató a Mr. Bradford algunas Cosas extrañas: a saber, que Billington había cometido un Daño que no podía repararse por completo y que a no dudar había sido devorado por una Cosa que él había hecho bajar del cielo mediante Conjuros e Invocaciones. Y dijo que no existía ningún Medio de devolverla al Sitio de donde había Venido, visto lo cual el Sabio Wampanaug la había capturado y aprisionado en el Lugar donde anteriormente se había alzado el Círculo de Piedras.

»Habían cavado tres Anas de profundidad y dos de ancho y Allí habían hechizado al Demonio con Hechizos de ellos sabidos, y lo habían cubierto con (aquí venía un renglón ilegible)… labrado el que denominan Signo Ancestral. En éste, ellos… (De nuevo había unas cuantas palabras ilegibles)… extraído del Abismo. El anciano Salvaje afirmaba que en Modo alguno debía alterarse o tocarse este lugar, no fuera a quedar suelto otra vez el Demonio, lo cual sucedería si se quitaba del Lugar la Piedra plana que llevaba labrado el Signo Ancestral. Habiendo sido interrogado sobre la forma que tiene el Demonio, Misquamacus se cubrió el Rostro salvo los Ojos e hizo una Narración muy curiosa y Detallada, diciendo que a veces es pequeño y sólido como un enorme Sapo del Tamaño de muchos Tejones juntos y otras veces grande y nebuloso, sin Forma, pero con un Rostro lleno de Serpientes.

»Se llama Ossadagowah, que significaba (esta palabra había sido corregida para dejarla en «significa») el hijo de Sadogowah, y se le tiene por un Espíritu Espantoso del que los Antiguos decían que había venido de las Estrellas y habla sido adorado anteriormente en las Tierras del Norte. Los Wampanaug y los Nanset y los Nahriganset sabían cómo hacerlo bajar del Cielo pero nunca lo hicieron, pues conocían Su gran Malignidad. También sabían cómo capturarlo y aprisionarlo, pero no sabían cómo hacerlo volver al Lugar de donde venía. Se declaró que las antiguas Tribus de Larnah, que vivían bajo la Osa Mayor y habían sido destruidas hace mucho tiempo por su Maldad, sabían cómo tratar con El en todos Sentidos. Muchos hombres presuntuosos decían poseer Conocimiento de estos y otros Secretos Exteriores, pero ninguno en Estas Partes pudo dar Prueba alguna de dicho Conocimiento. Decían algunos que Ossadogowab a veces regresaba al Cielo por propia voluntad sin que nadie le enviara, pero que no podía bajar a la Tierra si no era Invocado.

»Todo esto dijo el anciano Brujo Misquamacus a Mr. Bradford, y desde entonces Nadie ha vuelto a tocar el Montículo que hay en los Bosques cerca de la Charca, al sudoeste de Nuevo Dunnich, y lo han dejado en Paz. En estos veinte años ha desaparecido la Piedra Alta, pero el Montículo está señalado por la Circunstancia de que ni hierba ni arbusto crecen en él. Gentes serias dudan que el malvado Billington fuera devorado, como creen los Salvajes, por lo que él mismo invocara en el Cielo Nocturno y algunos Ociosos refieren que ha sido visto en diversos lugares. El Mago Misquamacus dijo que no desconfiaba de que Billington hubiera sido Arrebatado, mas no diría que había sido devorado como creen otros de entre los Salvajes, pero si afirmaba que Billington ya no estaba en esta Tierra, por lo que había que dar Gracias a Dios.»

Como apéndice de este curioso documento figuraba una nota garrapateada evidentemente a toda prisa que decía: «Cf. Prod. Tau. del Rev. Ward Philips.» Dewart supuso acertadamente que debía tratarse de alguna referencia a uno de los libros de la biblioteca. Sin pérdida de tiempo acercó la lámpara a las estanterías y se puso a examinar los títulos de los volúmenes. Había una notable diversidad de obras y la mayoría le eran totalmente desconocidas. Allí estaban la Ars Magna et Ultima de Lulio, la Clavis Alchimiae de Fludd, el Liber Ivonis, obras de Alberto Magno, la Clave de la Sabiduría de Artephous, los Cultes des Goules del conde d’Erlette, De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn y otros muchos volúmenes deteriorados por los años y relacionados con la filosofía, la taumaturgia, la demonología, la cábala, las matemáticas y temas afines, entre ellos varios tomos de Paracelso y Hermes Trismegisto que tenían señales de haber sido muy usados. Fascinado por estos títulos pero decidido a dominar su deseo de sacarlos uno a uno para examinarlos, Dewart tardó algún tiempo en descubrir el libro que buscaba. Por fin lo encontró, casi escondido en un rincón de una estantería situada a cierta distancia de donde él había estado sentado. Se titulaba Prodigios Taumatúrgicos Ocurridos en el Canaán de Nueva Inglaterra y su autor era el Rev. Ward Phillips, descrito en el frontispicio de la obra como «Pastor de la Segunda Iglesia de Arkham, en la Bahía de Massachusetts». El volumen era sin duda una reimpresión de una obra anterior, pues estaba fechado en Boston en el año 1801. No era un volumen precisamente delgado y Dewart supuso que el Rev. Ward Phillips, al igual que muchos clérigos, había sido incapaz de reprimir sus afanes moralizadores mientras desarrollaba sus tesis. El libro carecía de índices o registros y, como se acercaba la medianoche, Dewart no sintió ningún entusiasmo ante la perspectiva de mirar página por página todo aquel volumen, que además había sido impreso con eses largas y otros signos tipográficos en desuso que dificultaban su lectura. En cambio, se le ocurrió la brillante idea de que, si Alijah Billington había usado mucho ese volumen lo más probable es que la encuadernación del lomo hubiera cedido por algunas partes y el libro se abriera solo por las páginas que su dueño soliera consultar con más frecuencia. Llevó, pues, el libro y el quinqué a la mesa y tras depositar éste en un lugar conveniente, colocó el libro sobre su desgastado lomo de piel y dejó que se abriera por sí mismo, lo que efectivamente ocurrió, tras ayudarle con unos golpecitos, por un lugar correspondiente aproximadamente a los dos tercios de su grosor. Estaba impreso en una imitación de letra gótica que resultaba un tanto extraña pero que no era tan difícil de leer como el documento que Dewart acababa de descifrar. Además había una nota escrita al margen —Cf. narr. de Rich. Billington— que indicaba sin ninguna duda que aquél era el pasaje que buscaba. No era muy largo, aunque de índole episódica, y no iba precedido ni seguido por ningún párrafo especialmente relacionado con el tema, pues el Rev. Ward Phillips había aprovechado la ocasión para endilgar un breve sermón sobre los «daños de asociarse con Demonios, Familiares & Demás». Pero el pasaje en sí era extrañamente inquietante. «Pero con respecto a la General Infamia; ningún Informe más terrible ha llegado a mi Conocimiento que el relativo a lo que la Dama Doten, Viuda de John Doten de Duxbury, en las Antiguas Colonias, trajo de los Bosques de la Candelaria de 1787. Afirmaba esta Dama, como asimismo sus vecinas, que el Monstruo le había nacido a ella y declaró bajo juramento que no sabía de qué forma había Ocurrido, pues no era Bestia ni Hombre sino una especie de Murciélago con rostro humano. No emitía sonido alguno pero lo miraba todo con ojos funestos. Había, sin embargo, quienes aseguraban que se parecía horriblemente al Rostro de un fallecido de antiguo llamado Richard Bellingham o Bollinhan, de quien se afirma que desapareció por completo tras asociarse con Demonios en la comarca de Nuevo Dunnich. La horrible Bestia Humana fue examinada por el Tribunal y quemaron a la bruja por Orden del Sherif Superior el 5 de junio del año 1788.» Dewart volvió a leer varias veces este pasaje. Contenía ciertas implicaciones pero ninguna estaba clara. En circunstancias ordinarias tales implicaciones podrían haber sido pasadas por alto; pero leídas inmediatamente después de lo que Alijah habla titulado «narr. de Rich. Billington», y de la aparición del nombre «Richard Bellingham o Bollinhan», apuntaban sin equivocación posible a Richard Billington. Desgraciadamente, por mucho que se esforzó Dewart; fue incapaz de imaginar ninguna explicación del enigma. El pasaje del Rey. Ward Phillips podía sugerir que un tal Richard Bellingham, suponiendo que fuera Richard Billington, no había sido destruido —«devorado por una Cosa que él había hecho bajar del cielo mediante Conjuros e Invocaciones»— como creía la superstición popular, sino que se había internado con sus malignas prácticas en las profundidades del bosque, cerca de Duxbury, y allí había engendrado un linaje secundario cuyo último descendiente había sido el monstruo descrito por el reverendo. Por otra parte, cuando la Dama Doten trajera al mundo al horrible mutante todavía no había transcurrido un siglo desde los tristemente célebres juicios de brujas, y bien pudiera ser que las supersticiones de aquella época todavía siguieran arraigadas entre los incrédulos, clérigos o laicos, que vivían por entonces en la zona de Duxbury y «Nuevo Dunnich», que seguramente era el pueblo que ahora se llamaba Dunwich y que efectivamente se hallaba en la misma comarca. Dewart se fue a la cama excitado y deseoso de proseguir sus investigaciones. Sin embargo; cayó dormido en seguida, aunque, como había sospechado, se pasó las horas nocturnas soñando con extrañas criaturas parecidas a serpientes y murciélagos. En cambio, sólo se despertó una vez en toda la noche. Durante unos momentos tuvo la clarísima sensación de que le estaban vigilando desde arriba. Pero no le fue difícil apartar estas fantasías y volverse a dormir. A la mañana siguiente, considerablemente repuesto por el descanso, Amhrose Dewart se lanzó a descubrir todo lo que pudiera de su antepasado Alijah en otras fuentes que su propia biblioteca. Cogió el coche y se fue a Arkham, centro urbano que siempre le recordaba a ciertos pueblecitos antiguos de Inglaterra, y allí se recreó en sus puntiagudos tejados apiñados, llenos de ventanucos y buhardillas, en sus portales de montante semicircular y en los estrechos callejones, paralelos al Miskatonic, que conducían de calles escondidas a olvidadas plazoletas; Inició su búsqueda en la Biblioteca de la Universidad del Miskatonic, donde consultó los preciados volúmenes encuadernados del Arkham Advertiser y la Arkham Gazette de hacía un siglo. La mañana era clara y brillante y Dewart disponía de todo el tiempo que le hiciera falta. En muchos aspectos, Dewart era un investigador nato; se lanzaba a las investigaciones lleno, de entusiasmo, aunque rara vez las proseguía hasta el final. Se acomodó en un rincón lleno de luz, con una mesa de lectura para él solo, y comenzó a recorrer pausadamente los semanarios de cuando vivía su tatarabuelo, que estaban llenos de noticias curiosas que llamaban su atención y le hicieron olvidarse varias veces del tema que había ido a investigar. Recorrió los números correspondientes a varios meses antes de dar con el nombre de su antepasado, y por pura casualidad, pues él lo había estado buscando en las columnas de noticias y donde lo encontró fue en la sección de cartas al director. Su comunicación era corta y ruda. «Señor: he leído en su periódico una noticia firmada por un tal John Druven, Esq., sobre cierto libro del que es autor el Rey. Ward Phillips de Arkham, la cual noticia habla de dicho libro en términos muy elogiosos. Cuenta me doy que es costumbre dedicar finas palabras a los miembros del clero, pero John Druven Esq. habría hecho mayor favor al Rey. Ward Phillips si hubiera señalado que hay cosas en la existencia que es mejor dejar en paz y mantenerlas alejadas de las habladurías del vulgo. Su seguro servidor, Alijah Billington.»Inmediatamente Dewart se puso a buscar la contestación y la encontró en el número de la semana siguiente. «Señor: dícese que el comunicante Alijah Billington sabe perfectamente de qué escribe. He leído el libro y le estoy agradecido, declarándome, pues, por partida doble su obediente servidor en nombre de Dios. Rev. Ward Phillips.»No encontró más comunicaciones de Alijah, aunque las buscó minuciosamente en muchos números siguientes. A pesar de sus afanes moralizadores, el Rev. Ward Phillips no parecía menos templado que Alijah Billington. Luego pasó cierto tiempo sin hallar mención alguna del nombre de Billington, transcurriendo varias horas — y varios años del Advertiser y la Gazette— antes de verlo citado de nuevo. Se trataba esta vez de una breve noticia. «El Sherif Superior se sirve notificar a Alijah Billington, domiciliado cerca de Aylesbury Pike, que cese y desista de los trabajos en que ocupa sus noches en especial que haga cesar los ruidos que allí se producen. El Squire Billington ha solicitado ser escuchado por el Tribunal del Condado que se reunirá en Arkham el mes próximo.»No venía ninguna otra noticia sobre el tema hasta que Alijah Billington se presentó ante los magistrados.

«El acusado Alijah Billington declaró que no ocupa sus noches en trabajo alguno, que él no produce ruidos ni los origina de ninguna otra forma, que respeta las leyes del Estado y que desafía a cualquiera a que demuestre lo contrario. Se presentó a sí mismo como víctima de personas supersticiosas que querían causarle molestias y que no comprendían que viviera solo desde que falleciera su llorada esposa hacía siete años. No permitió que su criado indio Quamis, fuera citado a declarar. En repetidas ocasiones reclamó la presencia de su denunciante, pero se observó que éste no deseaba comparecer y, al no presentarse nadie, el mencionado Alijah Billington quedó justificado y se ordenó la invalidación de la noticia divulgada por el Sherif Superior.»

Era evidente que los «ruidos» mencionados en el diario del niño Laban no habían sido fruto de su imaginación. Este incidente sugería además que quienes habían presentado la denuncia contra Alijah Billington temían enfrentarse directamente con él. Pero daba la sensación de que en este temor había algo más que la habitual repugnancia de los calumniadores a verse cara a cara con la víctima de su calumnia. Si el niño había oído los ruidos y el anónimo denunciante también, era evidente que otras personas tenían que haberlos oído. Pero nadie se atrevió a declarar que había oído ruidos ni a imputárselos a Alijah Billington. No cabía duda de que Billington inspiraba temor, si no miedo. Probablemente había sido un hombre directo y osado que podía llegar a la agresividad, sobre todo en defensa propia. A Dewart esto le pareció digno de encomio y excitó aún más su interés por el creciente misterio. Supuso que el asunto de los ruidos recibiría a partir de entonces mayor atención de la prensa y, en cierto modo, así fue, en efecto.

Al cabo de un mes escaso apareció en la Gazette una carta bastante impertinente de un tal John Druven, que probablemente era el autor de la reseña del libro del Rev. Ward Phillips. Sin duda había debido sentirse ofendido por el seco comentario crítico de Alijah Billington y a continuación se interesaba por los disgustos de Billington con el Sherif Superior.

«Señor: con ocasión de un paseo que di esta semana por el oeste y noroeste de Arkham, la noche me sorprendí en los bosques próximos a Aylesbury Pike conocidos con el nombre de Bosque de Billington. Mientras me esforzaba en orientarme para salir de allí, percibí no mucho después de caída la oscuridad un terrible sonido sobre cuya índole me siento incapaz de dar explicaciones, el cual provenía al parecer de los pantanos que se extienden detrás de la casa de Alijah Billington. Durante algún rato permanecí escuchando el mencionado clamor, que me alteró sobremanera, pues en algunos momentos me pareció reconocer en él los inconfundibles de una criatura abrumada por el dolor o la enfermedad y, de haber sabido qué dirección tomar, me habría dirigido hacia él, pues soy hombre sensible al sufrimiento ajeno. Los ruidos continuaron durante un período de media hora o tal vez algo más y luego fueron cesando hasta quedar todo en silencio y yo reanudé mi camino. Su seguro servidor, John Druven.»

Dewart deseó vivamente que esta comunicación hubiera provocado una airada réplica de su antepasado, pero habían transcurrido las semanas sin que nada apareciera en la prensa. Sin embargo, parecía estar cristalizando cierta oposición a Billington, pues, a falta de respuesta por parte de éste, se publicó una carta abierta del Rev. Ward Phillips en la que éste se ofrecía voluntario para encabezar un comité encargado de investigar el lugar de los ruidos a fin de averiguar sus causas y ponerles fin al instante. La carta estaba perfectamente calculada para provocar a Billington y consiguió su objetivo. Mi antepasado ignoró en su réplica al ministro y al autor de la reseña del libro y publicó el siguiente anuncio:

«Se hace saber que cualquier Persona o Personas que traspasen los límites de la Finca conocida como Bosques de Billington o los Pastos y Tierras adscritos a los mencionados Bosques de Billington, serán detenidos como allanadores y puestos bajo Arresto para ser Juzgados. Alijah Billington ha comparecido en el día de hoy ante el Magistrado y declarado ante él que sus propiedades se hallan debidamente señaladas contra toda clase de Allanadores y Vagabundos y que está prohibido entrar en ellas sin Permiso.»

Este anuncio motivó una inmediata réplica del reverendo Ward Phillips, quien escribió que «al parecer nuestro Vecino Alijah Billington no desea que se lleve a cabo investigación alguna sobre los ruidos y prefiere seguir siendo el único que tenga Conocimiento de los mismos». Concluía su artera comunicación preguntando sin rodeos a Alijah Billington por qué «temía» que los ruidos y sus causas fueran investigados o suprimidos.

Alijah, sin embargo, no era hombre que se dejara abatir por tales maniobras. Poco después contestó que no tenía intención de permitir que le acusaran de ese modo; tampoco tenía razones para suponer que «el autodenominado Rev. Ward Phillips o su protegido el caballero John Druven» se hallaran debidamente capacitados para llevar a cabo tal investigación; y luego la tomaba con los que aseguraban haber oído ruidos. «En lo tocante a estas Personas, no estaría de más preguntarles qué hacían fuera a tales horas de la Noche, en que las Personas decentes se hallan en la cama o al menos en su casa, y no vagando por los Campos, ocultos en las Sombras, en pos de sabe Dios qué placeres o empeños. No presentan ninguna prueba de haber oído ruidos. El declarante Druven asegura en voz muy alta que ha oído ruidos, pero no menciona que alguien le hubiera acompañado. También, hace menos de cien años, hubo quienes, alegando oír voces, acusaron a hombres y mujeres inocentes que fueron condenados a una muerte la más horrible, por Brujos y Hechiceros; mas tampoco tenían pruebas. El declarante ¿es buen conocedor de los sonidos nocturnos del campo para distinguir entre lo que él llama los acentos inconfundibles de una criatura abrumada por el dolor y el mugido de un toro o el berrido de una vaca que busca un ternero perdido o muchos otros sonidos de análoga Naturaleza?. Preferible sería que gentes como él meditaran antes de hablar y no se dejaran engañar por sus oídos y también que no miraran hacia lo que Dios no quiere que se vea.»

Era desde luego una carta ambigua. Hasta entonces Billington no había puesto a Dios por testigo de su inocencia. La carta, aunque certera en algunos aspectos, mostraba indicios de haber sido escrita apresuradamente y sin la debida reflexión. En resumen, Billington daba pie para que le atacaran y era de esperar qué así lo hicieran, como efectivamente sucedió. Tanto el Rev. Ward Phillips como John Druven lanzaron contra él un ataque frontal.

El sacerdote escribió, casi tan secamente como Billington, que observaba con satisfacción, «y doy por ello gracias a Dios, que ese señor Billington reconoce que existen Cosas que Dios desea que el hombre no vea, y sólo deseo que el citado Billington tampoco haya mirado hacia ellas».

En cambio, John Druven ridiculizaba a Alijah. «En verdad ignoraba que el Vecino Billington poseyera toros y vacas y terneros, con cuyos mugidos el declarante se halla familiarizado por haberse criado entre ellos. El declarante añade, pues, que no oyó mugido de toro, vaca o ternero en las proximidades de los Bosques de Billington. Ni tampoco balido de cabra u oveja, rebuzno de asno ni voz de ningún animal conocido. Y ruidos los hay, eso es innegable, pues yo los he oído y otros también.» La carta seguía en este tono.

Habría sido de esperar algún tipo de réplica por parte de Billington, pero no sucedió así. Ninguna comunicación volvió a publicarse firmada por él en la prensa, pero a los tres meses apareció en la Gazette un carta del punzante Druven anunciando que había sido invitado a investigar a su gusto los Bosques de Billington, ya solo o en compañía, con tal de que avisara previamente a Billington a fin de que éste tomara las medidas pertinentes para evitar que fuera tratado como un intruso. Druven manifestaba su intención de aceptar a su debido tiempo la invitación de Billington.

Durante algún tiempo no se supo más sobre el tema. Pero luego empezaron a salir una serie de párrafos siniestros y cada vez más alarmantes a medida que transcurrían las semanas. La primera noticia era aparentemente inofensiva. Decía únicamente que «el caballero John Druven, colaborador ocasional de esta publicación», no había entregado su colaboración a tiempo de que saliera en el número de esta semana, y que era de esperar que pudiera aparecer en el de la próxima. A la semana siguiente, sin embargo, la Gazette publicaba un suelto relativamente extenso donde comunicaba que John Druven «no ha sido localizado. No se halla en su domicilio de River Street y actualmente se está llevando a cabo una investigación para descubrir su paradero». A la semana siguiente, la Gazette revelaba que la colaboración que Druven no había llegado a entregar se refería a la visita que había efectuado a la casa y los Bosques de Billington en compañía del reverendo Ward Phillips y de Deliverance Westripp. Ambos acompañantes atestiguaban que los tres habían regresado. Pero aquella misma noche, según la mujer que le atendía, Druven habla salido de casa sin decir a dónde iba, pese a habérselo preguntado. Interrogados sobre las investigaciones que habían efectuado en torno a los ruidos oídos en los Bosques de Billington, el Rev. Phillips y Deliverance Westripp contestaron que no recordaban nada, salvo que su anfitrión se había mostrado muy cortés con ellos y hasta les habla servido un almuerzo preparado por su criado, el indio Quamis. El Sheriff Superior dirigía las pesquisas que se llevaban a cabo para aclarar la desaparición de John Druven.

A la cuarta semana seguía sin haber noticias de John Druven.

Lo mismo sucedió en la quinta.

Y luego, silencio durante tres meses, al cabo de los cuales el Sheriff Superior desistió de continuar la investigación relativa a la extraña desaparición de John Druven.

Tampoco se publicó una palabra sobre Billington. Todo el asunto de los famosos ruidos del Bosque de Billington parecía haber perdido de pronto todo interés. Ni en la sección de noticias ni en las cartas al director volvía a aparecer el nombre de Billington.

Seis meses después de la desaparición de Druven, sin embargo, los acontecimientos se desencadenaron con desconcertante rapidez. Dewart observó certeramente que la prensa trataba los hechos con prudencia y moderación manifiestas, ya que hechos semejantes habrían dado origen, en la época actual, a titulares sensacionalistas. Durante un plazo de tres semanas, cuatro relatos distintos ocuparon las páginas principales de la Gazette y el Advertiser.

El primero de ellos se refería al descubrimiento de un cuerpo horriblemente destrozado y mutilado a la orilla del mar, en las inmediaciones de la ciudad portuaria de Innsmouth, junto a la desembocadura del río Manuxet. El cadáver fue identificado como John Druven. «Se supone que Mr. Druven se hizo a la mar y sufrió heridas mortales al naufragar el barco en que viajaba. Cuando fue hallado el cuerpo, llevaba varios días muerto. Visitó Arkham por última vez, que se sepa, hace seis meses y desde entonces no se había sabido de él. Su cuerpo parece haber soportado grandes penalidades, pues su rostro denotaba intenso sufrimiento y tenía muchos huesos fracturados. »El segundo articulo se refería al antepasado de Dewart, al omnipresente Alijah Billington. Se hacía saber en él que Billington y su hijo Laban habían partido para visitar a sus parientes de Inglaterra.

Una semana después, el indio Quamis, que había trabajado para Alijah, era «requerido por el Sheriff Superior para ser interrogado, pero no ha podido ser hallado. Han sido enviados dos alguaciles a casa de Alijah Billington, pero a nadie encontraron allí. Dado que la casa estaba cerrada y sellada, no pudieron entrar en ella por carecer del correspondiente mandamiento judicial». Las pesquisas efectuadas entre los indios que todavía quedaban por entonces en la comarca de Dunwich, al noroeste de Arkham, no dieron resultado. Los indios ni sabían ni querían saber nada de Quamis, e incluso dos de ellos «negaron que tal Persona perteneciera a su tribu y aun que existiera».Finalmente, el Sheriff Superior dio publicidad a una carta inconclusa que el difundo Druven había empezado a escribir la noche de su extraña e inexplicable desaparición, hacía ya siete meses aproximadamente. Iba dirigida al Rev. Ward Phillips y presentaba indicios de haber sido «redactada apresuradamente» según el comentario de la Gazette. Había sido descubierta por la casera de Druven y entregada al Sheriff Superior, quien hasta ahora no había revelado su existencia. La Gazette la reprodujo íntegramente.

Al Rev. Ward Phillips

Iglesia Baptista

French Hill, Arkham

Mi estimado amigo:

Le escribo para comunicarle que me veo asaltado por un sentimiento de Grave Extrañeza e Intensidad tal que el recuerdo de los Hechos que presenciamos esta misma tarde parece disgregarse y desvanecerse de mi Memoria. Me es imposible dar razón de lo Sucedido, pero aún debo añadir que me veo forzado a pensar más en nuestro anfitrión de hoy, el temible Billington, como si tuviera que volver a él. Paréceme asimismo ingrato suponer que mediante artes Mágicas añadiera a la Comida que juntos compartimos algún Artificio concebido para deteriorar la Memoria. No piense mal de mí, mi buen Amigo, pero me es difícil recordar lo que vimos en el circulo de Piedras del bosque, y a cada instante que pasa mis recuerdos se tornan más confusos…

Así terminaba la carta; esto era todo. La Gazette la reproducía tal como había sido encontrada, absteniéndose de sacar cualesquiera conclusiones de ella. El Sheriff Superior se limitó a declarar que, a su regreso, Alijah Billington sería debidamente interrogado. Y nada más. Poco después se publicó la noticia del entierro del desdichado Druven y, al cabo de algún tiempo, una carta del reverendo Ward Phillips comunicando que algunos feligreses suyos que vivían en el campo cerca del Bosque de Billington le habían informado de que no habían vuelto a oírse ruidos nocturnos desde que Alijah Billington se había marchado al extranjero.

En los seis meses siguientes de ambas publicaciones no volvía a registrarse mención alguna de Billington y Dewart decidió suspender la lectura. A pesar de lo fascinante que le resultaba esta investigación, tenía los ojos muy cansados; además se había olvidado por completo de comer y ya era media tarde. Realmente no tenía hambre, pero le pareció preferible no seguir abusando de la vista. Los relatos que acababa de leer le habían dejado estupefacto.

Hasta cierto punto se sentía decepcionado, pues le hubiera gustado encontrar una información más precisa. Lo que había leído estaba impregnado de sutil vaguedad, de brumas casi míticas, y resultaba aún menos tangible que los crípticos fragmentos descubiertos en la biblioteca de Alijah Billington. Los informes periodísticos en sí no decían nada concreto. Realmente, la única prueba — y circunstancial— de que los detractores de Alijah Billington habían oído de verdad ruidos por la noche era el diario de Laban. Por lo demás, la imagen que de Billington daba la prensa era la de un truhán irascible y casi pendenciero, que no temía en absoluto verse cara a cara con sus acusadores. Había salido bien librado de todas las escaramuzas periodísticas, si bien el Rev. Ward Phillips le había atinado en el blanco una o dos veces. No cabía duda de que el libro cuya reseña había provocado la airada réplica de Alijah era Prodigios Taumatúrgicos Ocurridos en el Canaán de Nueva Inglaterra; y, aunque no había ninguna prueba concreta que hoy en día pudiera admitir un tribunal de justicia, sí que había una coincidencia muy notable en el hecho de que el más acerbo crítico de Alijah, John Druven, hubiera desaparecido de modo tan extraño. Además, la inconclusa carta de Druven planteaba ciertos problemas estremecedores. De ella podía deducirse que Alijah había echado algo en la comida para que sus invitados el comité investigador— olvidaran lo que habían visto; ergo habían visto algo que sustanciaba las veladas acusaciones formuladas por Druven y el Rev. Ward Phillips. Pero en aquel fragmento epistolar había algo aún más esencial: «como si tuviera que volver a él». Pensar en esta frase le daba angustia a Dewart, pues parecía dar a entender que Billington, mediante algún procedimiento, se las había arreglado para atraer hacia sí al más agrio de sus críticos y le había producido la muerte tras haberle hecho desaparecer de escena en primer lugar.

Claro que todo esto no eran sino suposiciones, pero Dewart no dejó de darles vueltas en su magín mientras regresaba a la casa del bosque. Al llegar a ella volvió a buscar los documentos que había leído la noche anterior y permaneció durante un rato estudiándolos e intentando por todos los medios establecer una relación entre el Richard Billington del documento y el temido Alijah. No es que buscara una relación de parentesco, pues era evidente que pertenecían a la misma familia aunque se hallaran separados por varias generaciones, sino una conexión sustancial entre los increíbles acontecimientos descritos en el documento y las noticias publicadas en los semanarios de Arkham. Tras considerar minuciosamente el asunto, llegó a la conclusión ineludible de que dicha conexión tenía que existir, aunque no fuera más que por la coincidencia de que en ambas relaciones de hechos, separados entre sí por más de un siglo en el tiempo y varias millas en el espacio, pues unos habían tenido lugar en «Nuevo Dunnich» que sin duda era el Dunwich actual (a menos que entonces se llamara así a toda la comarca) y otros en los Bosques de Billington, en ambas relaciones —repito— se hacía mención de un «círculo de piedras» que inevitablemente le traía a la memoria los restos druídicos que circundaban la torre de piedra que se alzaba en el lecho de un arroyo seco, afluente del Miskatonic.

Dewart se preparó varios emparedados, deslizó una naranja y una linterna en sendos bolsillos de la chaqueta y partió, a la luz del atardecer, con intención de contornear la zona pantanosa y caminar hasta la torre. Llegó, entró y comenzó inmediatamente a examinarla de nuevo. En su interior, formando una amplia espiral pegada al muro, ascendía una escalera de piedra extremadamente estrecha y tosca. Por ella fue subiendo Dewart, no sin cierto recelo, observando que a todo lo largo de la misma corría una especie de decoración primitiva pero impresionante, consistente en un bajorrelieve que, según observó en seguida, estaba compuesto por un único motivo ornamental repetido y encadenado hasta la parte superior de la escalera, la cual terminaba por fin en una pequeña plataforma tan próxima al tejado que apenas dejaba espacio para que Dewart se mantuviera allí en cuclillas. La luz de la linterna le permitió observar que el bajorrelieve esculpido a lo largo de la escalera también aparecía en la plataforma y se inclinó hacia él para examinarlo de cerca. Así descubrió que se trataba de un diseño intrincado formado de círculos concéntricos y líneas radiales que, cuánto más atentamente lo miraba, más perplejidad le producía, como un laberinto óptico que parecía cambiar de forma y dibujo de un momento a otro. Dewart dirigió hacia arriba la luz de la linterna.

En su anterior examen de la torre le había dado la impresión de que en la parte del techo que parecía de origen más reciente había también algo esculpido, pero ahora vio que sólo una piedra portaba tal decoración. Era un bloque enorme y plano de piedra caliza del mismo tamaño aproximado que la plataforma en que él se hallaba agachado. Sin embargo, el motivo esculpido no repetía el diseño de los bajorrelieves de la escalera sino que representaba toscamente una estrella en cuyo centro aparecía como un ojo único y gigantesco; pero no era un ojo sino más bien un rombo quebrado con ciertas líneas que sugerían llamas o acaso un solo pilar de fuego.

Para Dewart este diseño no poseía más significado que el del bajorrelieve de la escalera. Lo que le interesó fue observar que el cemento que sujetaba el bloque había sucumbido en parte a las inclemencias del tiempo y se le ocurrió que con un poco de maña podría quitar el que quedaba y sacar la piedra de su sitio para dejar una abertura en el techo cónico. Además, al pasear la luz de la linterna por la cara interna del techo, se dio cuenta de que en su origen la torre había sido construida con una abertura allí, la cual más tarde había sido obturada mediante el bloque plano en cuestión. Este se distinguía de las restantes piedras del edificio en que era menos tosco y tenía un tinte grisáceo que podía deberse a que era más reciente que los demás sillares o también, en parte, a la oscuridad que reinaba en el interior de la torre.

Mientras permanecía allí agachado, Dewart llegó a la conclusión de que debía devolver a la torre su estructura original. Cuanto más pensaba en esta restauración, más le obsesionaba, hasta que decidió efectuar el cambio deseado y quitar el bloque, lo que le permitiría poder ponerse de pie en la plataforma. Barrió con la luz de la linterna el suelo de tierra y, viendo un trozo de piedra que le podría servir de cincel, bajó cuidadosamente por la escalera para cogerlo. Tras sopesarlo y probarlo brevemente, volvió a subir a la plataforma y se puso a estudiar el modo de llevar a cabo sus propósitos sin peligro. La piedra no era tan grande que no pudiera por lo menor desviaría para que cayera fuera de la plataforma, pero pesaba demasiado para sostenerla en vilo. En vista de ello se acurrucó junto al muro y empezó a picar cuidadosamente el cemento, iluminándose con la linterna que había fijado precariamente al bolsillo de la chaqueta. Al cabo de poco estaba seguro de que conseguirla aflojar y sacar la piedra. Vio que primero tenía que desprender el cemento de la parte más próxima a él, de tal modo que el bloque de piedra no cayera encima de la plataforma ni de él, sino que se estrellara en el suelo de tierra del interior de la torre.

Se concentró en su tarea y al cabo de media hora cayó la piedra como había previsto, sin rozar la plataforma, lo que le exigió un esfuerzo físico considerable. Entonces Dewart pudo ponerse en pie y se encontró contemplando, a través de la abertura, las marismas que se extendían al este de la torre. Así se dio cuenta por primera vez de que la torre se hallaba en línea con la casa, pues más allá de las marismas y de los árboles que había detrás vio la luz del sol poniente reflejándose en una de las ventanas de la casa. Durante unos momentos se preguntó qué ventana sería, pues nunca había visto la torre desde abertura alguna de la casa, pero se dijo que en realidad tampoco había intentado averiguar si se veía desde allí. Además, a juzgar por las dimensiones de la ventana, no podía tratarse sino de la vidriera de colores del despacho, a través de la cual no se había asomado nunca.

Dewart no conseguía imaginarse para qué habían construido allí esa torre. Mientras estaba allí, apoyé las manos en el borde de la abertura recién practicada y observó que se hallaba por encima del techo de la torre, incluso por encima de su misma cúspide, y que su vista abarcaba toda la bóveda celeste. Quizá la hubiera construido un primitivo astrónomo. Desde luego era un buen observatorio para contemplar el giro de los cuerpos celestes en las alturas. También observé Dewart que el techo cónico estaba construido con sillares de piedra tan gruesos como los de los muros, de más de un pie de espesor, quizá de quince pulgadas. El hecho de que el tejado — o, mejor dicho, la bóveda que cerraba la torre por su parte superior hubiera permanecido intacta durante tantos años testimoniaba la pericia del primitivo arquitecto que la había construido, así como tal vez otros edificios, para luego desaparecer sin dejar constancia alguna en la historia. Pero la explicación de que la torre hubiera sido erigida con fines astronómicos no le satisfacía plenamente, pues no estaba situada en una colina, ni siquiera en una loma elevada, sino en una isla, o en lo que en tiempos había sido una isla, hacia la cual descendía el terreno circundante por tres de sus cuatro lados y sólo por el restante bajaba la cuesta suavemente hacia el Miskatonic, que discurría a cierta, distancia entre los árboles. Además, era pura casualidad que la torre dominara los cielos, pues no crecían árboles en sus inmediaciones, ni tampoco, por cierto, matorrales ni hierbas de ningún tipo. Aun así, el horizonte quedaba oculto tras los árboles de las colinas que lo cerraban, de tal manera que las estrellas sólo eran visibles cuando ya estaban bastante altas y desaparecían de la vista un rato antes de ponerse por occidente, lo que no era ciertamente la situación ideal para un astrónomo.

Al cabo de un rato, Dewart volvió a descender las escaleras, se ocupó de apartar a un lado la enorme piedra que había dejado caer y salió de la torre por el arco vacío que no oponía obstáculo de ningún tipo al viento y a la intemperie, circunstancia ésta que hacía que la obturación de la abertura del techo resultase más sorprendente aun.

No se detuvo a cavilar, sin embargo, sobre este particular, pues la luz disminuía a medida que el sol se iba hundiendo por detrás del cinturón de árboles. Mientras se comía el último emparedado que le quedaba, emprendió el camino de regreso, volvió a contornear la linde del pantano y subió la cuesta que conducía a la casa, cuyos cuatro grandes pilares delanteros, empotrados en el muro frontal, destacaban por su blancura en la creciente oscuridad del crepúsculo. Se sentía vigorizado y satisfecho, como siempre que progresaba en algún trabajo que había emprendido. Aunque durante aquel día había descubierto en realidad pocas cosas concretas y unívocas, se había enterado de preocupaciones, leyendas y modos de pensar típicos de esa región, y también había aprendido muchas cosas de su antepasado, el providente Alijah, que tanto revuelo armara en Arkham en su tiempo para dejar luego tras de sí un misterio insondable que pocos hablan logrado igualar después. En realidad había recopilado una gran cantidad de datos, pero no sabía a ciencia cierta si correspondían todos al mismo conjunto o si, por el contrario, representaban facetas de conjuntos distintos.

Al llegar a casa estaba fatigado. Resistió la tentación de volver a sumergirse en los libros de su tatarabuelo, para dar descanso a sus ojos, y en cambio se puso a planear metódicamente sus próximas investigaciones como si aquellos centenares de libros antiguos no estuvieran al alcance de su mano. Cómodamente instalado en el despacho, con un buen fuego ardiendo en la chimenea, Dewart repasó mentalmente todos los aspectos de la investigación que estaba llevando a cabo para determinar qué camino le convenía seguir a fin de obtener los resultados más rápidos y provechosos. Varias veces se acordó del desaparecido criado Quamis y de pronto se dio cuenta de que también existía cierto paralelismo entre su nombre y el del mago citado en el antiguo documento, Misquamacus. La palabra Quamis o Quamus —pues el niño la había escrito de las dos maneras— contenía, en su segunda forma ortográfica mencionada, dos de las cuatro sílabas del nombre del hechicero indio y, aunque era cierto que muchos nombres indios se parecían entre sí, también era probable que la onomástica correspondiente a las distintas familias, o clanes, mantuviera una semejanza razonablemente consistente.

Estas ideas le sugirieron la posibilidad de que todavía vivieran en las colinas o en las zonas más retiradas de la comarca de Dunwich algunos parientes o descendientes de Quamis. El que hubiera sido repudiado por su pueblo hacía más de cien años no preocupaba a Dewart, pues quizá precisamente por eso era recordado más vivamente que otros personajes de más relumbrón en los que el romanticismo se habría confabulado con el tiempo para velar o difuminar los rasgos de su personalidad. Si el tiempo lo permitía, bien podría al día siguiente, orientar en este sentido sus indagaciones. Y, tras tomar esta decisión, Dewart se fue a la cama.

Durmió bien, aunque en dos ocasiones se removió inquieto en el lecho y se despertó con la sensación de que las mismas paredes vigilaban su sueño.

 

A media mañana, después de haber contestado varias cartas que llevaban algunos días esperando respuesta, salió de la casa con rumbo a Dunwich. El cielo estaba encapotado y soplaba un fino viento del Este que presagiaba lluvia. Como consecuencia de este cambio de tiempo, las colinas boscosas con sus cimas coronadas de piedra, que tan características eran de la comarca de Dunwich, aparecían sombrías y ominosas. Pocos viajeros atravesaban aquella región, pues quedaba un tanto apartada de las grandes rutas y, además, porque a los que la conocían les sugería decadencia y ruina, porque sabían que sus caminos se estrechaban a veces hasta convertirse en sendas cenagosas ahogadas por hierbajos y zarzas que crecían pujantes entre las cercas de piedra que la encajonaban. No llevaba Dewart mucho camino recorrido cuando, de pronto, fue agudamente consciente de la singularidad de aquella región, tan radicalmente distinta incluso de la que rodea la antigua ciudad de Arkham, la de los tejados puntiagudos. Pues, en contraste con las suaves colinas que bordean el Aylesbury Pike, próximo a Arkham, las montañas de Dunwich estaban quebradas por barrancos y gargantas extrañamente profundos, sobre los cuales saltaban puentes desvencijados que parecían centenarios. Las propias montañas estaban peregrinamente coronadas de piedras que, pese a la enmarañada maleza que crecía entre ellas, sugerían la intervención de la mano humana hacía decenios o siglos. Vistas ahora contra las nubes tormentosas, las montañas parecían contemplar con rostro maligno, como torvos reyes coronados de piedra, al viajero solitario que recorría en coche sus estrechos caminos cenagosos y cruzaba sus puentes destartalados.

Dewart observó, con un curioso cosquilleo en el cuero cabelludo, que hasta el follaje parecía allí anormalmente crecido, y aunque interpretó este dato en el sentido de que la naturaleza reclamaba la tierra tan ostensiblemente abandonada por sus propietarios, no por ello dejaba de resultar sorprendente que las enredaderas fueran tan largas, que los matorrales crecieran tan vertiginosos. Le recordaban a ciertas remotas laderas de su país natal. El Miskatonic atravesaba la comarca corno una serpiente y, aunque Dewart se había ido alejando de él, de pronto se vio ante sus aguas sombrías, doblemente oscuras en esta región, y contempló un extraño panorama de prados con rocas y marismas lujuriantes donde todavía sonaba la flauta del sapo gigante, a pesar de la estación del año.

Llevaba conduciendo tal vez una hora por aquel terreno tan absolutamente ajeno al que suele considerarse típico del este de los Estados Unidos, cuando llegó a ese racimo de casas que era Dunwich, al que ningún cartel anunciador identificaba y cuyas casas en su mayoría estaban abandonadas y en distintos grados de ruina. En la iglesia de roto campanario se hallaba instalado, según le pareció a Dewart tras un rápido vistazo, el único establecimiento comercial del poblado, y en vista de ello condujo el coche en su dirección y lo dejó estacionado junto a la acera. Había dos viejos andrajosos apoyados contra la pared y, no sin dejar de notar que ambos presentaban ciertos rasgos biológicos de degeneración mental y física, Dewart les dirigió la palabra.

— ¿Alguno de ustedes sabe si quedan indios por esta región?

Uno de los viejos se despegó del edificio y se acercó tambaleante al coche. Tenía los ojos estrechados y hundidos profundamente en una piel que parecía cuero. Dewart observó que sus manos parecían garras y, suponiendo que el individuo se acercaba para contestar a su pregunta, se inclinó un tanto impaciente de modo que su rostro quedó claramente visible en la ventanilla del coche.

Recibió, pues, una desagradable sorpresa cuando su supuesto informador retrocedió de un salto que casi dio con sus huesos en el suelo.

— ¡Luther! —Llamó con voz temblorosa al otro, todavía más viejo, que había quedado atrás—… ¡Luther, ven acá! — Y, cuando el otro consiguió asomarse por encima de su hombro, señaló a Dewart y dijo: ¿No te acuerdas de aquel retrato que nos enseñó un día Mrs. Giles?

—Luego prosiguió, excitado: — Es él, ¡seguro que es él reencarnado! ¿A que es igual que el retrato? ¡Ha llegado el tiempo, Luther, ha llegado el tiempo que decían! Cuando él vuelva, el otro volverá también.

El segundo viejo le dio un tirón de la chaqueta.

— Espera un momento, Seth, no tengas prisa. Pregúntale por el signo.

¡El signo! —Exclamó Seth—. ¿Tiene usted el signo, forastero?

Dewart, que en toda su vida no había encontrado personajes semejantes, sintió una súbita sensación de repugnancia. Tuvo que realizar un esfuerzo consciente para no dejar traslucir su disgusto, pero no pudo evitar cierta rigidez en el tono de voz.

—Estoy buscando rastros de las antiguas familias indias —dijo secamente.

—Por aquí no quedan indios — dijo el llamado Luther.

Dewart aventuró una breve explicación. Ya sabía que no quedaban indios. Pero sí confiaba en encontrar alguna familia que tuviera sangre india en las venas. Utilizó las palabras más sencillas que pudo y en ningún momento dejó de percibir con inquietud la fija mirada de Seth.

—Eh, Luther, ¿cómo se llamaba aquel tipo? — preguntó éste de pronto.

— Billington. Así se llamaba.

— ¿Usted se llama Billington? —preguntó descaradamente Seth.

— Mi tatarabuelo era Alijah Billington — contestó Dewart—. Y lo de las familias que le decía…

Apenas se hubo identificado, ambos viejos cambiaron completamente de actitud.

— Usted coge el camino de Glen y se para en la primera casa que encuentre en el lado de acá de Spring Glen. Es la casa de Bishop. Esos tienen sangre india y a lo mejor algo más que usted no pregunta por ello. Y más vale que se vaya usted de aquí antes que se pongan a charlar los chotacabras y las ranas, que se puede usted perder por alguna de estas partes y oír cosas raras que vuelan y hablan por los aires. Claro que como usted lleva sangre de los Billington a lo mejor no le importa, pero yo se lo tengo que decir si usted me lo pregunta.

¿Cuál es el camino de Spring Glen? —preguntó Dewart.

-Usted coge el segundo camino a la izquierda y sigue derecho adonde le lleve el camino. No tendrá que ir lejos. Es la primera casa que se encuentra usted al lado de acá de Spring Glen. Si Mrs. Bishop está en casa, ya le contará ella lo que usted quiera saber.

Dewart estaba deseoso de arrancar lo antes posible. Le desagradaba la ordinariez de aquellos viejos, que no sólo estaban sucios y descuidados, sino que además mostraban estigmas de consanguinidad que se hacían evidentes en sus orejas extrañamente malformadas y también en las cuencas de los ojos. Sin embargo; le tenía intrigado de dónde se habían sacado aquellos viejos el nombre de Billington.

— Usted habló antes de Alijah Billington — dijo—. ¿Qué se dice de él por aquí?

— ¡Nosotros no queríamos ofenderle, señor, no hemos dicho nada malo! —Contestó apresuradamente Luther—. Usted coge el camino de la izquierda y tira hacia el Glen.

Dewart mostró cierta impaciencia.

Seth se inclinó un poco hacia él y dijo disculpándose:

—Sabe usted, a su tatarabuelo le apreciaban aquí, y Mrs. Giles tiene un retrato de él, que lo pintó uno que conocía ella, y usted tiene un algo de él, sí, señor. Ya decían que la sangre de Billington volvería al caserón del bosque.

Dewart tuvo que conformarse con esto. Se daba cuenta de que aquellos viejos desconfiaban de él, aunque él, por su parte, no dudara de la veracidad de los datos que le habían proporcionado. Giró, pues, sin novedad por el camino de Spring Glen, que ascendía entre las colinas bajo un cielo cada vez más invadido por la noche, y por fin llegó al manantial que daba nombre a la hoya. Allí volvió a girar, pues sabía que la casa de los Bishop se hallaba en las inmediaciones y, tras una breve búsqueda, dio con una casa baja, revestida de madera, que hacia mucho tiempo había sido pintada de blanco. Al principio le pareció de estilo neoclásico, pero al acercarse se dio cuenta de que era mucho más antigua. Esta era la casa de los Bishop, según rezaba el letrero, toscamente caligrafiado y apenas legible por el tiempo y la intemperie, que habla clavado en uno de los postes de la entrada. Subió por un sendero invadido por la maleza, entró cautelosamente en un porche bajo que amenazaba ruina y llamó a la puerta lleno de recelo, pues la casa tenía tal aire de abandono que le parecía imposible que alguien viviera allí.

Pero le contestó una voz ——una voz vieja y cascada de mujer— que le dijo que entrara y expusiera el motivo que lo traía por allí.

Dewart abrió la puerta y al instante le asaltó un hedor casi nauseabundo. La habitación en que acababa de entrar estaba oscura, pero no sólo por la hora del día, sino porque las ventanas estaban cerradas y no había ninguna luz encendida. Gracias a que dejó entreabierta la puerta de entrada pudo distinguir la figura de una vieja acurrucada en una mecedora. Sus blancos cabellos casi resplandecían en las tinieblas de la habitación.

——Siéntese, forastero ——dijo.

— ¿Es usted Mrs. Bishop? — preguntó él.

La vieja reconoció que, en efecto, ella era Mrs. Bishop. Y Dewart, un tanto apresuradamente, se lanzó a contarle su historia de que iba en busca de los descendientes de las antiguas familias indias de aquella región. Le habían dicho que quizá ella misma tuviera sangre india.

—Y le han dicho bien, señor. Por mis venas corre la sangre de los Narragansetts y, antes que ellos, la de los Wampanaugs, que eran más que indios. —Lanzó una risita—. Y usted se parece a los Billington.

—Eso me han dicho —contestó secamente—. Soy de la familia.

— ¡Un Billington que viene husmeando por aquí y buscando indios! ¿No andará usted buscando a Quamis?

-¡Quamis! — exclamó Dewart, sobresaltado. Pero inmediatamente llegó a la conclusión de que la historia de Billington y su criado Quamis debía haber llegado a oídos de Mrs, Bishop.

—— ¡Ay, ya veo que se asusta, forastero! Pero es inútil que busque a Quamis, porque no volvió. Ni nunca volverá. Se fue allí y ya no quiere volver aquí nunca jamás.

— ¿Qué sabe usted de Alijah Billington? —preguntó bruscamente Dewart.

— ¡Vaya pregunta! Yo lo único que sé es lo que me han contado los míos. Alijah sabía más que cualquier mortal —la vieja lanzó una risita sofocada—. Sabía más que lo que debe saber un hombre. Magia y ciencias antiguas. Un sabio, eso es lo que era Alijah Billington. Buena sangre le ha tocado a usted para ciertas cosas. Pero no haga usted lo que él, y tenga cuidado: deje la piedra en su sitio, y que la puerta esté bien cerrada y sellada para que los de afuera no puedan volver.

A medida que hablaba la vieja, una extraña sensación de ansiedad se fue infiltrando insidiosamente en la conciencia de Ambrose Dewart. La empresa en que con tanto entusiasmo se había embarcado le alejaba ahora del mundo de los libros y revistas antiguos para introducirle en un universo real que cada vez le resultaba más siniestro y maligno. La vieja bruja, voluntariamente entapujada en las sombras de la habitación ——sombras que ocultaban sus facciones, pero que la permitían ver a Dewart y reconocer, como los dos viejos del pueblo, su parecido con Alijah Billington——, empezó a parecerle demoníaca. Su risita cascada era obscena y horrible, tenue como los chillidos casi inaudibles de los murciélagos. Y las palabras que pronunciaba con tanta naturalidad le parecían a Dewart, que de ordinario era hombre poco imaginativo, llenas de un significado extraño y terrible. Sin duda a él le correspondería, refutarías, pero le resultaba extraordinariamente difícil enfocar la situación de un modo prosaico y racional. Mientras escuchaba a la vieja se decía que no era de extrañar que un lugar tan perdido como aquellas montañas de Massachusetts abundara en extrañas supersticiones y creencias sobrenaturales. Y sin embargo en Mrs. Bishop advertía algo más que mera superstición, como un conocimiento oculto que le daba una secreta superioridad sobre él. La actitud de la anciana contenía un punto de desdén y Dewart se sintió incómodo sin saber por qué.

— ¿Qué es lo que sospechaban de mi tatarabuelo?

—— ¿No lo sabe?

— ¿Brujería?

— ¿Pacto con el Diablo? — La vieja volvió a reír entre dientes—. No, no era eso. Era algo que nadie puede decir. Algo que salía vagando y gritando por los montes y formaba una música infernal. Pero de Alijah no se apoderó. Alijah Lo llamó y El vino; Alijah Le mandó ir y El se fue. Y se fue adonde está ahora, acechando y esperando que llegue Su hora y ha llegado el momento en este siglo que la puerta vuelva a abrirse para que El pueda salir de nuevo a merodear por los montes como antaño.

Las oblicuas referencias de la vieja parecían aludir a alguna especie de demonio familiar. Dewart poseía ciertas nociones superficiales de brujería y demonología, pero lo que ella daba a entender le sonaba incluso ajeno a lo que de estos temas conocía él.

-Mrs. Bishop, ¿ha oído usted hablar de Misquamacus?

—Fue un gran sabio de los Wampanaug. Le oí a mi abuelo hablar de él.

Por lo menos el asunto Misquamacus no salía por ahora del ámbito de la leyenda.

— Y este sabio, Mrs. Bishop…

— Oh, no me lo pregunte usted. El sabía. En su tiempo también estaba Billington y usted lo sabe perfectamente. No hace falta que se lo diga yo. Pero ya soy vieja y no me queda mucho tiempo de vida en esta tierra y no me da miedo decirlo. Lo que usted busca lo encontrará en los libros.

— ¿Qué libros?

—Los libros que traen lo que leía su tatarabuelo de usted, ahí viene todo. Si los lee bien, le dirán cómo Aquél contestaba desde la montaña y cómo salía del aire, que parecía llegado de las estrellas. Pero usted no haga lo que él. Si lo hace, ¡que El Que No Se Puede Nombrar se apiade de usted! El Otro está esperando ahí, ahora mismo está esperando ahí, como si fuera ayer mismo cuando Le mandaron ahí. Para ésos no existe el tiempo. Ni el espacio tampoco. Yo soy una pobre mujer, una vieja, y ya no me queda mucho en esta tierra, pero le digo a usted que ahora mismo que está usted ahí sentado, veo las sombras de ésos aleteando y revoloteando a su alrededor. Están esperando, sólo esperando. ¡No se le ocurra ir a llamarlos a las montañas!

Dewart la había escuchado con creciente desasosiego y se le había producido el fenómeno conocido como «carne de gallina». La vieja en si, el escenario, el sonido de su voz, todo era fantástico. Pese a saberse encerrado entre las paredes de aquella vieja casa, Dewart tenía la opresiva y ominosa sensación de que le estaban invadiendo las sombras y el ceñudo misterio de los montes coronados de piedra que la rodeaban. Sentía furtivamente la pavorosa convicción de que había alguien justo detrás de él, asomándose por encima de su hombro, como si los dos viejos de Dunwich le hubieran seguido hasta allí, acompañados por una hueste innumerable y silenciosa, y estuvieran escuchando lo que decía. De repente la habitación pareció llena de presencias vivas y en el mismo instante en que Dewart caía hasta ese punto prisionero de sus propias fantasías, la voz de la vieja se apagó transformándose en una horrible carcajada.

Dewart se puso en pie bruscamente.

Algún chispazo de lo que había sentido debió transmitirse a la vieja bruja, pues cortó su risa en seco y dijo con voz servil y plañidera:

— No me haga daño, Maestro. Soy una vieja que no me queda mucho de vida.

Esta misma prueba de que le temían llenó a Dewart de una sensación, aún más intensa que antes, de poder y alarma a la vez. No estaba acostumbrado al servilismo y en la actitud de la vieja percibía algo repugnante y terrorífico, algo completamente ajeno a él y a su naturaleza, y como además sabía que no respondía a un conocimiento de sus cualidades personales de él, sino a creencias místicas relacionadas con el viejo Alijah, la citada actitud le resultaba doblemente repelente.

— ¿Dónde puedo encontrar a Mrs. Giles? — preguntó secamente.

-Al otro lado de Dunwich. Vive sola con su hijo, que según dicen es anormal.

Apenas había puesto los pies en el porche cuando volvió a oír a su espalda aquel horrible rechinamiento que era la risa de Mrs. Bishop. A pesar del horror que le inspiraba, permaneció allí escuchando durante un momento. Las carcajadas se fueron apagando y a cambio le llegó un murmullo de palabras susurradas; pero, para mayor desconcierto de Dewart, esas palabras no pertenecían a la lengua inglesa, sino a una especie de idioma fonético que resultaba infinitamente sobrecogedor en aquel valle invadido de plantas enormes y putrescentes, entre sombrías montañas. Escuchó como si se hubiera quedado sin fuerzas, pero con gran curiosidad, procurando fijar en su memoria los sonidos que murmuraba la vieja. Eran una combinación de medias palabras gruñidas en tono nasal y bruscas oclusiones de la glotis. Intentó improvisar una transcripción gráfica en el dorso de un sobre que llevaba en el bolsillo, pero cuando terminó e intentó leer lo escrito, se encontró con una jerga sin sentido que no podía interpretar. «N’gai, ngha’ghaa, shoggog, yhah, Nyarla-to, Nyarla-totep, Yog-Sotot, n-yah, n-yah. »Los sonidos continuaron durante algún tiempo antes de que se hiciera el silencio, pero no parecían más que repeticiones y variaciones de las inflexiones iniciales. Dewart contempló la transcripción que acababa de hacer, absolutamente desconcertado; la mujer, no había más que verla, era medio analfabeta, supersticiosa y crédula; y, sin embargo, aquellos extraños fonemas sugerían un idioma extranjero que desde luego, por lo que sabía de sus años universitarios, no se parecía a ningún idioma indio.

Reflexionó amargamente que, lejos de obtener datos que contribuyeran a perfilar con más precisión la imagen de su antepasado, cada vez se veía más sumido en un creciente remolino de misterios, pues la incoherente conversación de la vieja Mrs. Bishop apuntaba hacia nuevos enigmas ignorados hasta entonces, hacia enigmas nebulosamente relacionados con Alijah Billington, o al menos con el apellido Billington, como si éste fuera un poderoso catalizador que desencadenaba una ducha de recuerdos en los que, sin embargo, faltaba una pieza central, un esquema global, que diera significado a su conjunto.

Dobló cuidadosamente el sobre para proteger lo que había escrito en él y volvió a guardárselo en el bolsillo.

Ahora que ningún sonido competía con el lamento del viento en los árboles, caminó de nuevo hasta el coche y arrancó. Recorrió en sentido inverso el camino que le había llevado hasta allí y atravesó el pueblo, espiado desde quicios y ventanas por miradas furtivas y cautas, por figuras sombrías que no decían nada. Paró donde suponía que debía hallarse la casa de Mrs. Giles. Había tres edificios que podían considerarse «al otro lado de Dunwich», según le había orientado Mrs. Bishop.

Ensayó en la casa de en medio y, como no recibió respuesta, se trasladó a la última de las tres, que estaba al final de un largo paseo equivalente a unas tres manzanas de casas de Arkham. Su presencia, sin embargo, no pasó inadvertida. Antes de llegar a la casa vio salir, de entre los arbustos que flanqueaban el camino, una figura humana grande y corcovada que corrió hacia la puerta lanzando gritos vehementes.

— ¡Ma! ¡Ma! ¡Que viene!

La puerta se abrió y le devoró. Y Dewart se lanzó resueltamente tras él, si bien reflexionando sobre los signos de decadencia y degeneración cada vez más evidentes en esta aldea perdida. La casa no tenía porche; su fachada principal era una pared desnuda y lívida con una puerta en el centro; parecía menos acogedora que un granero y de ella emanaba una atmósfera de aridez y desolación que resultaba casi disuasoria. A pesar de todo, llamó con los nudillos.

Se abrió la puerta y había una mujer.

— ¿Mrs. Giles? -dijo quitándose el sombrero.

La mujer palideció. El se empezó a sentir incómodo, pero pudo más su curiosidad.

— No quiero asustarla —prosiguió— Desgraciadamente ya he notado que mi persona parece asustar a la gente de por aquí. A Mrs. Bishop también, pero tuvo la amabilidad de decirme que me parecía a alguien, a mi tatarabuelo para ser sincero. Me dijo que viniera a ver un retrato suyo que tiene usted.

Mrs. Giles dio un paso atrás. El color le había vuelto parcialmente a su rostro largo y estrecho. Una súbita ráfaga de aire hizo revolotear su delantal durante un instante y en ese tiempo Dewart identificó, con el rabillo del ojo, que la mano de ella allí escondida se aferraba a una figurilla análoga a los amuletos utilizados en la Selva Negra alemana o en algunas zonas de Hungría y los Balcanes: un talismán protector.

— ¡No le dejes entrar, ma!

—Mi hijo no está acostumbrado a los forasteros — explicó brevemente Mrs. Giles—. Si se sienta usted un momento le traigo el retrato. Lo pintaron hace muchísimos años y a mí me viene de mi padre.

Dewart le dio las gracias y se sentó.

La mujer desapareció en las entrañas de la casa, desde donde se la oyó intentando sosegar a su hijo. Cuyo miedo, por otra parte, era una manifestación más de la actitud de Dunwich para con él. Pero acaso esta actitud se debiera a la escasez de forasteros y se aplicara por igual a cualquiera que osara irrumpir en esta olvidada comarca montañosa. Mrs. Giles volvió con el dibujo y se lo entregó.

Era tosco pero eficaz. Hasta dejó sobrecogido a Dewart, pues, teniendo en cuenta que el retrato había sido dibujado hacia un siglo por un mero aficionado, era evidente que existía una marcada semejanza entre él y su tatarabuelo. En el tosco boceto se veían los mismos rasgos, su misma mandíbula cuadrada, su misma mirada firme, su misma nariz aquilina. La de Alijah Billington, en cambio, tenía un lobanillo en el lado izquierdo, y sus cejas eran bastante más enmarañadas. Pero también era mucho más viejo que Dewart.

—Podía ser usted su hijo —dijo Mrs. Giles.

— En casa no teníamos ningún retrato de él — dijo Dewart—. Tenía curiosidad por verlo.

—Quédeselo si quiere.

El primer impulso de Dewart fue aceptar el regalo, pero se dio cuenta de que, por muy poco que significara para ella, el retrato poseía un valor documental intrínseco y él en realidad no lo necesitaba. Movió negativamente la cabeza sin dejar de contemplarlo, como para grabarse en la memoria hasta el último detalle de su tatarabuelo, y después se lo devolvió a la mujer, dándole vivamente las gracias.

Cautelosa y llena de vacilación, la mole deforme del hijo se deslizó en la habitación, quedándose junto al umbral, preparado para emprender huida instantánea al menor signo de antipatía por parte de Dewart. Este le echó una ojeada y se dio cuenta de que no era ya ningún muchacho, sino un hombre de unos treinta años: Una revuelta pelambrera enmarcaba su rostro cerril, cuyos ojos miraban a Dewart medrosos y fascinados.

Mrs. Giles aguardó tranquilamente a que él hiciera el movimiento siguiente. Era evidente que estaba deseando que se fuera, conque se puso inmediatamente en pie — movimiento que provocó la huida del hijo hacia el interior de la casa—, dio las gracias a la mujer y salió a la calle. Durante todo el tiempo que habla permanecido en la casa, la mujer no había soltado el talismán, o lo que fuera aquel objeto al que con tanta determinación se aferraba.

Ya no le quedaba por hacer sino abandonar la comarca de Dunwich, cosa que no le desagradaba demasiado a pesar de los escasos resultados obtenidos. Lo único que le había compensado en parte el tiempo y los esfuerzos consagrados era haber visto el retrato de su antepasado dibujado por un contemporáneo. Pero la verdad era que la excursión a la comarca de Dunwich le había producido una inexplicable sensación de inquietud, junto con una especie de repugnancia física que parecía arraigada en algo más profundo que el simple mal sabor de boca que le habían dejado la decadencia y la degradación manifiestas en la región. No podía explicárselo. En sí, la gente de Dunwich era extrañamente repelente. No podía negarlo. Constituían como una raza propia que mostraba todos los estigmas típicos de repetidas uniones consanguíneas junto con ciertas características fisiológicas diferenciales, como las orejas planas, tan pegadas al cráneo que parecían completamente adheridas a él salvo en su parte posterior, donde se despegaban como alas de murciélago, y los ojos de pez pálidos y saltones, y las bocas grandes y fláccidas que recordaban las de los batracios. Pero no era sólo la gente de Dunwich lo que le afectaba tan desagradablemente, ni tampoco la comarca en sí. Había algo más, algo inherente a la misma atmósfera de la región, algo increíblemente antiguo y maligno que sugería terribles blasfemias ancestrales y horrores nunca oídos. En aquel valle escondido, el miedo y el terror y el horror parecían entidades tangibles; la lujuria y la crueldad y la desesperación parecían formar parte inevitable de la vida en la comarca de Dunwich; la violencia y el vicio y la perversión parecían asentados en su forma de vivir; pero por encima de todo flotaba la convicción de que estaban todos locos, independientemente de edad o herencia, como si en aquel ámbito se anidara una forma de locura que resultaba tanto más terrible cuanto que daba la impresión de haber sido voluntariamente escogida. Pero ni siquiera todo esto bastaba para justificar por completo la repulsión que sentía Dewart; no podía ignorar la desagradable impresión que le había producido el evidente temor que despertaba su persona entre los habitantes de la comarca. Por mucho que intentara convencerse a sí mismo de que sin duda se trataba de un miedo normal que debían sentir hacia todos los forasteros, en el fondo sabía que no era así. Era plenamente consciente de que le tenían miedo porque se parecía a Alijah Billington. Además, recordaba perfectamente el inquietante comentario que había hecho el viejo haragán Seth a su compinche Luther, sobre que «él» había «vuelto». Y lo habla dicho con tanta seriedad que no cabía duda de que ambos creían que Alijah Billington podía volver, y volvería, al país de donde habla partido hacía más de un siglo para morir en Inglaterra de muerte natural.

Durante el viaje de regreso a casa apenas se fijó en las ceñudas tinieblas que se extendían por las hileras de montañas, ni en los valles sombríos, ni en las nubes tormentosas, ni en el resplandor de las aguas del Miskatonic cuando la luz se reflejaba en ellas por una grieta entre las nubes. Sus pensamientos estaban ocupados por miles de posibilidades y cientos de caminos por donde podía orientar sus investigaciones. Pero además era consciente de que, por debajo y más allá de sus preocupaciones inmediatas, crecía su convicción de que debía abandonar cualquier intento de descubrir por qué Alijah Billington era tan temido, y no sólo por los actuales habitantes de Dunwich, ignorantes y degenerados, sino por gentes, cultivadas o no, que habían vivido en tiempos de su tatarabuelo.

Al día siguiente, Dewart fue llamado a Boston por su primo Stephen Bates, a cuyas señas había consignado en Inglaterra el envío de sus pertenencias. Así, pues, durante dos días permaneció en dicha ciudad ocupado en organizar el traslado de sus cosas al caserón sito en las proximidades del Aylesbury Pike, más allá de Arkham. Durante el tercer día se dedicó a abrir paquetes y cajones y a distribuir sus diversas posesiones por la casa. Entre ellas se encontraba una serie de recomendaciones que le había dejado escritas su madre y que en última instancia provenían del propio Alijah Billington. Como consecuencia de sus recientes averiguaciones, Dewart se hallaba doblemente ansioso por releer este documento. Así, pues, cuando hubo instalado los objetos más voluminosos del cargamento recién recibido, se puso a buscarlo afanosamente, recordando que, cuando su madre se lo había dado, estaba guardado en un sobre de papel Manila que llevaba escrito el nombre de ella de puño y letra de su padre.

Al cabo de una hora de rebuscar entre diversos documentos y una completa colección de cartas, encontró el sobre de papel Manila e inmediatamente rompió el sello con que su madre lo había cerrado tras leerle las instrucciones que contenía unos quince días antes de su muerte, ocurrida hacía varios años. Al ver el papel, decidió que no era el documento original redactado por Alijah, sino una copia, efectuada probablemente por Laban cuando ya era viejo, por lo que todavía no contaría con un siglo de edad. Sin embargo, el documento estaba firmado con el nombre de Alijah, y Dewart estaba persuadido de que Laban no lo había modificado ni alterado en el menor detalle.

Se llevó al despacho un cazo de café humeante que se acababa de hacer y, mientras se lo iba bebiendo a sorbitos, se puso a leer las instrucciones. El documento no llevaba fecha, pero estaba escrito en letra firme y clara y resultaba fácil de leer.

 «Con respecto a la finca americana, o sea, la que poseo en el estado de Massachusetts, conmino a los que vengan después de mí a que la conserven en la familia, por razones que es preferible que ignoren. Aunque considero improbable que pongan rumbo nuevamente a las costas de América, si alguno lo hiciere y volviere a hollar aquella finca, yo le conjuro a que observe ciertas reglas, cuyo significado podrá encontrarse en los libros que quedan en la casa llamada Casa Billington, situada en el bosque también llamado de Billington. Las mencionadas reglas son:

»No ha de permitir que el agua deje de manar alrededor de la isla donde está la torre ni alterar la torre en ningún detalle ni implorar a las piedras.

»No ha de abrir la puerta que conduce a tiempo y lugar extraños ni invitar a El Que Acecha en el umbral ni invocar a las montañas.

»No ha de molestar a ranas ni sapos, en especial a los sapos gigantes del pantano que hay entre la casa y la torre, ni a las luciérnagas ni a los pájaros llamados chotacabras, no vaya a abandonar cerrojos y defensas.

»No ha de tocar la ventana ni intentar modificarla en su menor detalle.

»No ha de vender o enajenar la finca sin añadir al contrato una cláusula que disponga: que la isla y la torré deben dejarse como están y que la ventana no debe ser modificada, excepto para destruirla.»

En vez de firma había sido copiado el nombre «Alijah Phineas Billington».

Teniendo en cuenta lo que ya había descubierto, por fragmentario que fuera, el contenido de este breve documento presentaba un interés más que pasajero. Lo que no conseguía comprender era por qué a su tatarabuelo le preocupaban tanto la torre (que sin duda era la que él había visto e investigado), la marisma o zona pantanosa y la ventana, que probablemente era la del despacho.

Dewart levantó la vista hacia la ventana y la observó con curiosidad. ¿Por qué habría que tener tanto cuidado con ella? Desde luego tenía un dibujo interesante, formado por círculos concéntricos atravesados por rayos que salían del centro. El cristal multicolor que rodeaba la pieza redonda central hacía parecer a ésta aún más brillante, ahora que el sol daba de lleno en la ventana. Al mirarla, sufrió de repente un extraño efecto óptico, como si los círculos concéntricos se hubieran puesto a girar y las líneas radiales a vibrar y retorcerse. Entre los vidrios de distintos colores empezó a formarse como un retrato o una escena. Inmediatamente Dewart cerró los ojos fuertemente y sacudió la cabeza, luego aventuró una mirada fugaz a la ventana. No había en ella nada extraño, salvo su misma existencia. Pero la brevísima impresión que acababa de recibir había sido tan vívida que no pudo por menos de pensar que había sufrido un mareo por exceso de trabajo o por haber bebido demasiado café, o quizá por ambas cosas a la vez, pues Dewart era uno de esos individuos, no demasiado escasos por otra parte, que empiezan a dar sorbitos a un cazo lleno de café —preferentemente solo y con mucho azúcar— y poco a poco lo dejan vacío.

Dejó el documento en la mesa y llevó a la cocina el cazo del café. Al regresar, miró una vez más hacia la ventana emplomada. El crepúsculo comenzaba lentamente a invadir el gabinete de estudio, pues el sol se había empezado a ocultar tras la muralla de árboles que cerraba el horizonte de poniente y la vidriera resultaba iluminada por un resplandor dorado y cobrizo. Era muy posible —se dijo Dewart— que el juego de la luz crepuscular en los cristales le hubiera hecho ver lo que no existía. Bajó la vista y reanudó su tarea, que consistía en volver a meter la hoja de instrucciones en el sobre de papel de Manila, guardar el sobre en su sitio y seguir arreglando las cajas y los cajones de cartas y otros papeles que quedaban por sacar.

Así pasó el tiempo del crepúsculo.

Cuando terminó su aburrida tarea, apagó la lámpara que tenía encendida y a cambio encendió un farol pequeño en la cocina. Tenía intención de salir a dar un paseo, pues la noche era dulce y suave. Había como una neblina que era humo de haber quemado paja o rastrojo por la parte de Arkham y la luna creciente iba perdiendo altura por poniente. Pero al cruzar la casa para salir por la puerta principal, acertó a pasar por el despacho y la mirada se le quedó prendida en la vidriera.

Lo que vio le hizo pararse en seco. Por algún truco o efecto de la luna en los vidrios emplomados, la ventana había adquirido la apariencia de una cabeza grotescamente malformada. Dewart la contempló fascinado. Pudo distinguir los ojos, o al menos las cuencas, una especie de boca y una frente enorme en forma de cúpula, pero ahí terminaba todo parecido humano. La nebulosa silueta se desflecaba en líneas horrendas que sugerían tentáculos. Esta vez no le sirvió de nada guiñar los ojos: la imagen grotesca y terrible siguió allí. Primero el sol, ahora la luna —se dijo Dewart— y en seguida se dio cuenta de que su tatarabuelo había diseñado la ventana para que produjera ese efecto.

Pero esta rápida explicación no le acabó de satisfacer. Acercó una silla a las estanterías que había debajo de la ventana y subió de la silla a lo alto de la estantería, quedando justo enfrente de la ventana y a su misma altura. Lo que pretendía era examinarla vidrio por vidrio, pero apenas se halló en la posición descrita cuando la ventana entera pareció cobrar vida, como si la luz de la luna se hubiera convertido en una fogata de brujas y la silueta espectral estuviera animada por un poder maligno.

La ilusión cesó con la misma rapidez con que había empezado. Dewart quedó bastante turbado pero entero. El cristal central de la ventana era incoloro y transparente y a través de él contempló la luna. Bañada en su luz engañosa se alzaba, allá abajo, la fantasmal blancura de la torre rodeada de árboles altos y sombríos. De toda la casa sólo se la veía desde aquel extraño ventanal. Miró fijamente a la torre. Sin duda tendría que ir a que le examinaran la vista, pues ¿acaso no veía algo revoloteando oscuramente alrededor de la torre, no de la base que no era visible— sino de la cima cónica? Dewart meneó la cabeza. Debían ser efectos ópticos de la luna que, en combinación con vapores que tal vez se elevaban de las marismas, producían figuras y formas extrañas y desconocidas.

Sin embargo, se sentía alterado. Bajó de la estantería y caminó hasta el umbral del despacho. Allí se volvió a mirar de nuevo. En la ventana sólo se divisaba un leve resplandor, nada más. E incluso mientras lo miraba, el resplandor disminuyó perceptiblemente. Esto concordaba con el hecho de que la luna se estuviera retirando y lanzó un suspiro de alivio. Era indudable que los acontecimientos de la tarde y de la noche le habían dado motivo para hallarse tan trastornado. Las inexplicables instrucciones de su tatarabuelo — se dijo— habían contribuido a ponerle en un estado de ánimo en que interpretaba erróneamente los datos que le proporcionaban la vista y el oído.

Por fin salió a dar el paseo que se había prometido. Pero, como la luna se acababa de poner y la noche había quedado totalmente oscura, no se internó en el bosque, como pensaba, sino que se limitó a pasear por el camino que conducía a la carretera general del Aylesbury Pike. Sin embargo, se hallaba en tal estado de ánimo que no podía liberarse de la impresión de que le seguían y en varias ocasiones miró furtivamente por entre los árboles que se agolpaban a los lados del camino, intentando distinguir el bulto de un animal o el fulgor de unos ojos que delatasen su presencia. Pero no vio nada. En el cielo sin luna brillaban cada vez más fuertes las estrellas.

Por fin el camino que seguía desembocó en la carretera del Aylesbury Pike. Sorprendentemente, la vista y el sonido de los coches que pasaban a toda velocidad le resultaron tranquilizadores. Pensó que vivía demasiado solo y que cualquier día invitaría a su primo Stephen Bates a pasar un par de semanas con él. Mientras reflexionaba inmóvil junto a la carretera divisó un leve resplandor anaranjado en el horizonte, por la parte de Dunwich, y creyó oír sonidos que podrían ser lejanos gritos de terror. Pensó que quizá se había incendiado alguno desvencijados edificios de madera que tanto abundaban en los alrededores de Dunwich, y esperó hasta que el resplandor pareció disminuir de intensidad. Después se dio la vuelta y regresó a casa por el mismo camino.

Por la noche se despertó con la abrumadora sensación de estar siendo observado, si bien, en medio de todo, con cierta inexplicable benevolencia. Durmió inquieto y, cuando se despertó, se sintió cansado y desasosegado, como si no hubiera dormido y hubiera pasado gran parte de la noche en pie. Su ropa, que había dejado cuidadosamente doblada en una silla al acostarse, estaba en el más completo desorden y él no recordaba haberse levantado de noche para desarreglaría.

 Pese a no haber luz en la casa, Dewart tenía una pequeña radio de pilas que no solía usar con mucha frecuencia, rara vez para escuchar programas musicales, pero si boletines informativos, sobre todo una retransmisión matutina de noticias procedentes del Imperio británico, que satisfacía su latente nostalgia, pues se iniciaba con las conocidas campanadas del Big Ben y le traía muchos recuerdos de Londres, con sus nieblas amarillentas, antiguos edificios, extraños callejones y pasadizos llenos de colorido. Esta retransmisión iba precedida por un resumen de las principales noticias locales recogidas por la emisora de Boston y, aquella mañana, cuando Dewart puso la radio para oír su habitual programa de Londres, todavía estaba en antena el programa local. Hablaba de un crimen y Dewart lo escuchó distraído e impaciente. -…el cadáver ha sido descubierto hace una hora. En el momento de iniciarse este programa todavía no se había identificado, pero parece tratarse de un campesino. Tampoco se ha efectuado aún la autopsia, pero el cuerpo se halla tan mutilado y desgarrado que parece como si las Olas le hubieran golpeado durante horas contra los rompientes. Sin embargo, dado que el cuerpo ha sido hallado en la arena, lejos de donde llegan las olas, y que no está mojado, el crimen parece haber ocurrido en tierra. Parece como si el cuerpo hubiera sido arrojado o dejado caer desde un aeroplano. Uno de los médicos ha señalado ciertas similitudes entre este caso y una serie de crímenes cometidos hace más de un siglo en esta región.

Esta era, al parecer, la última noticia del programa local, pues inmediatamente después el locutor anunció la retransmisión desde Londres, que probablemente se efectuaba a través de Nueva York. Sin embargo, la noticia de aquel crimen local había afectado a Dewart de una forma muy singular. No era por naturaleza hombre que se dejara influir por tales cuestiones, aunque sentía cierto interés por la criminología. Pero en este caso no pudo evitar el angustioso presentimiento de que el crimen de marras iba a tener imitadores, como los tuvieron Jack el Destripador o Troppmann. Apenas prestó atención a la retransmisión de Londres. Estaba demasiado ocupado en introspeccionarse. Llegó a la conclusión de que se había vuelto mucho más sensible a los ambientes, a las atmósferas, a los acontecimientos, desde que se había instalado en América. Le gustaría saber qué había sido de aquella distante frialdad que tan suya era cuando vivía en Inglaterra.

Aquella mañana había tenido intenciones de volver a examinar las instrucciones de su tatarabuelo y, después de desayunar, sacó el sobre de papel Manila y se puso a la obra, esforzándose por encontrar algún sentido a lo que allí había escrito. Se dedicó especialmente a estudiar las «reglas» o directrices, examinando detenidamente cada una de ellas. No podía impedir «que el agua deje de manar alrededor de la isla», porque desde hacía tiempo no corría por allí riachuelo alguno. En cuanto a «alterar la torre», suponía que ya lo había hecho al quitar la piedra colocada en el techo. ¿Pero qué diablos habría querido decir Alijah al conjurarle a no «implorar a las piedras»? ¿Qué piedras? Dewart no podía imaginar más piedras que aquellas que le habían recordado a Stonehenge. Si efectivamente de ellas se trataba, ¿por qué se había figurado Alijah que alguien pudiera implorarías como si poseyeran inteligencia? No consiguió explicárselo. Quizá pudiera aclarárselo su primo Stephen Bates, si se acordaba de enseñarle el documento cuando viniera.

Siguió adelante.

¿A qué «puerta» se refería su tatarabuelo? A decir verdad, toda la frase era un completo rompecabezas. «No ha de abrir la puerta que conduce a tiempo y lugar extraños ni invitar a El Que Acecha en el umbral ni invocar a las montañas». No entendía ni una palabra. Dewart pensó que, en cierto modo, la época actual, el presente, sería un « tiempo extraño» para Alijah. ¿Acaso éste pretendía, pues, dar a entender que él, Dewart, no debía intentar descubrir los secretos del pasado? No era imposible, pero, en tal caso, ¿qué quería decir con el «lugar extraño»? Lo de «El Que Acecha en el umbral» sonaba decididamente siniestro. Era innegable: sonaba siniestro y ominoso, tanto que el sonido de tales palabras debería ir acompañado por un golpe de platillos y el profundo retumbar de un trueno. ¿Y qué umbral? ¿Y quién era El? Y, por último, ¿qué rayos podía pretender Alijah al ordenar a su heredero que no invocara «a las montañas»? Dewart se imaginó a sí mismo o a otro cualquiera de pie en el bosque invocando a las montañas. No era exactamente una imagen cómica pero tenía algo de ridículo. También tendría que enseñarle esto al primo Stephen.

Pasó a examinar la tercera regla. Desde luego que no sentía el menor deseo de molestar a ranas, luciérnagas o chotacabras. Por lo tanto no había ningún riesgo de que contraviniera las instrucciones a este respecto. Pero «no vaya a abandonar cerrojos y defensas». ¡Cielo santo! ¿Podía haber algo más desconcertante, más inconcreto, más ambiguo? ¿Qué cerrojos? ¿Qué defensas? Era indudable que su tatarabuelo escribía enigmas. ¿Pretendía entonces que su heredero se esforzara en descifrar esos enigmas? ¿Y cómo descifrarlos en tal caso? ¿Desobedeciendo las reglas y esperando a ver qué pasaba? Realmente esta solución no parecía ni prudente ni eficaz.

Volvió a dejar el papel, cada vez más disgustado. Se sentía frustrado: cada paso que daba en su investigación le conducía a nuevos descubrimientos pero también a nuevos misterios. De los datos que había recogido era imposible sacar conclusiones, salvo que aquel maldito viejo se dedicaba sin la menor duda a alguna clase de actividad que no era desde luego bien mirada por la gente de la comarca. Dewart pensó que quizá fuera contrabando, que lo realizaría probablemente remontando el curso del Miskatonic y luego el del pequeño afluente que en sus días circundaba la islita de la torre.

Durante el resto del día, Dewart se ocupó de asuntos relativos al cargamento que había desempaquetado el día anterior. Tenía que rellenar impresos, pagar facturas y comprobar que no faltaba nada. Al examinar una lista de pertenencias de su madre, escrita por ella misma y que él no había visto hasta entonces, se encontró con que uno de los objetos enumerados era un «Pap. Cartas Bishop a A. P. B.». El apellido Bishop le hizo recordar inmediatamente a la vieja que había visitado en los alrededores de Dunwich. El paquete de cartas estaba a mano y lo cogió. Tenía como rótulo la inscripción «Cartas Bishop», escrita por una mano desconocida. La caligrafía era desigual y apenas legible, pero parecía enérgica.

Abrió el paquete y sacó cuatro cartas escritas según la moda de muchas décadas atrás. No llevaban sello sino una señal que indicaba que se habla pagado el franqueo, y en su día habían estado selladas, pues aún quedaban restos de lacre. La misma mano desconocida que había escrito el rótulo exterior del paquete también había numerado las cartas, de manera que podían leerse en orden correlativo. Dewart abrió la primera de ellas con todo cuidado. No iban metidas en sobres, sino que estaban escritas en un papel grueso y resistente que, al doblarlo y sellarlo, hacía las veces del mismo. La letra era tan menuda que resultaba difícil acostumbrarse a ella. Dewart miró las cartas una a una para ver en qué año habían sido escritas, pero no lo ponía. Una vez cumplidos estos preliminares se sentó a leerlas en orden.

Nuevo Dunnich, 27 Abril

Estimado amigo:

Con respecto a temas de los que ya hemos conversado, anoche vi un ser que tenía apariencia tal como la buscábamos y alas de substancia obscura y como serpientes recorriendo Su cuerpo mas unidas a El. Le llamé al Monte y Le contuve en el círculo, mas no sin gran trabajo y esfuerzo, que talmente parecía como si el círculo no fuera lo bastante poderoso para sujetar por mucho tiempo a uno de Esos. Intenté hablar con El, pero no lo conseguí del todo, aunque si entendí de su jerigonza que venía de Kadath, la del Desierto de Hielo que está cerca de esa Meseta de Leng que se menciona en el Libro. Diversas personas presenciaron el luego que encendí en el Monte y hablaron de él y entre ellas es seguro que por lo menos uno va a procurar molestarnos: se llama Wilbur Corey y es hombre que se tiene en gran estima a sí mismo, y curioso por naturaleza. ¡Ay de él si va al Monte cuando esté yo! Pero seguro estoy que no irá. Me consumen la impaciencia y el deseo de profundizar cada vez más en esa ciencia de la que fue Maestro vuestro ilustre antepasado Rich. B., cuyo Nombre ha de quedar grabado para siempre en las piedras consagradas a Yogge Sothothe y todos los Primordiales. Celebro que os halléis de nuevo en las cercanías y espero visitaras en cuanto vuelva a disponer de mi Garañón, pues no me resigno a montar en otro. Hace pocas noches oí grandes gritos y alaridos que venían de vuestro Bosque y pensé que sin duda habíais regresado a Casa. En breve os haré una visita, si ello conviene a vuestra comodidad, y mientras tanto, Señor, me reitero vuestro humilde Servidor

Jonathan B.

Terminada la primera carta, Dewart pasó inmediatamente a la segunda.

Nuevo Dunnich, 17 Mayo

Respetado Amigo:

Vuestra nota llegó a mi poder. Lamento que mis pobres esfuerzos os hayan acarreado dificultades, así como también a nosotros y a todos cuantos servimos a Aquel Que No Debe Ser Nombrado o a los Primordiales, pero lo que ocurrió fue que ese estúpido curioso de Wilbur Corey me sorprendió en medio de las piedras mientras celebraba una Ceremonia, ante lo cual gritó que yo era un Brujo y que me denunciaría. Profundamente alterado de oírle hablar así, solté sobre El a Aquel con quien me hallaba conversando, y quedó desgarrado y ensangrentado y fue arrebatado de mi vista, llevándoselo Aquel hacia el lugar de donde venia, mas no sé si le dejaría muy lejos o muy cerca, pero sí que no se le Volverá a ver por estas partes en condiciones de contar a nadie lo que vio y oyó. Confieso que lo que vi me llenó de espanto, y tanto más cuanto que no sé qué opinan de nosotros Los de Afuera y pienso con frecuencia que sólo están medianamente agradecidos por la salida que les proporcionamos Además, temo sobremanera que pueda haber Otros esperando Ahí Afuera y tengo razón en temerlo, pues no hace mucho que cierto anochecer, habiendo alterado levemente las palabras del Libro, vi durante un breve instante, y en el lugar de costumbre, Algo verdaderamente horrible. Era un Ser enorme y su Forma cambiaba constantemente que era espantoso de ver, e iba secundado por Seres menores que tocaban unos instrumentos parecidos a flautas y la música era la más extraña que he oído en mi vida y distinta de cualquier otra música, viendo y oyendo lo cual desistí lleno de espanto, y la aparición se desvaneció al momento. Quien fuera ese Ser, yo lo ignoro y tampoco se dice en el Libro palabra que lo explique, salvo que se trata de algún Demonio de Yr o de más allá de Nhhngr, que queda en la parte más lejana de Kadath, la del Desierto de Hielo, y os ruego me deis vuestro parecer sobre este asunto, y vuestro consejo, que no quisiera resultar destruido yo mismo antes de finalizar la búsqueda. Espero poder veros sin tardanza y me reitero, Señor, vuestro obediente Servidor por el Signo de Kish.

Jonathan B.

Es evidente que entre la segunda y la tercera carta había transcurrido un lapso de tiempo considerable, pues, aunque la tercera carecía de fecha, las referencias que en ella se hacían al tiempo atmosférico indicaban que había pasado por lo menos medio año.

Nuevo Dunnich

Respetado Hermano:

Me siento vivamente apremiado a explicar lo que descubrí anoche por azar en la nieve, que eran grandes huellas pero no de pies sino más bien como de garras gigantescas. Tendrían éstas como diámetro bastante más de un pie a lo ancho y mayor longitud aún, quizá dos pies, y su apariencia era la de que los dedos estaban unidos entre sí, al menos en parte, por membranas, y todo ello resultaba de lo más misterioso y extraño. Una de tales huellas fue descubierta por Olney Bowen, que había salido al bosque a cazar pavos, y al regresar contó lo que había visto y nadie le creyó excepto yo, que le escuché sin llamar la atención, enterándome de dónde había visto la huella y yendo luego yo en persona para verla con mis propios ojos. Y cuando hube visto la primera de ellas tuve el presentimiento de que encontraría otras más en la espesura de los bosques. Subí, pues, por entre los árboles y vi otras iguales en diversas partes, tal como me lo había figurado, y donde más había era por donde las piedras, que allí había muchas, pero no divisé criatura viva en los alrededores, mas estudiando las huellas llegué a la conclusión de que pertenecían a seres alados, pues las huellas quedaban tal como si las hubieran dejado criaturas dotadas de alas. Hice la circunferencia en torno a las piedras y la prolongué para darle mayor amplitud, hasta que me topé con las huellas de un muchacho y las seguí, observando que las huellas de dicho muchacho se espaciaban entre sí como si se hubiera echado a correr, ante lo cual quedé sobrecogido y alarmado. Y razón tenía de estarlo, pues las huellas terminaban en la linde del bosque, ya en la otra vertiente del Monte, y vi en la nieve una escopeta, varias plumas de pavo y una gorra que me sirvieron para identificar a Jedediah Tyndal, de catorce años. Inquiriendo esta mañana acerca de él, me enteré de que faltaba, como yo me temía. Tras de lo cual juzgué que había debido quedar alguna clase de Grieta por donde había entrado Algo, pero no sé Quién podía ser y os ruego que, si lo sabéis, me indiquéis en qué parte del Libro vienen las palabras para hacer que se vuelva al lugar de donde procede, aunque diríase, por la cantidad de huellas, que había más de uno, y todos de buen tamaño, mas no sé si eran invisibles o no, pues nadie los ha visto, ni yo tampoco, y desearía saber en especial si es posible que sean servidores de N. o de Yogge Sothothe o de Algún Otro y sí os ha ocurrido algo parecido alguna vez. Os ruego encarecidamente que os deis prisa, no vayan a causar más daño esos Seres, que parecen bebedores de sangre como los otros y nadie es capaz de adivinar cuando van a volver a salir por la Grieta para cazar a la gente y alimentarse de ella.

Yogge Sothothe Neblod Zin

Jonathan B.

La cuarta carta era en cierto modo la más terrorífica. Las tres primeras le habían dejado helado de espanto, pero la cuarta sugería horrores intolerables, aunque no por lo que decía textualmente, sino por sus implicaciones.

N.° Dunnich, 7 Abril

Respetado y Querido Amigo:

Mientras me preparaba anoche para dormir oí a Aquél que se llegó a mi ventana, llamándome por mi Nombre y prometiéndome venir por mí. Mas me atreví a levantarme en la oscuridad y a acercarme a dicha ventana; y al mirar a través del cristal y no ver nada, la abrí y al momento olí un hedor tan insoportable a putrefacción, que caí hacia atrás. Y en esto que Algo entró por la ventana y me tocó en la cara. Era como una substancia de gelatina, escamosa en partes y tan asquerosa de tocar que casi perdí mis sentidos, quedando aturdido durante un tiempo que no sé calcular. Por fin cerré la ventana y volví al lecho, pero apenas me había metido entre las sábanas que la casa entera empezó a retemblar y descubrí que ello se debía a que la propia Tierra retemblaba como si Algo enorme caminara pesadamente por los alrededores, muy cerca de la casa. Y una vez más oí que me llamaba por mi Nombre y me hacía la misma promesa, a lo cual no di respuesta alguna mas pensé ¿qué he hecho? Primero se presentaron las criaturas aladas de N., salidas de la grieta que había quedado por culpa de haber usado incorrectamente las palabras del Árabe, y ahora aparece este Ser, del cual no tenía conocimiento, salvo que sea ese Caminante de los Vientos al que otros conocen por Nombres diversos, a saber: Windeego, Ithaka o Loegar, a quien jamás he visto y acaso no vea jamás. Me encuentro muy trastornado de espíritu, pues temo que cuando implore a las piedras e invoque a los Montes, no sea N. el que acuda, ni tampoco C., sino este otro que pronunciaba mi Nombre con acentos que no son de este Mundo. Y si esto llegare a suceder, os imploro que vengáis, aun de noche, y cerréis el portal, no vayan a entrar otros que no deben andar entre los hombres, pues la malignidad de los Grandes Primordiales es excesiva para seres como nosotros, pues ni aun los Dioses Ancestrales los destruyeron, sino que los aprisionaron en esos espacios y en esas profundidades que pueden alcanzarse mediante el uso de las piedras cuando llega el tiempo en que la Luna y las Estrellas se sitúan en posición. Creo que me encuentro en Peligro Mortal y celebrara que no fuera así, pero he oído mi Nombre llamado en la Noche por un Ser que no es de este Mundo y temo con fundamento que mi hora ha llegado. No leí vuestra carta con suficiente cuidado, pues interpreté incorrectamente vuestras palabras cuando decíais: «No invoques a Ninguno que a su vez pueda llamar algún poder contra ti, que con él no sirvan de nada tus más poderosos Artificios. Llama siempre a los menores, no vayan a querer los Mayores dar Respuesta y manden más que tú. »Pero si he cometido error en esta Causa, os ruego encarecidamente que lo remediéis si es tiempo. Vuestro Obediente Servidor en el servicio de N.

Jonathan B.

 

Dewart permaneció largo rato contemplando estas cartas. Ya no le cabía duda de que su tatarabuelo había estado mezclado en asuntos diabólicos, en los que había iniciado a Jonathan Bishop de Dunwich, aunque sin proporcionarle una información adecuada. La índole del asunto escapaba al entendimiento de Dewart, pero de momento parecía relacionado con brujería y nigromancia. Sin embargo, lo que sugerían aquellas cartas era tan terrible y a la vez tan increíble, que casi se inclinaba a suponer que formaban parte de algún engaño bien urdido. Había un medio de descubrirlo, aunque bastante tedioso. La biblioteca de la Universidad del Miskatonic estaría todavía abierta y allí podía consultar los tomos encuadernados de los semanarios de Arkham y ver si se mencionaban los nombres de personas desaparecidas o muertas en circunstancias extrañas entre 1790 y 1815, intervalo que cubriría adecuadamente el período que le interesaba.

No le apetecía nada ir. Por una parte, aún no había terminado de ordenar las cosas que se habla traído, y, por otra, le aburría volver otra vez a rebuscar en las viejas colecciones de revistas. Sin embargo, éstas eran de pequeño formato y cada número tenía pocas páginas, por lo que no le llevarla demasiado tiempo examinarlas. Así, pues, se puso en marcha con la intención de trabajar durante la hora de cenar y aun después si le era posible.

Cuando terminó su tarea era ya muy tarde.

En el tomo correspondiente a 1807 había encontrado no sólo lo que buscaba, sino mucho más. Con los labios apretados de horror, redactó una lista exacta de cuanto acababa de descubrir y, en cuanto llegó de regreso a la casa del bosque, se sentó a intentar asimilar y analizar los hechos.

La primera desaparición registrada había sido la de Wilbur Corey. Luego seguía la del muchacho Jedediah Tyndal. A continuación se mencionaban cuatro o cinco desapariciones más, bastante distanciadas entre si, y por último ¡la del propio Jonathan Bishop! Pero los descubrimientos que acababa de hacer Dewart no se limitaban a esta serie de desapariciones. Antes incluso de que desapareciera Bishop, habían sido encontrados Corey y Tyndal, uno de ellos cerca de New Plymouth y el otro en los alrededores de Kingsport. El cuerpo de Corey se hallaba muy desgarrado y mutilado, y en cambio el de Tyndal apenas tenía ninguna señal. Ambos, desde luego, estaban muertos, pero desde hacía poco tiempo. ¡Y, sin embargo, sus restos no se habían encontrado sino varios meses después de haberse registrado su desaparición! Estos hallazgos proporcionaban una horrible consistencia a las cartas de Bishop. No obstante los datos recién descubiertos, el conjunto de los hechos carecía aún de estructura íntima y su significado seguía tan inaccesible como antes.

Dewart se acordaba cada vez más de su primo Stephen Bates, que era un erudito y una verdadera autoridad en lo referente a la historia de los orígenes de Massachusetts. Más aún, habla profundizado en muchos puntos hasta entonces oscuros y era posible que su ayuda resultara a Dewart de gran utilidad. Sin embargo, al mismo tiempo, Dewart tenía la sensación de que debía obrar con cautela, de que debía moverse con sumo cuidado, tomándose todo el tiempo que necesitara para llevar a cabo su investigación a solas, sin despertar la curiosidad de nadie más. En cuanto fue consciente de esta sensación, empezó a preguntarse por qué la tenía; pensó que no había razón para actuar en secreto, y, sin embargo, apenas había comenzado a formularse tan razonables argumentos cuando, sin saber cómo ni por qué, volvió a sentirse tercamente apegado a la convicción de que debía mantener sus investigaciones en secreto y buscarse un motivo plausible que justificase su interés por el pasado. No fue difícil de encontrar, pues siempre había tenido un gran interés por las antigüedades y la arquitectura.

Guardó las notas recién tomadas en la biblioteca de la Universidad junto con el paquete que contenía las cartas de Bishop y aquella noche se fue a la cama perdido en fantasías y elucubraciones, ansioso por encontrar explicaciones a los hechos dispares y enigmáticos que acababa de averiguar.

Quizá esta preocupación con cosas sucedidas hacía un siglo fue la causa de los sueños que tuvo aquella noche. Nunca había soñado con nada parecido. Soñó con enormes aves que luchaban y desgarraban, con aves que tenían un aspecto humano horriblemente distorsionado; soñó con bestias monstruosas y también soñó que él mismo desempeñaba un extraño papel. En aquellos sueños se vio como un acólito o un sacerdote. Iba ataviado con extraños ropajes y fue caminando de la casa al bosque, contorneó el pantano de los sapos y las luciérnagas y llegó a la torre de piedra. Tanto de ésta como de la ventana del despacho surgían destellos luminosos que parecían señales. Luego penetró en el círculo druídico de piedras y permaneció a la sombra de la torre, mirando hacia la abertura que él mismo había practicado, y entonces comenzó una invocación en un idioma que parecía una horrible caricatura del latín. Por tres veces recitó una fórmula y también dibujó ciertas figuras en la arena. Y, de pronto, un ser espantoso y horrible se precipitó desde las alturas con gran estruendo, como derramándose dentro de la torre por la abertura del techo y llenando su interior hasta rebosar por la puerta, de la que salió apartando a Dewart de un empujón y exigiéndole un sacrificio con palabras soeces y viles. Dewart huyó al círculo de piedras y envió al terrible visitante hacia Dunwich, en cuya dirección partió, como un gigantesco pulpo de contornos fluidos, pasando entre los árboles como viento, derramándose por la tierra como agua, cambiando de forma y volviéndose invisible a voluntad. Soñó que él permanecía inmóvil junto a la torre, escuchando entre las sombras, y que no tardaron en llegar hasta él gritos y alaridos que entonces se le antojaron agradables de oír. Por fin regresó el ser, portando entre sus tentáculos a la víctima del sacrificio, y volvió a partir por donde había venido, a través de la torre. Todo quedó en calma y también él regresó por el camino que había seguido al venir y se acostó de nuevo en la cama.

Así pasó aquella noche Dewart. Como si los sueños le hubieran dejado agotado, se despertó mucho más tarde que de costumbre. Al ver la hora que era, se levantó de un salto, para dejarse caer de nuevo en la cama a continuación, pues los pies le dolían terriblemente. Como no solían dolerle, se inclinó con curiosidad para examinarlos y descubrió que tenía las plantas laceradas e hinchadas y los tobillos desgarrados como si hubiera andado descalzo por entre zarzas y espinos. Estaba atónito y, sin embargo, tenía la sensación de que no debía estarlo. Cuando volvió a intentar ponerse en pie, observó que le era más fácil que antes, pues ahora esperaba que le iba a doler y en realidad lo que le había sobresaltado al levantarse era el hecho mismo del dolor, no su intensidad.

Consiguió ponerse los calcetines y los zapatos con ciertas dificultades y, con los pies así protegidos, observó que podía andar sin demasiadas molestias. Pero ¿cómo se había producido aquellas heridas? En seguida se dijo que debía haberse levantado sonámbulo, lo cual resultaba bastante sorprendente pues rara vez anteriormente le había ocurrido una cosa así. Además, suponiendo que hubiera andado en sueños, tendría que haber salido de la casa y caminado por el bosque para producirse unos arañazos y unas magulladuras tan fáciles de identificar. Poco a poco fue recordando lo que había soñado, pero sin ninguna claridad; sólo sabía que tenía algo que ver con la torre; conque terminó de vestirse y salió al campo para buscar alguna señal de que hubiera caminado por allí.

Al principio no encontró ninguna. Pero al llegar a las proximidades de la torre, en la arena pedregosa que rodeaba el círculo de ruinosos megalitos, descubrió la huella de un pie desnudo que sin duda era suyo. Siguió el rastro, que era muy leve, hasta el interior de la torre, donde encendió una cerilla para ver mejor.

A su escasa luz, vio algo más.

Encendió otra y Volvió a mirar: su mente, convertida en caos súbito de alarma y confusión. Lo que había visto era una mancha al pie de la escalera, mancha que se extendía en parte por los primeros peldaños de piedra y en parte por el suelo de arena, roja, llamativa, inconfundible. Antes de tocarla cautelosamente con el dedo, ya sabía que era sangre.

Dewart se quedó mirándola sin prestar atención a las huellas de pies desnudos que le rodeaban, sin darse cuenta de que la cerilla se consumía hasta que le quemó la llama y la tiró. Quiso encender otra, pero no se atrevió. Salió tembloroso de la torre y se quedó apoyado contra el muro, al cálido sol de la mañana. Intentó poner orden en sus pensamientos. Era evidente que había excavado demasiado profundamente en el pasado y que su imaginación había recibido demasiados estímulos malsanos. Después de todo, la torre estaba abierta; era posible que un conejo u otro animal parecido se hubiera refugiado en su interior y que allí hubiera sido atacado por una comadreja en combate mortal; también era posible que un búho, introducido por la abertura del techo; hubiera capturado una rata u otro animalillo de análogas proporciones, aunque se vio obligado a admitir que la mancha de sangre parecía demasiado grande para que esta explicación resultara convincente, y además no se veían señales de combate, como jirones de piel, plumas o pelos arrancados, que sustanciaran esta hipótesis.

Al cabo de un ratito volvió a entrar resueltamente en la torre y encendió otra cerilla. Buscó alguna prueba que corroborara su teoría. No halló ninguna. No había señales de lucha que apuntaran hacia una de aquellas tragedias vulgares de la naturaleza. Sin embargo, tampoco había pruebas que apuntaran hacia cualquier otra explicación. Lo único que había era una mancha, que parecía de sangre, en un sitio donde no debía estar. Dewart intentó reflexionar con calma, sin dejarse influir por el recuerdo del horrible sueño que había tenido aquella noche, recuerdo que había despertado en su memoria instantáneamente y por completo en cuanto se dio cuenta de que en la torre había sangre. Era innegable que aquel charco podía haber sido producido por sangre caída al pasar y desde una pequeña altura. Dewart tuvo que reconocerlo con disgusto, puesto que, una vez admitido, no le quedaba más remedio que admitir también que no era capaz de explicar ni esto ni su sueño, como tampoco un creciente número de incidentes leves pero demasiado extraños que le venían ocurriendo cada vez con más regularidad.

Volvió a salir al exterior y se alejó de la torre. Atravesó el bosque, bordeó el pantano y regresó a la casa. Miró las sábanas de su cama y vio que estaban manchadas de la sangre seca de sus tobillos. Casi deseó haberse producido heridas lo bastante graves para justificar el charco de la torre, pero ni con la mejor voluntad del mundo era posible explicarlo así. Cambió las sábanas y luego, prosaicamente, se puso a hacer el café. Seguía pensativo, pero sobre todo porque se daba cuenta por primera vez de que en él había dos tendencias diametralmente opuestas, como si tuviera dos personalidades o se le hubiera escindido la suya anterior. ¡Qué buen momento — pensó—, para que viniera su primo Stephen Bates, u otro cualquiera, para aliviar su soledad durante algunos días por lo menos! Pero apenas había llegado a esta conclusión, comenzó a combatirla con un ardor extraordinario que era completamente ajeno a su naturaleza.

Por fin decidió seguir ordenando sus cosas, pero absteniéndose de leer cualquier documento o carta que pudiera estimarle la imaginación y provocarle otra noche de pesadillas. A media tarde habla recobrado su habitual joie de vivre y se sentía inserto una vez más en la rutina cotidiana. Hizo una pausa para descansar y puso la radio para oír un poco de música. Pero lo que retransmitían era un boletín de noticias. Lo escuchó con escaso interés. Un portavoz francés había delineado su concepto de lo que debía hacerse con el Sarre y un estadista británico le habla contestado con una declaración maravillosamente ambigua. Habla rumores de hambre en Rusia y China, pero esto — pensó Dewart— sucedía periódicamente. El gobernador de Massachusetts estaba enfermo. Según una información telefónica recibida de Arkham… De pronto, Dewart se puso a escuchar con toda atención.

«Aunque hasta el momento no nos ha sido posible confirmar la noticia, nos informan desde Arkham de que se ha producido una desaparición. Un habitante de Dunwich ha denunciado que Jason Osborn, granjero de mediana edad que residía en dicha comarca, ha desaparecido durante la noche. Según rumores locales, los vecinos oyeron grandes ruidos nocturnos que nadie ha sido capaz de explicar. Mr. Osborn no era rico, vivía solo y la hipótesis de que haya sido secuestrado no parece sólida.»

A Dewart aquella coincidencia le rechinó en algún lugar de la mente, produciéndole tal pánico que saltó literalmente del diván donde descansaba y se precipitó a apagar la radio. Luego, de modo casi instintivo, se sentó a la mesa y escribió una carta frenética a Stephen Bates, explicándole que necesitaba su compañía y rogándole que viniera a verle costara lo que costara. En cuanto terminó de escribirla, salió para echarla al correo, pero a cada paso que daba sentía impulsos de no hacerlo, de reflexionar sin prisas, de estudiar la situación con calma.

Le costó un gran esfuerzo físico y mental conducir hasta Arkham y depositar la carta en la oficina de correos, de donde ya no la podía recuperar. A su paso por las calles de la ciudad, los viejos tejados puntiagudos y las antiguas contraventanas de madera parecieron saludarle con cierta camaradería espectral.

II. Manuscrito de Stephen Bates

Apremiado por la urgente llamada de mi primo Ambrose Dewart, llegué a la antigua casa de Billington cuando aún no había transcurrido una semana desde que recibí su carta. Poco después de mi llegada ocurrió una serie de sucesos que comenzaron del modo más prosaico, pero que culminaron en las circunstancias que me hacen redactar esta singular narración, que ha de añadirse a las notas diversas escritas de puño y letra por Ambrose y los datos fragmentarios recogidos por él.

He dicho que los acontecimientos comenzaron de modo prosaico, pero esto no es absolutamente exacto. Más bien resultaron prosaicos en comparación con los que ocurrieron después en la casa del Bosque de Billington y en sus alrededores. Aunque puedan parecer anecdóticos o que no guardan relación entre si, todos ellos formaban parte esencial de un mismo esquema, independientemente de tiempo, espacio y lugar, como pronto iba a tener ocasión de descubrir. Desgraciadamente, cuando llegué las cosas no estaban tan claras. En cambio, sí observé desde el principio que mi primo presentaba ciertos síntomas de esquizofrenia primaria, o al menos de algo que yo entonces tomé por esquizofrenia y ahora me parece una cosa distinta y mucho más terrible.

Esta doble personalidad de Ambrose dificultó notablemente mi tarea, pues a veces presentaba su faceta amistosa y colaboraba sinceramente conmigo y, otras, se encerraba en una hostilidad velada y taciturna. Esto se hizo patente desde un principio; el que me había escrito aquella carta frenética era un hombre que pedía sinceramente y necesitaba ayuda para resolver un problema en el que se hallaba inexplicablemente envuelto; pero el hombre que me estaba esperando en Arkham como respuesta al telegrama con que anuncié mi llegada era frío, cauto y muy contenido; quitaba importancia al problema que le había hecho llamarme y desde el primer momento quiso limitar mi visita a quince días como mucho, y si eran menos, mejor. Se mostró cortés e incluso afable, pero en él había una extraña reticencia y una lejanía que no concordaban con el tono angustiado y urgente de la nota que me había enviado.

—Cuando recibí tu telegrama me di cuenta de que no te había llegado mi segunda carta — dijo al saludarme en la estación de Arkham.

—Si me enviaste otra, no la recibí.

Se encogió de hombros y, como único comentario, dijo que la había escrito para tranquilizarme con respecto a su carta anterior. Y desde este momento dio a entender que ya había resuelto sus problemas sin mi ayuda. Se alegraba mucho de verme, sin embargo, pero la urgencia manifestada en su carta ya no tenía ninguna razón de ser.

Instintivamente no pude evitar la sensación de que lo que me decía no era del todo cierto; quizá él se lo creyera de verdad, pero ni siquiera de esto podía estar completamente seguro. Sólo le dije que me alegraba de que el problema que le había instado a escribirme ya no le resultara tan urgente. Mis palabras parecieron satisfacerle. Le vi que se relajaba y parecía más tranquilo. Inmediatamente se puso a charlar sobre las características de la zona del Aylesbury Pike y me dejó sorprendido porque no me figuraba que en el poco tiempo que llevaba en Massachusetts hubiera aprendido tantas cosas de la historia pasada o inmediata de la región, región además que se distinguía por ser bastante más antigua que muchas otras de las primeras zonas habitadas de Nueva Inglaterra y que contaba con ciudades como Arkham, llena de magia y misterio, que atraía a los estudiosos de la arquitectura por sus típicos tejados puntiagudos y portales con montantes semicirculares, anteriores incluso a las casas de estilo georgiano o neoclásico, también muy hermosas, que flanqueaban sus callejas umbrías y recoletas. Pero también es una región donde existen perdidos valles de desolación, decadencia y olvido, como el de Dunwich, y ciudades malditas, como el puerto de Innsmouth; región — en pocas palabras— de la que siempre se han filtrado extraños rumores, nunca sofocados por completo, sobre crímenes y desapariciones incomprensibles, renacimiento de cultos esotéricos y manifestaciones aún más terribles de degradación que siempre se han preferido ignorar, en vez de investigarías, por miedo a descubrir cosas que más vale mantener ocultas.

Así llegamos, por fin, a la casa y la encontré tan bien conservada como la última vez que la había visto, hacía unos veinte años, y en realidad igual que siempre, según yo la recordaba y mi madre antes que yo, pues es una casa donde los estragos del tiempo y el abandono se notan mucho menos que en otras más modernas y mejor atendidas. Además, Ambrose la había restaurado y vuelto a amueblar en parte, aunque por fuera se había limitado a pintar la fachada, que erguía como siempre su dignidad de siglos pretéritos, con sus cuatro altos pilares empotrados y su puerta central enmarcada por motivos arquitectónicos de singular perfección. El interior concordaba perfectamente con el exterior de la casa; los gustos personales de Ambrose no le habían permitido introducir innovaciones que alterasen la armonía del conjunto, y los resultados obtenidos eran, como esperaba, dignos de encomio.

Por doquier observé pruebas evidentes del interés que sentía mi primo por temas que apenas me había mencionado cuando me visitara hacía algún tiempo en Boston, sobre todo por investigaciones genealógicas, como hacían patente los papeles amarillentos que tenía en la mesa del gabinete de estudio y los viejos tomos que había sacado de las sobrecargadas estanterías para consultarlos.

Al entrar en el gabinete observé el segundo de aquellos hechos curiosos que más tarde tanto iban a resaltar a la luz de mis ulteriores descubrimientos. Lo que observé fue que Ambrose echó una mirada involuntaria, mezcla de esperanza y ansiedad, a la ventana emplomada que hay en la pared de dicha habitación. Cuando apartó la vista de ella, volví a captar en su expresión dos emociones contrapuestas: decepción y alivio. El efecto resultante era extraordinario, casi fantástico. Nada dije, sin embargo, pues pensé que, por muy largo que fuera el ciclo — veinticuatro horas, una semana o incluso más—-, llegaría un momento en que Ambrose volvería a encontrarse en el mismo estado de conciencia que le había impulsado a pedirme ayuda.

Ese momento llegó antes de lo que yo creía.

Después de cenar estuvimos charlando de temas banales y observé que Ambrose debía estar muy cansado, pues era evidente que le costaba esfuerzo mantenerse despierto. Pretextando cansancio yo mismo, le liberé de sus obligaciones marchándome a mi cuarto, que él me había mostrado al poco de llegar. Sin embargo, yo no estaba cansado ni muchísimo menos, de modo que en vez de acostarme me quedé leyendo durante un rato. Apagué la luz cuando me di cuenta de que la novela que me había traído no me interesaba demasiado. Era más temprano de lo que pensaba, pues no había logrado acostumbrarme a la pobre iluminación con que mi primo se veía obligado a conformarse. Creo que debía ser cerca de la medianoche. Me desnudé en la oscuridad, que no era excesiva, pues la luna caía de lleno en un rincón y su resplandor iluminaba tenuemente toda la habitación.

Me había desvestido parcialmente cuando me sobresalté al oír un grito. Sabía que mi primo y yo estábamos solos en casa y que él no esperaba a nadie más. Al instante me di cuenta de que, como yo no habla gritado, o era mi primo el que lo había hecho, o no; y si no era mi primo el que había gritado, entonces era un intruso. Sin vacilar, salí de mi cuarto y corrí al vestíbulo. Vi una figura vestida de blanco que bajaba por las escaleras y me lancé tras ella.

En este momento volvió a oírse el grito, y esta vez lo percibí con toda claridad. Era un grito extraño, fuerte y sin sentido: « ¡Iä! Shub-Niggurat. ¡Iä! ¡Nyarlathotep!» Y reconocí la voz y al que gritaba; era mi primo Ambrose, que se hallaba evidentemente en estado de sonambulismo. Le cogí suavemente, pero con firmeza, por el brazo, con intención de llevarle de nuevo hasta la cama, pero él se resistió con inesperada energía. Le solté y le seguí; pero cuando vi que pretendía salir en plena noche al campo, volví a agarrarle del brazo e intenté hacerle regresar. De nuevo se resistió, y con mucha fuerza, tanta que parecía imposible que no se despertara, pues yo forcejeé con él y, por fin, con grandes esfuerzos, conseguí hacerle volver y le guié por las escaleras hasta su habitación, donde se metió en la cama con bastante docilidad.

Yo estaba a la vez divertido y algo preocupado. Me quedé un ratito sentado junto a su cama, que se hallaba en el que había sido dormitorio de nuestro común tatarabuelo Alijah, de infausto recuerdo, por si mi primo volvía a levantarse. Me encontraba justo delante de la ventana y de vez en cuando miraba por ella al exterior, recibiendo la curiosa impresión de que a intervalos regulares se veía un resplandor, como de una luz escondida, en el techo cónico de la vieja torre de piedra que existe en la finca, directamente enfrente de este muro de la casa. No logré, sin embargo, desechar completamente la posibilidad de que aquel fenómeno obedeciera a algún efecto extraño de la luz lunar o a alguna propiedad especial de las piedras de la torre, pero lo estuve observando durante un buen rato.

Por fin salí de la habitación de mi primo. No tenía ni pizca de sueño, pues esta pequeña aventura de Ambrose me había desvelado aún más. Dejé entreabierta la puerta de mi habitación, que comunicaba con el rellano donde se abría la de él, por si mi primo volvía a levantarse en sueños. Pero no se levantó; lo que hizo fue hablar y removerse inquieto, y cuando quise darme cuenta estaba escuchando lo que decía. Sus palabras de nuevo carecían de sentido para mí, pero me sentí impelido a apuntarlas. Me coloqué de forma que la luz de la luna me iluminara y no fuera necesario encender la lámpara. Gran parte de lo que decía era absolutamente incoherente; no podían distinguirse ni siquiera palabras, pero de vez en cuando pronunciaba frases comprensibles — comprensibles en el sentido de que eran frases—, aunque con una voz altisonante y forzada que no parecía suya. En total pronunció siete de estas frases, cada una de ellas tras un intervalo como de cinco minutos durante los cuales mi primo daba vueltas en la cama, muy agitado, y farfullaba sonidos ininteligibles; Las anoté lo mejor que pude y más adelante las redacté correctamente para darles mayor claridad. Estas fueron, y en el mismo orden, las frases que pronunció mi primo Ambrose en sueños, interrumpidas, como he dicho, por intervalos de murmullos incomprensibles:

«Para invocar a Yogge Sothothe habrás de esperar a que el sol penetre en la quinta mansión, con Saturno en trino; luego has de trazar el pentáculo de fuego, recitando el noveno verso tres veces; y, repitiéndolo todos los años cuando la Noche del árbol de Mayo y en la de Difuntos, harás que el Ser se engendre en los Espacios Exteriores, más allá de la puerta que custodia Yogge Sothothe.»

………

«El posee todo conocimiento; él sabe por dónde vinieron los Primordiales de pasadas eternidades y él sabe por dónde vendrán una vez más.»

………

«Pasado, presente, futuro: todo es uno en él.»

………

«El acusado Billington afirmó que él ni producía ni ocasionaba ruido alguno, lo cual provocó murmullos y risas que, afortunadamente para él, sólo él oyó.»

………

« ¡Ah, ah! ¡El olor! ¡El olor! ¡Aï! ¡Aï! Nyarlathotep. »

………

 «No está muerto el que reposa en la eternidad, pues cuando llegue el tiempo hasta la muerte morirá.»

………

«Reposa en su casa de R’lyeh — en su gran palacio de R’lyeh—, pero no muerto, sino dormido.»

Este extraordinario galimatías fue sucedido por un profundo silencio. La respiración de mi primo se volvió acompasada y comprendí que por fin se había sumido en un sueño tranquilo y natural.

Como puede verse, las primeras horas que pasé en la Casa Billington ya contuvieron una amplia variedad de impresiones contradictorias. Pero iban a continuar. Apenas terminé de redactar las notas que acabo de transcribir, y tras dejar mi puerta abierta y la suya sin cerrar, me fui a la cama y pronto me dormí. Pero en seguida me despertó el estruendo de un portazo y al abrir los ojos vi a Ambrose de pie junto a mi cama, con una mano extendida hacia mí como para sacudirme.

¡Ambrose! — grité—. ¿Qué sucede?

Mi primo estaba temblando literalmente y casi no podía ni hablar.

— ¿Oyes? — preguntó con voz trémula.

¿Que si oigo qué?

¡Escucha!

Obedecí.

—— ¿Qué oyes?

— El viento en los árboles.

Lanzó una amarga carcajada.

— -«El viento gime con Sus voces; la tierra murmura con Su inteligencia.» ¡Conque el viento! ¿Crees que sólo es el viento?

— Sólo es el viento — repetí con firmeza—. ¿Has tenido una pesadilla, Ambrose?

— ¡No, no! —Contestó con la voz rota—. Esta noche, no. Estaba empezando, pero se interrumpió. Algo la interrumpió y me alegré.

Yo sabía lo que había interrumpido su pesadilla y me sentí complacido, pero no dije nada.

Se sentó en el borde de la cama y me puso la mano afectuosamente en el hombro.

—Stephen, me alegro de que estés aquí. Si en algún momento te digo algo que no concuerde con esta alegría que siento, te suplico que no me hagas caso. A veces me parece que no soy yo.

—Has trabajado demasiado.

—Quizá — levantó la cara y, al vago resplandor de la luna, noté que las facciones se le habían vuelto a poner rígidas—. No, no — dijo—; no es el viento en los árboles, ni tampoco los vientos interestelares. Viene de más lejos aún, Stephen, del Exterior… ¿Cómo, no lo oyes?

—No oigo nada—dije con suavidad— y tal vez si pudieras dormirte tú tampoco oirías nada.

—El sueño no tiene nada que ver — contestó enigmáticamente en un susurro, como si temiera ser oído por alguien más—. Dormir es peor.

Me bajé de la cama, fui hasta la ventana y la abrí.

—Ven y escucha, pues — dije.

Vino a mi lado y se apoyó contra el marco de la ventana.

—El viento en los árboles— dije—.., nada más.

Suspiró.

—Mañana te contaré…, si puedo.

—Cuéntamelo cuando quieras. Pero ¿por qué no ahora que te sientes así?

— ¿Ahora? —Lanzó por encima de su hombro una mirada fugaz, llena de implicaciones—. ¿Ahora? — repitió de nuevo con voz ronca. Y a continuación—: ¿Qué hizo Alijah en la torre? ¿Cómo imploraba a las piedras? ¿Qué es lo que hizo venir de las montañas o del cielo? Yo no lo sé. ¿Y quién es el que acecha y en qué umbral?—al agotarse este singular torrente de preguntas desconcertantes, me miró inquisitivamente a los ojos en la semioscuridad y, moviendo tristemente la cabeza, añadió— No lo sabes. Nadie lo sabe. Pero aquí está pasando algo y por Dios que temo haberlo provocado yo, aunque no sé cómo ni por qué.

Con estas palabras se volvió bruscamente y, deseándome buenas noches, se retiró a su cuarto y cerró la puerta tras él.

Durante unos momentos permanecí helado de asombro ante la ventana abierta. ¿Era realmente del viento, y sólo del viento, la voz que llegaba de los bosques? ¿O había algo más? El extraño comportamiento de mi primo me había dejado confuso y agitado, casi dudando de mis propios sentidos. Y de repente, mientras permanecía sintiendo el frescor del viento en el cuerpo, fui consciente, con un a sensación creciente de opresión, abrumado por una desesperación infinita, de una presencia horriblemente impura, de una malignidad negra, y ardiente que infiltraba la casa y los bosques que la rodeaban, de algo corrompido y nauseabundo perteneciente a los más profundos abismos del alma humana.

Aquello no era puramente imaginario; era una cosa tangible, pues sentí el frescor del aire que entraba por la ventana como en contraste físico con aquella sensación. Un aura de malignidad, terror y repugnancia flotaba en la habitación, como una nube; la sentía rezumar de las paredes como una niebla invisible. Me alejé de la ventana y salí al vestíbulo; allí era igual. Bajé las escaleras a tientas y me encontré lo mismo: toda la casa emitía como una vibración maligna y densa que, sin duda, era lo que había afectado a mi primo. Tuve que hacer un gran esfuerzo para arrojar de mí toda la opresión y desesperanza que sentía, para rechazar el terror que emanaba de las paredes y amenazaba con infiltrarse en mí; tuve que luchar contra algo invisible que tenía el doble de fuerza que cualquier contrincante físico. Al volver a mi habitación me di cuenta de que me daba miedo dormirme, pues en sueños podía ser víctima de aquella insidiosa penetración que pugnaba por infectar todo cuanto encontraba a su alcance, como ya había invadido todo este antiguo caserón y a su nuevo habitante, mi primo Ambrose.

Permanecí, pues, en un estado intermedio entre la vigilia y el sueño, dormitando, relajado, pero alerta. Al cabo, tal vez, de una hora, la sensación de malignidad vibrante, peligro pavoroso y repugnancia casi física se desvaneció tan súbitamente como se había presentado. Pero para entonces me encontraba cómodo y descansado y no hice ningún intento de dormirme más profundamente. Me levanté al alba, me vestí y bajé a la planta baja. Ambrose no se había levantado todavía, lo cual me proporcionó la oportunidad de examinar algunos de los papeles que había en el gabinete.

Los había de varias clases, aunque ninguno era de índole privada ni tampoco había cartas personales de Ambrose. Varios de ellos parecían copias de noticias periodísticas referentes a diversos hechos curiosos y en especial a ciertos asuntos relacionados con Alijah Billington.

También había un manuscrito, lleno de anotaciones añadidas, donde se relataba algo que había sucedido, cuando América era joven, a un protagonista allí identificado como «Richard Bellingham o Bollinhan», pero que, según las notas de mi primo, no era otro que «R. Billington». Asimismo vi varios recortes recientes de prensa relativos a dos desapariciones que habían ocurrido en la zona de Dunwich y de las cuales yo me había enterado someramente por los periódicos de Boston antes de venir a Arkhan. Apenas tuve tiempo de echar una ojeada a esta extraordinaria documentación, pues en seguida oí que mi primo se había levantado. Dejé los papeles y me quedé aguardándole allí.

Tenía mis razones para esperarle en aquella habitación pues deseaba observar su reacción ante la vidriera. En efecto, como suponía, volvió a lanzarle una mirada fugaz e Involuntaria cuando entró en el gabinete. Sin embargo, no fui capaz de distinguir si aquella mañana Ambrose era el hombre que me había ido a recoger a la estación de Arkham o aquel otro, mucho más parecido a mi primo, que había charlado conmigo por la noche en mi habitación.

— Veo que ya estás levantado, Stephen. En seguida preparo café y tostadas. Por algún sitio tiene que haber un periódico reciente. Me lo mandan por correo desde Arkham, pero ya sabes cómo funcionan estas cosas en el campo. Yo a la ciudad no voy mucho y tampoco es cosa de pagar a un chico para que me lo traiga en bicicleta. Y eso suponiendo que… — se cortó en seco.

— ¿Suponiendo qué? — pregunté directamente.

— Suponiendo que quisiera venir hasta aquí. Lo digo por la fama que tienen estos bosques y la casa.

— ¡Ah, sí!

— ¿Sabes algo de ello?

— Algo he oído.

Se quedó mirándome durante un momento y me di cuenta de que debía estar otra vez perdido en un dilema. Parecía como si tuviera muchas ganas de contarme algo, pero, por otra parte, no se atreviera. Por fin dio media vuelta y salió del gabinete.

No me interesaba el periódico reciente — que resultó ser de hacía dos días— ni, de momento, los restantes documentos y papeles que había en la habitación. Lo que me interesaba era la vidriera. Por alguna razón que yo ignoraba, esta vidriera a mi primo le producía miedo y placer; o, mejor dicho, según yo veía las cosas, una parte de él la temía y otra parecía gozar de ella. No era en absoluto ilógico suponer que la parte de mi primo Ambrose que temía a la ventana coincidía con la que se había manifestado en mi cuarto aquella misma noche, y la otra con la que le había impulsado a levantarse en sueños inmediatamente antes. Examiné la ventana desde diversos ángulos. El dibujo de la vidriera consistía en círculos concéntricos y líneas radiales que delimitaban zonas de diversos colores, todos ellos en tonos pastel, excepto el círculo central, que parecía de cristal corriente. Era una vidriera bellísima, única. Yo jamás había visto ni sabía que existiera nada parecido en ninguna catedral europea o americana, no sólo por el diseño, sino por el colorido. A diferencia de las vidrieras de Europa o América, en ésta los colores parecían fundirse entre sí con una singular armonía, de tal manera que, a pesar de estar compuesta por cristales de colores diferentes — varios azules distintos, amarillo, verde y violeta—, el conjunto parecía variar gradualmente desde tonos muy claros, en el círculo más periférico, hasta muy oscuros, casi negros, en la zona que rodeaba al «ojo» central de cristal incoloro. En realidad parecía como si el color hubiera sido progresivamente aclarado desde el centro hacia la periferia o progresivamente oscurecido en sentido inverso, y los distintos tonos cromáticos estaban tan bien combinados que, al mirarlos atentamente, producían la invariable sensación de que los círculos giraban mientras el color fluía y refluía como un oleaje concéntrico.

Pero esto no era, desde luego, lo que había perturbado a mi primo. Ambrose no habría tardado más que yo en darse cuenta de que se trataba de un simple efecto óptico. Para que los círculos comenzaran su aparente movimiento de rotación bastaba con mirarlos durante algún tiempo. Quien concibió y realizó aquella vidriera había puesto de manifiesto imaginación e ingenio, así como una notable destreza técnica. Yo me di cuenta en seguida de estas cosas, pero seguí contemplando embelesado la fantástica vidriera. Al cabo de unos momentos, sin embargo, empecé a observar con inquietud otra cosa que no se dejaba explicar tan fácilmente. En determinadas ocasiones parecía como si de pronto se formara una escena o un retrato fugaces en la vidriera. Esta visión no se superponía al dibujo de la misma, sino que parecía emanar de ella.

Al instante me di cuenta de que esto no podía deberse a ningún juego de luces, pues la vidriera daba al Oeste y a estas horas de la mañana quedaba completamente en sombra. Me subí encima de la estantería y, asomándome por el círculo central de cristal incoloro, comprobé que tampoco había en el exterior ningún objeto que reflejara el sol hacia la ventana. Fijé la mirada intensamente en ella para ver si la incomprensible imagen se volvía más nítida, pero nada sucedió. No conseguí distinguir formas reconocibles, pero no cabía duda de que en la ventana había algo que merecía la pena investigar más a fondo cuando las circunstancias fueran favorables, es decir, a una hora en que la luz del sol o de la luna permitiera descubrir cualquier detalle escondido en el cristal.

Mi primo me llamó desde la cocina para decirme que el desayuno estaba preparado y me alejé de la ventana sabiendo que disponía de tiempo suficiente para llevar a cabo una completa investigación sobre la misma. No tenía intención de regresar a Boston mientras no hubiera descubierto lo que obsesionaba a Ambrose hasta tal punto que, aun estando yo allí, le era imposible confiármelo.

-Ya veo que has estado desenterrando viejas historias de Alijah Billington dije sin ambages cuando nos sentamos a la mesa;

Afirmó con la cabeza.

— Ya conoces mi afición a las antigüedades y mis investigaciones genealógicas. ¿Puedes contribuir en algo?

— ¿Sobre las cuestiones que te interesan?

-Sí.

Moví negativamente la cabeza.

-Me temo que no. Es posible que esos documentos me sugieran algo. ¿Te importa que les eche una ojeada?

Vaciló. Era evidente que sí le importaba, pero también que no quería oponerse a que viera algo que ya había visto, aunque no sabía si yo había leído mucho o poco.

— ¡Oh! Puedes mirarlos si te apetece — dijo descuidadamente—. Yo no saco mucho en limpio de esos papeles — tomó unos sorbos de café sin dejar de mirarme, pensativo—. A decir verdad, Stephen, estoy completamente liado en este asunto y no acabo de encontrarle ni pies ni cabeza. Y, sin embargo, tengo la viva sensación de que, sin saberlo, están ocurriendo aquí cosas terribles y extrañas que podrían evitarse si supiera cómo.

— ¿Qué cosas?

—-No sé.

—Me hablas en adivinanzas, Ambrose.

— ¡Si! — Casi gritó— Todo es una adivinanza. Es una maraña de adivinanzas de las que no encuentro ni el principio ni el final. Yo creía que empezaron con Alijah, pero ahora pienso que no. Y tampoco sé cómo van a terminar.

— ¿Por eso me dijiste que viniera? — yo estaba encantado de hallarme de nuevo con aquel mi primo que me había hablado por la noche en mi habitación.

Movió afirmativamente la cabeza.

— Entonces más vale que me lo cuentes todo.

Se olvidó del desayuno y empezó a hablar como un torrente. Me contó todo lo que había sucedido desde su llegada, aunque sin mencionarme sus sospechas, ya que, según dijo, quería ceñirse exclusivamente a los hechos. Resumió o describió el contenido de los documentos que había descubierto: el diario de Laban, las noticias de prensa relativas a los problemas que hacia más de un siglo había tenido Alijah con los habitantes de Arkham, los escritos del Rev. Ward Phillips y todo lo demás. Pero me dijo que, para informarme perfectamente del asunto, tenía que leer por mí mismo toda la documentación. Efectivamente, como acababa de decir, era una especie de adivinanza; pero yo también opinaba, como él, que se había topado con elementos aislados de un gigantesco rompecabezas en el que encajaban todas las piezas aunque al principio pudieran parecer desconectadas entre sí. Y, a cada nuevo detalle que me comunicaba, más cuenta me daba yo de lo terriblemente sugestiva que resultaba la trampa en que mi primo Ambrose parecía haber caído.

Intenté tranquilizarle y le convencí de que terminara de desayunar. También le dije que si seguía dedicando todas sus horas de vigilia y de sueño al tema en cuestión, éste iba a convertirse en una obsesión irrefrenable.

Inmediatamente después del desayuno me puse a la tarea de leer concienzudamente todo lo que había encontrado o anotado Ambrose y en el mismo orden en que él lo había ido descubriendo. Tardé bastante más de una hora en leer los diversos documentos y papeles que Ambrose había seleccionado para mí y otro tanto en asimilar lo que había leído. Desde luego era «una maraña de adivinanzas», como había dicho Ambrose, pero se podían sacar algunas conclusiones generales del conjunto de hechos, aparentemente dispersos, referidos en los textos y anotaciones consultados.

El primer hecho que resaltaba inevitablemente del conjunto era que Alijah Billington (¿y Richard Billington antes que él? ¿O acaso sería más correcto decir Richard Billington y Alijah después que él?) Se había metido en un asunto misterioso sobre cuya naturaleza era imposible pronunciarse con los datos disponibles. Existían probabilidades de que dicho asunto fuera esencialmente maligno, pero aun así había que descontar las exageraciones de testigos rústicos y supersticiosos, las calumnias, las murmuraciones y las habladurías que, al pasar de boca en boca, convierten en leyenda el hecho más trivial. Los comadreos del vulgo y las leyendas locales indicaban que, si Alijah Billington era mal mirado y temido, ello se debía en gran parte a que no habla proporcionado ninguna explicación satisfactoria a los «ruidos» que se oían en sus bosques por la noche. Por otra parte, el Rev. Ward Phillips, el crítico John Druven y el tercer componente del trío que había ido a visitar a Alijah Billington, es decir, Deliverance Westripp, no eran toscos pueblerinos. Dos por lo menos de estos caballeros creían firmemente que el asunto en que se hallaba mezclado Alijah Billington era de índole maléfica.

¿Pero qué pruebas había contra Alijah para justificar este punto de vista? Por lo menos en lo que a los tres caballeros citados se refería, eran completamente circunstanciales y podían resumirse en muy pocas palabras: En los bosques que rodeaban la casa de Billington se oían «ruidos» inexplicables que parecían «gritos» o «chillidos» de «algún animal». El principal crítico de Billington, John Druven, había desaparecido en circunstancias muy parecidas a las de otras desapariciones ocurridas en los alrededores y lo mismo podía decirse de la reaparición de su cuerpo, Jamás se dio una explicación satisfactoria de las semanas o los meses transcurridos entre desaparición y reaparición. Druven había dejado una nota donde sugería que Alijah había echado algo en la comida con que había obsequiado a los tres hombres que habían ido a visitarle, con objeto no sólo de alterarles los recuerdos, sino también de hacer regresar a Druven o, al menos, de incapacitarle para desobedecer sus llamadas encaminadas a que regresara a la casa del bosque. Todo ello, por supuesto, sugería que el trío en cuestión habla visto algo. Pero no eran pruebas, por lo menos de las que se admiten como tales en los tribunales de justicia.

Esto era todo lo que se había dicho contra Alijah Billington en aquellos tiempos. Ahora bien, correlacionando hechos, sugerencias e insinuaciones pasados y presentes, resultaba una imagen de Alijah Billington que no concordaba precisamente con sus ardientes protestas de inocencia ni con la altivez — e incluso la insolencia— con que rebatió las acusaciones de Druven y otros. Sin embargo, aun careciendo de cualquier indicio claro sobre las actividades de Alijah, las implicaciones contenidas en los meros hechos resultaban alarmantes si no aterradoras. Todos estos datos, correlacionados sin tener en cuenta el período de tiempo transcurrido entre el primer hecho recogido y el más reciente, producían un desasosiego difícil de eliminar y una creciente marea de incertidumbre y dudas, pues las sugerencias subyacentes eran realmente espeluznantes.

El primero de los hechos a que me refiero son las propias palabras de Alijah Billington cuando arremetió por escrito contra John Druven por la crítica que éste había hecho del libro Prodigios Taumatúrgicos Ocurridos en el Canaán de Nueva Inglaterra, del Rey. Ward Phillips. Decían así: «… hay cosas en la existencia que es mejor dejar en paz y mantenerlas alejadas de las habladurías del vulgo.» Es de suponer que Alijah Billington sabia perfectamente de qué hablaba, como no dejó de señalar el propio reverendo. De ser así, las observaciones ocasionales anotadas en el diario de Laban adquirían una significación adicional. De este diario era posible deducir que realmente había sucedido algo en los bosques con ayuda de Alijah Billington. No era concebible que se tratara, como había pensado mi primo Ambrose, de contrabando; pues habría sido increíblemente estúpido acompañar el contrabando de «ruidos» análogos a los descritos en la prensa de Arkham y en el diario del muchacho. No, era algo mucho más misterioso, y existía un paralelo espantosamente sugerente entre una de las anotaciones de Laban y algo que había presenciado con mis propios ojos durante las últimas veinticuatro horas. El muchacho había escrito que se encontró a su compañero indio, Quamis, de rodillas y diciendo «en voz alta palabras de su idioma, que yo no lo entiendo (…), pero decía una cosa que sonaba como Narlato o Narlotep». En el transcurso de la noche anterior me había despertado la voz de mi primo que gritaba en sueños « ¡Iä! Nyarlathotep». De que esta y aquellas palabras eran la misma no cabía ninguna duda.

La actitud del indio sugería alguna forma de adoración oculto, pero había que admitir que los aborígenes tenían tendencia a adorar cualquier cosa que no les resultara inmediatamente comprensible; esto puede aplicarse por igual al indio americano que al negro africano, que en lugares muy distintos han llegado, por ejemplo, a adorar un fonógrafo porque escapaba por completo a su comprensión.

El diario de Laban me sugirió además otras posibilidades. Me pareció que las páginas arrancadas del mismo correspondían aproximadamente a los días en que el trío investigador se había presentado en casa de Alijah Billington. En tal caso, ¿había visto y anotado el muchacho algo que podía ayudar a descubrir qué es lo que había sucedido en realidad? ¿Y a continuación su padre lo había leído y habla arrancado las páginas? Sin embargo, ‘lo más verosímil es que Alijah hubiera destruido el librito entero. Si realmente se entregaba a prácticas nefandas en los bosques, lo que había escrito su hijo era enormemente peligroso para él. Sin embargo, después de las páginas arrancadas habían quedado registrados varios episodios de igual o mayor importancia. Quizá Alijah se había limitado a arrancar las páginas que le inquietaban, por considerar que lo que su hijo habla escrito anteriormente carecía de toda posibilidad de ser aceptado como prueba, y le había devuelto el diario, conminándole probablemente a que no volviera a escribir sobre tales asuntos. Esta me pareció la forma más verosímil de explicar el hecho de que el libro hubiera sobrevivido para llegar a manos de mi primo Ambrose, ya que, en tal caso, los pasajes más reveladores del mismo no habrían sido escritos sino después de que Alijah hubiera arrancado las páginas que le preocupaban.

Sin embargo, el más inquietante de los datos cuya correlación había despertado mi ansiedad, consistía en unas frases, que cito textualmente, del curioso documento titulado De las malignas brujerías llevadas a cabo en Nueva Inglaterra por Demonios sin Forma Humana: «Dícese que cierto Richard Billington, habiendo sido instruido en parte por Malos Libros y en parte por un antiguo Mago de los Indios Salvajes (…), constituyó en los bosques un vasto Redondel de Piedras en cuyo interior decía Oraciones al Diablo y lo llamaba Espacio de Dagón y cantaba ciertos Ritos de Magia que son abominados por las Sagradas Escrituras. (…) Mas al poco tiempo mostró en privado signos de gran Temor por alguna Cosa, que él mismo la había invocado de Noche y había bajado de las Alturas en horas de Oscuridad. En aquel año se cometieron siete muertes violentas en los bosques próximos a las Piedras de Richard Billington… » Este pasaje contenía terribles sugerencias por dos razones evidentes. Richard Billington había vivido hacía casi dos siglos. Pero, a pesar del tiempo, existía paralelismo entre hechos ocurridos entonces y en la época de Alijah Billington, y también entre lo que ocurrió cuando Alijah Billington y el momento actual. En tiempos de Alijah también había habido un «círculo de Piedras» y se habían cometido crímenes misteriosos. En la actualidad quedaban restos evidentes de un círculo de piedras y parecía haberse iniciado una nueva serie de asesinatos. No me parecía que, ni aun teniendo en cuenta casualidades y toda clase de circunstancias favorables, tales paralelismos pudieran considerarse meras coincidencias.

Pero negar la coincidencia ¿para qué?

Ahí estaban las instrucciones que había dejado Alijah Billington, conjurando a Ambrose Dewart y a cualquier otro heredero a no «invocar las montañas». Como paralelo anterior podía mencionarse aquella «Cosa que él mismo la había invocado de Noche» y luego tanto había aterrorizado a Richard Billington. Si no había que tener en cuenta las casualidades, ¿qué hacíamos con ésta? Y ésta además era mucho más improbable que una simple coincidencia. Pero existía una clave. Por muy incomprensibles que resultaran las instrucciones de Alijah, éste había señalado con toda claridad con el «significado» de aquel conjunto de reglas «podrá encontrarse en los libros que quedan en la casa llamada Casa Billington, situada en el bosque también llamado de Billington». En una palabra: aquí, entre estas paredes, probablemente en este mismo gabinete de estudio.

El problema exigía un gran esfuerzo de mi credulidad. Aceptando que Alijah Billington se había dedicado a tareas misteriosas que ocultaba a todo el mundo, excepto al indio Quamis, también era posible conceder que había conseguido eliminar de alguna manera a John Druven. Sus tareas, pues, debían ser ilegales; además, la misma forma en que había muerto Druven era como para levantar muchas conjeturas, y no sólo sobre Alijah, sino sobre los métodos que había utilizado para dar a Druven una muerte análoga a las que se habían producido en la comarca de Dunwich. Una vez aceptada la premisa fundamental de que Alijah se las había arreglado para eliminar a Druven, el razonamiento progresaba con toda lógica hacia la conclusión de que también había tenido que ver en las otras muertes. La estructura era la misma.

Pero sí seguíamos por este camino nos veíamos obligados a admitir y suponer más cosas, a hacer concesiones cada vez mayores, lo que podía conducir a una situación de total desconcierto a menos que tiráramos por la borda todo cuanto hasta entonces habíamos creído y empezáramos de nuevo. Si Richard Billington habla invocado realmente a una «Cosa» que luego, en efecto, bajó del cielo nocturno, ¿qué era esa cosa? La ciencia no conocía semejantes «Cosas», a menos que se aceptara, como hipótesis, que hace dos siglos existía todavía algún pariente más o menos lejano del ahora extinguido pterodáctilo. Pero esta explicación resultaba aún menos convincente que la otra; la ciencia había dejado definitivamente zanjada la cuestión del pterodáctilo; la ciencia no poseía dato alguno sobre ninguna otra «Cosa» voladora. Cierto es, en realidad, que nadie había escrito que la «Cosa» volara. Pero entonces, ¿cómo había bajado del cielo si no volaba?

Moví la cabeza, cada vez más desconcertado, y mi primo, que entraba en la habitación, sonrió un tanto forzadamente.

¿Qué, también es demasiado para ti, Stephen?

—Si me obsesiono con ello, sí. Pero, según las instrucciones que dejó Alijah, la clave del misterio está en los libros de este gabinete. ¿Los has mirado?

— ¿Pero en qué libros, Stephen? No tenemos ni una sola pista.

—Todo lo contrario. Siento no estar de acuerdo contigo, pero tenemos varias pistas. Nyarlathotep o Narlatop, o como se llame. Yog-Sotot o Yogge Sothothe, también cómo se escriba. Estos nombres aparecen una y otra vez en el diario de Laban, en lo que te contó Mrs. Bishop, en las cartas de Jonathan Bishop, y precisamente en estas mismas cartas hay varias otras referencias que podemos tratar de localizar en estos viejos libros.

Me volví a concentrar en las cartas de Bishop, a las que Ambrose había añadido los datos, que descubriera en los antiguos semanarios de Arkham, relativos a la muerte de las personas sobre las cuales había escrito. También aquí existía un inquietante paralelismo, aunque preferí no mencionárselo a Ambrose, ya que parecía agotado y tenía muy mal aspecto, como de falta de sueño. Pero a mí no se me había escapado el hecho de que, así como los entrometidos que espiaban a Jonathan Bishop habían desaparecido y más tarde se encontraron sus cuerpos, lo mismo exactamente le había ocurrido a John Druven, que se había entrometido repetidamente en los asuntos de Alijah Billington. Además, por mucho que se pensara que tales acontecimientos eran improbables, la verdad es que las personas mencionadas por Jonathan Bishop habían desaparecido realmente, y ahí estaban los periódicos para todo el que quisiera comprobarlo.

—Aun así — dijo mi primo Ambrose cuando volví a levantar la vista—, no sabría por dónde empezar. Todos estos libros son antiguos y muchos de difícil lectura. Creo que algunos de ellos son manuscritos encuadernados.

—No te preocupes. Tenemos tiempo de sobra. No hace falta que lo hagamos hoy.

Pareció aliviado al oír mis palabras y estaba a punto’ de reanudar la conversación cuando sonó una llamada en la puerta principal y se levantó para contestarla. Escuché. Oí que hacía pasar a alguien y me apresuré a esconder los papeles y documentos que había estado leyendo. Pero no introdujo a los visitantes — pues eran dos— en el gabinete de estudio y, al cabo de media hora, les acompañó hasta la puerta y regresó a la habitación.

—Eran dos de la policía del condado — explicó—.. Están investigando las muertes o, mejor dicho, las desapariciones que han ocurrido cerca de Dunwich. Es una cosa horrible, lo comprendo; y si van a encontrar a todos como al primero, será de esos asuntos que no se olvidan fácilmente.

Señalé que Dunwich se hallaba en plena decadencia.

— ¿Pero qué querían de ti, Ambrose? — añadí.

—Parece que algunas personas oyeron ruidos o gritos, mejor dicho, y, como esta casa no está muy lejos del lugar donde desapareció Osborn, pensaron que a lo mejor yo también había oído algo.

—Pero, naturalmente, tú no habías oído nada.

—No, claro que no.

No parecía darse cuenta de la siniestra analogía existente entre pasado y presente o, en todo caso, no lo dejaba traslucir. No consideré oportuno llamarle la atención sobre el asunto y cambié de tema. Le dije que había guardado los papeles y que podíamos dar un paseo hasta la hora de comer, pues el aire fresco le sentaría bien. Aceptó inmediatamente.

Así pues, nos pusimos en marcha. Se había levantado un vientecillo fresco que presagiaba el invierno; caían algunas hojas secas de los árboles añosos y al contemplarlos me recordaron, no sin cierta inquietud, la veneración que los antiguos druidas sentían por los árboles. Pero esto fue sólo una impresión pasajera, provocada sin duda por mi preocupación con el círculo de piedras próximo a la torre cilíndrica, ya que en realidad mi propuesto paseo no era sino un medio indirecto de visitar la torre en compañía de mi primo. Yo quería que la visita pareciera más o menos casual, pero, de no haber ido con él, la habría hecho, desde luego, a solas.

Escogí deliberadamente un itinerario que daba un considerable rodeo, pues dejamos a un lado la zona pantanosa que se extendía entre la torre y la casa y nos adentramos en el bosque para llegar a la torre desde el sur, por el lecho seco de aquel arroyo que en tiempos había desembocado en el Miskatonic. Mi primo hizo algunos comentarios sobre la antigüedad de los árboles y me hizo observar en repetidas ocasiones que no había ni un solo tronco con señales de hacha o sierra, aunque no estoy seguro de si lo decía con orgullo o extrañeza. Dije que los viejos robles tenían mucho que ver con los druidas y me lanzó una mirada escrutadora. ¿Qué sabia yo de los druidas? Repliqué que bastante poco. ¿Se me había ocurrido alguna vez que podía existir alguna relación básica entre muchas creencias y religiones antiguas, como la de los druidas, por ejemplo? No, no se me había ocurrido y así se lo hice saber. Por supuesto que los mitos poseían siempre una estructura fundamentalmente análoga; todos nacían del miedo o de la curiosidad por lo desconocido y siempre había creadores de mitos entre nosotros; pero había que diferenciar entre estructuras mitológicas y creencias religiosas, así como también entre supersticiones y leyendas, por una parte, y credos, principios éticos y moral, por otra. A estas consideraciones no respondió.

Caminamos en silencio durante algún tiempo, y de pronto ocurrió un incidente sumamente curioso. Acabábamos de llegar al arroyo seco.

—Ah — dijo Ambrose con una voz algo ronca, distinta de la suya habitual—. Henos por fin en el Misquamacus.

— ¿En el qué? — pregunté, mirándole atónito.

El me devolvió la mirada. La tenía perdida en la lejanía, pero al instante volvió a enfocarla en mí.

— ¿Q-q-qué? — tartamudeó—. ¿Q-q-qué ha pasado, Stephen?

— ¿Cómo has dicho que se llamaba este arroyo?

Movió negativamente la cabeza.

—No tengo ni idea.

—Pero lo acabas de decir.

— ¿Cómo? Eso es imposible. No sé ni siquiera si tiene nombre.

Parecía auténticamente sorprendido y un poco irritado. Al notarlo, no insistí; dije que quizá no había oído bien o que tal vez la imaginación empezaba a gastarme bromas. Pero yo estaba seguro de que él acababa de dar un nombre al arroyo que en tiempos había corrido por aquel cauce. Y, además, ese nombre sonaba demasiado parecido al de aquel «antiguo Mago» de los Wampanaug que, según se decía, había logrado domeñar y aprisionar a la «Cosa» que tanto había hecho sufrir a Richard Billington.

El incidente me impresionó desagradablemente. Ya había empezado a sospechar que las dificultades en que se hallaba mi primo eran más graves que lo que él o incluso yo nos temíamos. La índole de esta revelación aparentemente casual hizo aumentar mis temores hasta convertirlos en certidumbre. Pero mis sospechas iban pronto a recibir una confirmación aún más impresionante.

Seguimos remontando el cauce seco del arroyo sin intercambiar más palabras y por fin salimos, de entre los matorrales, al lugar donde se alzaba la torre en una isla de arena y guijarros, rodeada de un tosco círculo de rocas. Al referirse a estas piedras, mi primo las había calificado de «druídicas», pero a la primera ojeada me di cuenta de que no lo parecían, pues en ellas no se percibía esa intencionalidad del diseño que tan evidente resulta, por ejemplo, en las ruinas de Stonehenge. Pero este círculo de piedras, rotas ahora o deterioradas por la acción de los años y algunas medio enterradas en la arena, presentaba signos inconfundibles de que era obra del hombre; también se vela en él una intención, que en este caso parecía únicamente la de circundar la torre.

Ahora bien, yo ya había visto y examinado esta torre otras veces, pero cuando penetré entonces en el interior del circulo de rocas tuve la sensación de que era la primera vez que visitaba el lugar. Esto lo achaqué en parte a la lectura de los documentos recogidos por Ambrose; pero también se debía en parte a cierto cambio ocurrido en su atmósfera. En seguida me di cuenta. Hasta entonces la torre me había producido la impresión de una reliquia antigua y olvidada de una época perdida en las brumas del pasado, pero ahora de repente la sentí como ajena al transcurso del tiempo. Es posible que esta sensación se derivara de mi conocimiento de su edad, que precisamente es lo que antes había dado origen a la impresión de antigüedad que me producía. Pero quizá no fuera así, pues la torre de piedra, que siempre me había parecido un residuo de edades pretéritas, ahora me parecía envuelta en un aura de maligna intemporalidad de la que se desprendía Incluso un leve hedor a putrefacción.

Sin embargo, avancé hacia ella como si fuera la primera vez, y, desde luego, no necesité mucha imaginación para sentir que, efectivamente, se trataba de una nueva experiencia para mí. Conocía bastante bien el aspecto de las piedras, pero deseaba penetrar en el interior y examinar los bajorrelieves de la escalera, así como aquella figura o motivo ornamental tallado en la piedra, grande y más reciente, que mi primo habla desalojado del techo. Al instante me di cuenta de que el dibujo esculpido a lo largo de la escalera era una réplica, en miniatura, del de la vidriera del gabinete de estudio de casa de mi primo. En cambio, el dibujo de la piedra quitada del techo resultaba en cierto modo opuesto, como opuesta puede resultar una estrella en comparación con un círculo o un rombo y un pilar llameante, o algo parecido, en comparación con un conjunto de líneas radiales. Iba a hacer algún comentario sobre la semejanza entre el bajorrelieve y la vidriera cuando mi primo apareció en el vano de la puerta y en su voz percibí algo que me aconsejó callar.

— ¿Has encontrado algo?

En su voz no había sólo indiferencia, sino hostilidad, Adiviné instantáneamente que mi primo volvía a ser el hombre que me había recibido en la estación de Arkham y tan claramente había manifestado su deseo de verme partir en seguida para Boston. No pude evitar la pregunta que inmediatamente se formuló en mi mente: ¿en qué medida había influido la proximidad de la torre en su cambio de talante? Pero nada dije, ni de lo que pensaba ni de lo que había descubierto; me limité a comentar que la torre parecía muy antigua y los dibujos muy primitivos, pero «sin sentido». Aunque sus ojos me escrutaron durante unos momentos con expresión sombría, pareció quedar satisfecho y se retiró del umbral diciendo ásperamente que ya era hora de volver a la casa, pues tenía que preparar el almuerzo.

Le seguí la corriente y emprendimos el camino de regreso charlando animadamente sobre sus habilidades culinarias. Le aconsejé, sin embargo, que contratara los servicios de un buen cocinero para liberarse de una obligación que, aunque divertida cuando se hace por gusto, acaba por convertirse en una pesadez. Al aproximarnos a la casa le propuse que, en vez de empezar a preparar el almuerzo, nos fuéramos a comer a un restaurante de Arkham.

En contra de lo que suponía, asintió complacido y a los pocos minutos nos hallábamos en el coche conduciendo por la carretera del Aylesbury Pike en dirección a aquella ciudad antigua y encantada, donde yo esperaba poder dar esquinazo a mi primo y echar una ojeada en la biblioteca de la Universidad del Miskatonic para comprobar con mis propios ojos, si era posible, hasta qué punto las notas que había tomado mi primo se ceñían a las noticias publicadas en la prensa de Arkham sobre las actividades de Alijah Billington.

La ocasión se me presentó antes de lo que me figuraba, pues al terminar de comer, Ambrose se acordó de una serie de recados que tenía que hacer. Me invitó a acompañarle, pero yo decliné su invitación, diciéndole que deseaba pasar por la biblioteca para saludar al Dr. Armitage Harper, a quien había tenido el gusto de conocer hacía un año con motivo de una reunión científica celebrada en Boston. Calculando que Ambrose tardaría una hora en hacer sus recados, quedamos citados al cabo de este plazo en la entrada a la Universidad que se halla en College Street.

El Dr. Harper, que se había retirado de tareas más activas, tenía un despacho para él solo en la segunda planta del edificio que alojaba a la Biblioteca del Miskatonic y allí estaba a disposición de bibliófilos, estudiosos y expertos en historia de Massachusetts, tema éste en el que era autoridad. Era un caballero sumamente distinguido, de bien cuidada barba canosa y mirada despierta que no traicionaban sus setenta y pico años de edad. A pesar de no haber hablado conmigo sino en dos ocasiones, y la última hacia casi un año, me reconoció tras un solo instante de vacilación y pareció alegrarse de yerme. A continuación se puso a explicarme que estaba leyendo un libro que le habían recomendado y que lo encontraba un tanto difuso, pero fascinante.

— En él se oyen ecos de Thoreau — dijo sonriendo cordialmente. Y me enseñó el libro en cuestión. Era Winesburg Ohio, de Sherwood Anderson—. ¿Pero qué le trae a usted por Arkham, Mr. Bates? — añadió, reclinándose en su sillón.

Contesté que estaba pasando unos días en casa de mi primo Ambrose Dewart, pero, como vi que este nombre no le decía nada, añadí que mi primo había heredado la finca de Billington, lo cual estaba relacionado con el hecho de que me hubiera tomado la libertad de acudir a la biblioteca para consultar con él.

—Billington es un apellido muy antiguo en esta parte de Massachusetts — dijo el Dr. Harper un tanto secamente.

Repuse que de eso ya me había enterado, pero que hasta la fecha nadie parecía dispuesto a dar más explicaciones al respecto, y mucho me temía que no fuera un apellido de los más apreciados precisamente.

— Creo que es un apellido blasonado — dijo—. En alguno de estos archivos debo tener su escudo de armas.

Ya sabía que el apellido tenía escudo de armas, desde luego. Pero ¿qué podía contarme el Dr. Harper sobre Richard Billington o, si no, de Alijah Billington?

El anciano caballero sonrió entornando los ojos.

—En algunos libros se hacen referencias a Richard -dijo-, pero me temo que no resultan muy halagüeñas; y en cuanto a Alijah, todo lo que se sabe de él figura en las crónicas periodísticas de su época.

Sus palabras me supieron a poco y mi expresión debió reflejarlo.

— Pero todo esto ya lo sabe usted — se excusó.

Admití que conocía lo que se había publicado sobre ambos personajes, pero añadí que me había impresionado la analogía existente entre los hechos que se contaban de Richard Billington y los que se referían a Alijah. Parecía que ambos se habían mezclado en prácticas que, si no abiertamente ilegales, al menos resultaban muy sospechosas.

El Dr. Harper se puso serio. Durante algunos momentos permaneció silencioso, como si dudase entre hablar o no. Pero por fin empezó a hacerlo, si bien sopesando cuidadosamente sus palabras. En efecto, él conocía desde hacía muchos años las leyendas relativas a los Billington y al Bosque de Billington; en realidad constituían una parte esencial del folklore de Massachusetts y casi parecían como un puente tendido hasta el presente desde los días de la caza de brujas, si bien, desde el punto de vista rigurosamente cronológico, algunas de las historias que se contaban de ellos eran anteriores a los juicios de brujería celebrados en la región. Al parecer las leyendas se basaban en hechos reales, aunque era imposible determinar qué grado de verdad contenían. Lo que podía decirse es que tales leyendas — terribles y grotescas, desde luego— se habían originado hacía muchísimos años y que al principio mucha gente creía en ellas, aunque después hablan ido cayendo poco a poco en el olvido. Desde luego era verdad que Richard Billington había sido considerado en sus días como brujo o hechicero y que Alijah Billington se había ganado a pulso la fama de realizar de noche acciones siniestras en sus bosques. Es imposible evitar que sobre estas bases se vayan construyendo historias más o menos fantásticas; en el caso de los Billington, tales historias hicieron pronto su aparición y, al correr de boca en boca, se fueron enriqueciendo cada vez con más detalles y episodios hasta convertirse en relatos grotescos e increíbles. En tales circunstancias, el núcleo original de verdad que en ellas hubiera resultaba ahora imposible de localizar.

Sin embargo, admitió que todo hacía pensar que ambos Billington se habían dedicado a «algo» misterioso. Vistas ahora desde una perspectiva de más de un siglo, las prácticas a que se entregaron los Billington podían considerarse, o no, relacionadas con la brujería, pero también podían relacionarse con ciertos otros ritos que, según noticias que llegaban hasta él — Harper— de cuando en cuando, todavía se practicaban en zonas boscosas y atrasadas, como las de Dunwich e Innsmouth, por ejemplo. Estos últimos ritos se remontaban, por su misma índole, a una raza antigua y ajena, pues tenían muy poco en común con los ceremoniales conocidos, exceptuando algunos ritos druídicos en los que era habitual rendir culto a seres invisibles que moraban en árboles u otros lugares de la naturaleza salvaje.

¿Acaso quería dar a entender que los Billington habían adorado a dríadas u otras figuras mitológicas análogas?

No, no eran dríadas precisamente en lo que pensaba. En algunos puntos remotos del planeta hablan sobrevivido ciertas religiones o Cultos extraños y terribles que eran mucho más antiguos que cualesquiera otros conocidos por el hombre. Pero, en comparación eran tan minoritarios que los investigadores científicos no solían ocuparse de ellos. Como consecuencia, eran estudiosos de menor talla quienes se encargaban de recoger todo el material posible sobre religiones y creencias de los pueblos más primitivos de la tierra.

¿En su opinión, pues, mis antepasados habían practicado alguna clase de religión extraña y primitiva?

En cierto modo, sí. Añadió que evidentemente — como yo no podía ignorar, pues había leído los documentos pertinentes—existían grandes probabilidades de que en los ritos religiosos practicados por Richard y Alijah Billington figurasen sacrificios humanos, aunque tampoco estaba demostrado. Sin embargo, tanto Richard como Alijah desaparecieron: Richard no se sabe adónde fue; Alijah a Inglaterra, donde falleció. Todas las leyendas y cuentos de viejas sobre la presunta supervivencia de Richard eran puras sandeces, según afirmó. Tales cuentos se inventaban con demasiada facilidad y los crédulos se encargaban de propalarlos. La estricta realidad es que Richard y Alijah únicamente sobrevivían, como todo el mundo, en su descendencia, es decir, en Ambrose Dewart y en mí. Todo lo demás era obra de imaginaciones exaltadas que pretendían impresionar al lector mediante narraciones sensacionalistas de incidentes triviales. El Dr. Harper concedió, sin embargo, que existía otro tipo de supervivencia, conocida con el nombre de residuo psíquico, que consiste en la permanencia del mal en los lugares donde ha florecido.

¿O del bien? —pregunté.

— Hablemos, mejor, de «fuerzas» — replicó, sonriendo de nuevo—. Es muy posible que en la Casa Billington permanezca alguna fuerza o energía de cierto tipo. Vamos, Mr. Bates, hasta es posible que usted la haya sentido.

— Así es.

Quedó sorprendido, y no agradablemente por cierto. Pareció que iba a decir algo, pero a cambio ensayó de nuevo una breve sonrisa.

—En tal caso no necesito decirle nada a usted.

—Al contrario, siga usted y dígame por lo menos qué explicación le da. Yo en aquel viejo caserón he sentido la presencia del mal como una llama devoradora y no sé cómo explicármelo.

—Eso querría decir que allí se ha cometido algún mal, tal vez ese mismo mal que dio origen en principio a las leyendas de Richard y Alijah Billington. ¿Cómo era ese mal que usted sintió, Mr. Bates?

Apenas conseguí explicárselo, pues al intentar describir mi experiencia observé que me era imposible transmitirle todo el horror que yo había sentido. Sin embargo, el Dr. Harper escuchó con gravedad y no me interrumpió. Cuando terminé mi breve relación, permaneció pensativo durante unos momentos.

-¿Y cómo reacciona Mr. Dewart? — preguntó por fin.

—Eso es sobre todo lo que me ha traído aquí y pasé a referirle someramente los síntomas de doble personalidad que creía haber advertido en mi primo. Omití todos los detalles que pude para no hacer esperar a Ambrose…

El Dr. Harper me escuchó con la mayor atención y, cuando terminé de hablar, permaneció de nuevo en silencio durante unos momentos. Por fin aventuró su opinión de que evidentemente la casa y el bosque ejercían un «efecto nocivo» sobre mi primo. Tal vez fuera oportuno alejarle durante algún tiempo de la casa — por ejemplo, durante el invierno— para ver cómo evolucionaba mi primo al apartarle de su influencia. En tal caso, ¿adónde podría ir?

Me apresuré a contestar que podía venir a Boston, a mi casa, pero confesé que habría deseado tener ocasión de estudiar algunos de los libros antiguos que había en la biblioteca de la casa de mi primo: los famosos libros de Billington. Pero también podía llevármelos conmigo, si Ambrose me autorizaba. Sin embargo, no estaba nada seguro de que éste aceptara pasar el invierno en Boston, a menos que le cogiera en un momento excepcionalmente propicio. Así se lo dije al Dr. Harper, quien inmediatamente insistió en la apremiante necesidad de convencer a Ambrose de que, por su propio bien, debía cambiar temporalmente de residencia, sobre todo teniendo en cuenta los recientes sucesos de Dunwich, que no presagiaban nada bueno para aquella comarca y sus habitantes.

Me despedí del Dr. Harper y salí a la calle, donde, bajo un sol otoñal, esperé la llegada de Ambrose. Vino un poco después de la hora convenida y nada más verle me dí cuenta de que estaba malhumorado e irritable, No pronunció ni una sola palabra hasta que no estuvimos bastante alejados de la ciudad, limitándose entonces a preguntarme brevemente si había visto al Dr. Harper. Le dije que sí, pero no volvió a preguntarme nada más. De todas maneras, yo tampoco le habría referido en detalle nuestra entrevista, pues al saber que habíamos hablado de él se habría sentido ofendido… y acaso algo más. Así pues, recorrimos en silencio todo el camino de vuelta.

La tarde estaba ya bastante avanzada y mi primo se puso inmediatamente a preparar la cena mientras yo me atareaba en la biblioteca. No sabía por dónde empezar a escoger los libros que me llevaría a casa, junto con Ambrose, si éste lo permitía. Hojeé uno tras otro en busca de alguna de esas palabras claves que con tanta frecuencia se repetían en los papeles y documentos recogidos por mi primo, pues constituían una de las pocas pistas que podían conducir a la solución del problema con que nos enfrentábamos. Muchos de los libros que había en las estanterías resultaron ser crónicas, con cierto interés histórico y genealógico, de la región y las familias que la poblaban; pero en general parecían relaciones de hechos absolutamente ortodoxos, probablemente subvencionadas por individuos, grupos familiares u organizaciones de algún tipo, que no presentaban ningún interés, salvo para algún investigador genealógico, pues estaban llenas de curiosas representaciones de árboles familiares. Entre estos libros, sin embargo, había otros que, en cambio, nada tenían de ortodoxos, algunos muy deteriorados por el tiempo, otros encuadernados en cuero abrillantado por muchas décadas de uso. Unos pocos estaban escritos en idiomas que me eran completamente desconocidos, otros pocos en latín y algunos en inglés antiguo. Cuatro de ellos eran transcripciones manuscritas, aparentemente incompletas, pero encuadernadas. Entre estos cuatro volúmenes esperaba encontrar lo que buscaba.

Al principio creí que las laboriosas transcripciones habían sido realizadas por Richard o por Alijah Billington, pero al examinarlas con un poco de detalle me di cuenta de que no podía ser así, pues la pésima ortografía no podía corresponder a personas educadas como habían sido, que yo supiera, ambos Billington. Además había anotaciones efectuadas posteriormente por una mano que casi con toda certeza pertenecía a Alijah Billington. No había ninguna indicación de que alguno de aquellos tomos manuscritos hubiera pertenecido a Richard Billington, pero también podrían haber sido suyos, pues eran muy viejos y, aunque no llevaban fecha, parecía muy probable que la mayoría de las transcripciones fuera anterior a Alijah Billington.

Escogí uno de estos tomos manuscritos, que no era por cierto ningún libro voluminoso ni pesado, y me senté a examinarlo atentamente. No llevaba titulo en la tapa, que era de un cuero especialmente flexible y suave que me hacía pensar en piel humana; pero en una de las primeras páginas, inmediatamente antes de que se iniciara el texto sin preámbulo alguno, figuraban las palabras Al Azif: El Libro del Árabe. Lo hojeé rápidamente y llegué a la conclusión de que estaba compuesto por traducciones fragmentarias de otro u otros textos, de los cuales por lo menos uno estaba en latín y otro en griego. Además tenía señales y anotaciones al margen que, aunque al principio parecían misteriosas — «Br. Museum», «Bib .Nationale», «Widener», «Univ. Bs. .Aires», «San Marcos»—, pronto caí en que indicaban la procedencia de los originales y remitían a famosos museos, bibliotecas y universidades de Londres, París, Cambridge, Buenos Aires y Lima, respectivamente. También se advertían notables cambios de caligrafía de unas páginas a otras, lo que indicaba que hablan intervenido diversas manos en la transcripción. Todo ello me hizo suponer que alguien — quizá el propio Alijah— había debido tener tales deseos de poseer las partes esenciales de este libro, que sin duda había pagado a diversas personas para que visitaran los pocos lugares donde podía consultarse obra tan rarísima y transcribieran algunas páginas que luego él ordenaría y encuadernaría con destino a su propia biblioteca personal. Era evidente, sin embargo, que el libro distaba de estar completo; y en cuanto al orden también parecía dejar bastante que desear, si bien se advertía, por las anotaciones y otras señales, que la persona que lo había encuadernado se había esforzado desesperadamente en encontrar coherencia en aquellas páginas sueltas que le hablan enviado desde varias partes del mundo.

Mientras repasaba sus páginas por segunda vez y con más calma, tropecé con uno de esos nombres extraños que yo relacionaba con los sucesos del bosque de Billington. La página en cuestión estaba cubierta de una escritura apretada y diminuta, difícilmente legible, pero correcta. Me aproximé a la luz y leí lo siguiente:

«No ha de creerse que el hombre es el más antiguo o el último de los Amos de la Tierra, ni tampoco que la vida y la substancia marchan solas. Los Primordiales fueron, los Primordiales son y los Primordiales serán. Mas no son en los espacios que conocemos, sino entre ellos, y caminan con la calma eterna de los orígenes, ajenos a toda dimensión, invisibles para nosotros. Yog-Sothoth conoce la puerta, pues Yog-Sothoth es la puerta. Yog-Sothoth es la llave de la puerta y el guardián. El pasado, el presente y el futuro, lo que ha sido, lo que es, lo que será, todo es uno en Yog-Sothoth. El sabe por dónde entraron los Primordiales en el tiempo y por dónde volverán a entrar cuando llegue el día en que se cumpla el Ciclo. El sabe por qué nadie Los ve cuando caminan. El hombre puede saber de Su proximidad por el olor que de Ellos emana, que es extraño al olfato y parece como de una criatura de grande antigüedad; mas de Su semblante nadie sabe, excepto de los rasgos de aquellos que han Engendrado entre los hombres, que son espantosos de ver, y tres veces más espantosos son Los que los engendraron; mas de esta Estirpe los hay de varias clases, que difieren grandemente de la verdadera imagen del hombre y de su representación más bella, pues toman algunas partes de la forma sin forma que es de Ellos. Mas Ellos caminan sin ser vistos. Caminan en lugares apartados donde se han pronunciado las Palabras y ejecutado los Ritos en Sus Tiempos señalados que los señala la sangre y difieren de los tiempos del hombre. El viento gime con Sus voces; la Tierra murmura con Su inteligencia. Ellos doblegan el bosque. Ellos elevan las olas y arruinan las ciudades, mas ni bosque ni mar ni ciudad saben de la mano que los abruma, Kadath la del Desierto de Hielo sabe de ellos, ¿mas quién sabe de Kadath? En el desierto helado del Sur y en las islas sumergidas del Océano hay piedras que llevan grabado su Sello, mas ¿quién ha visto la ciudad congelada de las profundidades o la sellada torre que está ataviada con guirnaldas de algas y conchas marinas? El Gran Cthulhu es primo Suyo, mas apenas Los ve confusamente. Como seres impuros serán conocidos por la raza del hombre. Tienen la mano en la garganta del hombre desde que empezó el tiempo conocido hasta que termine el tiempo por conocer, mas nadie Los ve. Y Su morada empieza en vuestro umbral que custodiáis. Yog-Sothoth es la llave del portal donde las esferas se juntan. Hoy el hombre gobierna donde Ellos gobernaron, mas Ellos volverán a gobernar donde hoy gobierna el hombre. Tras el verano viene el invierno y tras el invierno, el verano. Aguardan, pacientes y poderosos, pues Ellos volverán a reinar aquí y cuando llegue Su advenimiento nadie les disputará el reino y todos se someterán a Ellos. Los que conocen las puertas recibirán la orden de abrirlas para Ellos y Les servirán como Ellos desean, mas los que las abran por ignorancia, esos sólo conocerán un tiempo muy breve.»

Después venía un espacio en blanco y la página siguiente estaba escrita por otra mano y procedía de otras fuentes. Parecía mucho más antigua que el texto que acababa de leer, pues el papel estaba amarillento y la caligrafía era arcaica.

«Y sucedió lo que habían anunciado los antiguos, que El fue tomado por Aquellos a Los que había Desafiado, los Cuales Le arrojaron al Ultimo Abismo del Mar y Le dieron por morada la torre, cubierta de corales y moluscos, que se alza en las ruinas de la Ciudad Sumergida (R’lyeh) y está sellada por el Signo Ancestral. Mas El se encolerizó contra Los que así le habían encerrado y Su cólera despertó la de Ellos, que descendieron sobre El por segunda vez y Le impusieron la semblanza de la Muerte. El ha quedado soñando en la torre, bajo las aguas, y Ellos han regresado al lugar de donde venían, que algunos lo llaman Glyu-Vho y está entre las estrellas. Desde allí miran a la Tierra cuando el tiempo en que las hojas caen hasta el tiempo en que el labrador vuelve a los campos. Y El permanecerá soñando en Su Casa de R’lyeh, hacia la cual acudieron Sus esclavos, nadando y con grandes esfuerzos, y allí aguardan su despertar, pues ellos carecen de poder para tocar el Signo Ancestral y temen su poder, mas no ignoran que el Ciclo se ha de cumplir y El será libre una vez más para volver a abrazar la Tierra y hacer de ella Su Reino y gritar Su último desafío a los Dioses Ancestrales. Y a Sus hermanos sucedió como a El, que Los tomaron Aquellos a Los que habían Desafiado, los Cuales Los arrojaron al destierro. Aquel Que No Puede Nombrarse fue lanzado al Espacio Exterior, más allá de las estrellas, y los Otros también fueron desterrados y la Tierra quedó libre de Ellos. Y Los Que Vinieron con apariencias de Torres de Fuego retornaron al lugar de donde venían y nadie Los vio más. Y en toda la Tierra vino la paz y no fue interrumpida. Mas Sus esclavos se reúnen y traman en secreto para liberar a los Primordiales, y esperan a que el propio hombre descubra los secretos y penetre en lugares prohibidos y abra la puerta.»

Volví la página con interés y me encontré con que la siguiente era algo más pequeña y de papel cebolla. Parecía haber sido escrita apresuradamente, tal vez bajo la mirada de algún vigilante, pues el copista había hecho muchas abreviaturas que, junto a la mala caligrafía, dificultaban mucho su lectura. Este tercer fragmento parecía seguir más de cerca al segundo que éste al primero que había leído.

«Sobre los Prs., escrito está que esperan siempre en la Puerta, & la P. está en todo tiempo y en todo lugar, pues Ellos no saben de tp° ni lgr., mas están en t0 tpo y en t° lugar, aunque parezcan no estar, y entre Ellos los hay q. pdn. tomar Formas y Rasgos diversos & cualquier Forma y cualq. Rostro q. deseen & las Puertas están en cualq. sitio pa Ellos, mas la ia es la q. yo hice abrir:

Irem, Ciudad de los Pilares, ciudad bajo el desierto, mas dondeqa q. el hombre disponga las Piedras y pronuncie 3 veces las Palabras Prohibidas, allí se abrirá 1 Prta. y Los Q. Vn. por la Prta. son: Dhols & el Abom. Mi-Go & los Tcho-Tcho & los Profundos & Gugs & Bestias Descarnadas de la Noche & Shoggoths & los Voormis & los Shantaks q. custodian Kadath en el Des0 de Hielo & la Mes. de Leng. Todos son Hijos de los Ds. Ancestrales, mas la Gran Raza de Yith & los Prs. no se pusieron de acuerdo ni ambos con los Ds. Ancest. & se separaron todos, dejando a los Prs. el dominio de la Tierra mientras que la Gr. Raza regresó de Yith y tomó Su morada en la Tierra, mas en un tp° que desconocen los que hoy caminan sobre ella, & allí esperan Ellos a q. vuelvan los Vientos & Voces q. antes los trajeron & El Q. Camina en los Vientos sobre la Ta & en los espacios q. hay entre las Estrellas.»

En este punto se producía una laguna de ciertas proporciones, como si hubieran borrado cuidadosamente lo que había escrito, aunque no sé qué método utilizarían para borrarlo, pues el papel no revelaba ninguna señal. El fragmento terminaba con un párrafo algo más breve que el anterior.

«Entonces retornarán Ellos y en este Día del Gran Retorno será liberado Cthulhu de bajo el mar & El Q. No Pde. Nombrarse vendrá de Su Ciudad, q. es Carcosa, junto al Lago de Hali y vendrá Shub-Niggurath & multiplicará Su espanto y Nyarlathotep llevará la Palabra a todos los Prs. & a Sus esclavos y Cthugha dejará caer Su Mano sobre quienqa q. se oponga a El & Destruirá, y el idiota ciego, Azathoth el maligno, se alzará del centro del Mundo donde T° es Caos & Destrucción, donde El ha blasfemado contra el Centro de Todas las Cosas q. es decir el Infinito, y Yog-Sothoth, q. es Todo-en-Uno & 1-en-T°, vendrá con Sus esferas & Ithaqua volverá a caminar & y de las negras cavernas de la Tierra vendrá Tsatthoggua & juntos tomarán posesión de la Ta. y de cuantos seres vivos la pueblan & se prepararán pa combatir con los Ds. Ancestr., cuando el Sr. del Gran Abismo sepa de Su retorno y Se apreste con Sus Hermanos a dispersar el Mal.»

La tarde llegaba a su fin. Aunque convencido de que la clave del misterio estaba en aquellas viejas páginas que me sentía incapaz de interpretar correctamente, la escasa luz del crepúsculo y la actividad de mi primo en la cocina me obligaron a abandonar la lectura. Puse el libro a un lado, muy perplejo ante estas siniestras y terribles alusiones a algo aparentemente primordial y completamente ajeno a todo cuanto yo sabía. Estaba convencido de que esta recopilación de textos fragmentarios se había iniciado a instancias de aquel Richard Billington que había sido «devorado por una Cosa que él había hecho bajar del cielo mediante Conjuros e Invocaciones» y luego había continuado bajo la dirección de Alijah. Lo que no se podía saber es para qué habían recogido todo ese material, salvo que sólo pretendieran añadir nuevas piezas a la colección familiar, de conocimientos prohibidos a la humanidad. Ahora bien, la posibilidad de que los Billington hubieran sido capaces de interpretar y utilizar correctamente aquellos textos contenía terribles implicaciones, sobre todo teniendo en cuenta los acontecimientos que se habían producido durante sus vidas.

Al levantarse y dar la vuelta para ir a la cocina, mi vista tropezó involuntariamente con la vidriera y sufrí una profunda conmoción. Los rayos rojos del sol poniente caían de tal modo sobre los vidrios emplomados que formaban la horrible caricatura de un rostro inhumano, como de algún ser enorme y grotesco de facciones deformes, ojos — si lo eran— hundidos en las órbitas y dos negros agujeros en lugar de nariz; la cabeza, brillante y sin pelo, terminaba por su parte inferior en una masa de tentáculos que se retorcían. Mientras contemplaba horrorizado esta aparición, volví a sentir de nuevo la presencia de una poderosa malignidad que parecía brotar de las mismas paredes y ventanas de la casa para envolverme y destruirme, como si poseyera conciencia propia y anhelara a todo trance aniquilar cualquier forma de vida que hallara a su alcance. Al mismo tiempo me pareció sentir un hedor malsano, un olor a corrupción que resumía en sí todo lo nauseabundo y espantoso.

A pesar del miedo que sentía, conseguí resistir el impulso de cerrar los ojos y huir de la habitación. Al contrario, seguí mirando la vidriera, convencido de que estaba siendo víctima de una alucinación, que podía explicarse por lo que acababa de leer. Pero entonces la horrible imagen empezó a desdibujarse y desapareció poco a poco. La ventana recuperó su apariencia normal y dejé de percibir el hedor insoportable. Pero lo que ocurrió a continuación fue, en un sentido, más terrorífico aún, y yo mismo lo provoqué.

No contento con haberme demostrado a mí mismo que había sido víctima de la misma ilusión óptica que anteriormente había aterrorizado a mi primo Ambrose, volví a subirme encima de la estantería que había justo debajo de la ventana y miré a través del cristal incoloro del centro, hacia la torre de piedra, con la intención de contemplarla, como antes, sobresaliendo de entre los árboles a la pálida luz del sol poniente. Pero, para mi espanto, lo que vi fue un paisaje que me era completamente desconocido, completamente extraño a todo lo que había visto en mi vida. Casi me caí de la estantería donde estaba arrodillado, pero conseguí sujetarme sin dejar de mirar. El paisaje que se extendía ante mis ojos era abrupto y descarnado y con toda seguridad no pertenecía a este planeta. El cielo que veía estaba cuajado de constelaciones extrañas, desconocidas para mí, excepto una, muy próxima, que se parecía a las Híadas pero como si se hubieran acercado miles y miles de años luz. Y en aquel paisaje había movimiento. En aquellos cielos ajenos y en aquella tierra consumida se movían grandes seres amorfos que vinieron rápidamente hacia mí con intenciones claramente maléficas, como pulpos grotescos y otros seres de pesadilla que volaban con enormes alas negras y proyectaban hacia mí sus garras.

Sintiendo que la cabeza me daba vueltas, aparté la vista y me bajé de la librería. Pero instantáneamente, al verme de nuevo rodeado por la atmósfera habitual del gabinete de estudio, reaccioné y volví a subir a mi observatorio. Allí hice acopio de valor y volví a asomar la mirada por aquel círculo central de cristal transparente. Entonces vilo que tendría que haber visto al principio: la torre, los árboles y el sol poniente. Pero, de todos modos, el hombre que volvió a bajar al suelo del despacho estaba abrumado por el desconcierto. La visión del espantoso rostro de la vidriera podía explicarse como alucinación, pero ¿cómo tranquilizarme con respecto o lo que acababa de ver a través de aquel cristal? Al momento me di cuenta de que no podía contárselo a Ambrose; sin duda me creería fácilmente, pero eso mismo agravaría su estado. Si yo había visto realmente lo que estaba seguro haber visto, entonces ¿de dónde era aquel paisaje? ¿En qué mundo, en qué rincón del universo podía existir un lugar tan espantosamente ajeno y terrible?

Permanecí unos momentos debajo de la ventana, echándole de vez en cuando medrosas miradas, como si temiera volver a contemplar su horrible metamorfosis. Pero nada sucedió. Por fin me sacó de mi ensoñación la voz de Ambrose llamándome a cenar. Le contesté que ya iba y salí del gabinete aunque no sin antes volver a lanzar una mirada temerosa hacia el cristal central de la vidriera, cada vez más oscuro a medida que caía la noche. En la cocina me esperaba mi primo ante la comida que acababa de preparar.

-¿Encontraste algo en los libros? — me preguntó.

El tono de su voz me hizo reflexionar antes de responder. Le miré a la cara y leí una expresión, no de hostilidad, pero tampoco amistosa. Y adiviné que su pregunta buscaba una información que era prudente no da ríe. Así, pues, le contesté, sin mentir, que había leído un poco por allí y otro poco por allá, sin entender nada. Pareció quedarse satisfecho, aunque en sus facciones reflejó aquel conflicto interno del cual él mismo era consciente. Durante unos momentos su expresión siguió siendo perpleja, pero no añadió nada. Yo tampoco y, por tanto, cenamos en silencio.

Ambos estábamos cansados y nos acostamos temprano.

Había decidido proponer a Ambrose que se viniera conmigo a Boston a pasar el invierno y, al ver que estaba cayendo una nevada ligera, me di cuenta de que tenía que decírselo en la primera oportunidad. Sin embargo, no podía hablarle del asunto mientras no estuviera seguro de que no lo iba a rechazar de plano, lo que sucedería sin duda si seguía manteniendo su actitud de hostilidad hacia mí.

El campo estaba en silencio. Sólo se oía el rumor de la nieve sobre el cristal de la ventana y pronto me dormí. Sin embargo, a cierta hora de noche me despertó un ruido que podría haber sido un fuerte portazo. Me incorporé para escuchar, pero nada volví a oír. Pensando que acaso mi primo se hubiera levantado de nuevo, salí de la cama en silencio y crucé el rellano hasta la puerta de su habitación. La puerta estaba abierta y entré sin hacer ruido, pero mis precauciones eran inútiles, pues efectivamente mi primo se había marchado. Mi primer impulso fue seguirle, pero después de reflexionar unos momentos me pareció imprudente hacerlo, ya que mis huellas quedarían en la nieve y él se daría cuenta. Por la misma razón a mí me sería fácil seguir las suyas por la mañana, ya que había dejado de nevar, y averiguar adónde había ido. Encendí una cerilla y consulté el reloj: eran las dos de la madrugada.

Estaba a punto de regresar a mi habitación cuando oí un sonido absolutamente incongruente: ¡música! Agucé el oído y escuché una extraña melodía como de flautas, acompañada por un murmullo o zumbido que parecía un cántico entonado por una voz humana. Me dio la impresión de que provenía de algún punto situado al oeste de la casa y abrí la ventana de mi primo para cerciorarme. Una vez cerciorado de que así era, en efecto, la volví a cerrar. Me sentí impulsado más que nunca a seguir a mi primo y averiguar qué hacía, tanto si estaba despierto como en estado de sonambulismo, pero la prudencia me retuvo, pues en ese momento recordé lo que había sucedido en tiempos pasados a otros curiosos que habían seguido a alguien en el bosque.

Volví a mi habitación y me acosté, pero permanecí despierto, esperando a que regresara Ambrose y temeroso de que le hubiera ocurrido algún mal. Pero volvió al cabo de un par de horas escasas. Oí el ruido de la puerta, aunque menos violento esta vez, y los pasos de mi primo subiendo por la escalera. Entró en su habitación y cerró la puerta detrás de sí, tras de lo cual volvió a hacerse el silencio, sólo interrumpido por el ulular de un búho, que de pronto también se calló, dejando la casa entera envuelta en la noche y el silencio.

A la mañana siguiente me desperté antes que Ambrose. Salí por la puerta principal de la casa, pues había visto que él lo había hecho por la trasera y di un rodeo hacia los bosques para encontrarme allí con sus huellas, las cuales, como habla supuesto, conducían a la torre de piedra que se alzaba en lo que en tiempos había sido una islita. Fue fácil seguir sus huellas. La nieve tenía el espesor aproximado de una pulgada y las huellas estaban claramente señaladas. Como he dicho, la pista conducía directamente a la torre y entraba en su interior. Gracias, además, a la nieve que había penetrado por la abertura que Ambrose había practicado en el techo, pude comprobar que sus huellas no sólo habían penetrado en la torre, sino que subían por la escalera adosada al muro interior de la misma hasta la plataforma situada justo debajo de la abertura. Las seguí sin vacilar y pronto me hallé donde Ambrose había estado aquella noche, contemplando, a través de la abertura, la casa que se alzaba sobre una loma, recortándose contra el sol naciente. Una vez visto el viejo caserón, bajé la mirada en busca de algún signo que me informara de lo que mi primo había estado haciendo en la torre y descubrí unas señales inquietantes en la nieve. Las contemplé durante unos momentos, incapaz de identificar su significado, y, por fin, temeroso de descubrirlo, descendí la escalera, salí de la torre y me dirigí a ellas para examinarlas de cerca.

Había tres clases distintas de señales y todas ellas sugerían posibilidades horribles. La primera de las señales era enorme. Tendría unos doce pies de ancho por veinticinco de largo y parecía hecha por un cuerpo como de elefante que allí se hubiera tendido a reposar. El aire era bastante frío y la nieve no se había derretido, por lo que pude examinar los bordes exteriores de esta extensa depresión, comprobando que el ser que allí se había posado poseía una piel lisa. El segundo tipo de huellas era como de una garra de unos tres pies de ancho que además parecía palmeada, y el tercero era una zona situada a ambos lados de las huellas de garras, en la que la nieve parecía como barrida por un batir de alas gigantescas. No había datos que permitieran colegir las características de dichas alas. Me quedé un rato contemplando estas señales con creciente estupefacción, pues allí estaban, inconfundibles y portentosas, contra toda lógica, hasta que ya no me cupo más asombro y regresé por el camino que había seguido al venir, apartándome de las huellas de mi primo en cuanto pude y dando un buen rodeo para que no sospechara adónde había estado.

Ambrose se había levantado, como yo suponía, y sentí alivio al advertir que otra vez volvía a ser el de siempre.

Parecía fatigado y un tanto lastimero; me había echado de menos; se sentía agotado sin saber por qué, pues había dormido profundamente toda la noche; y también notaba una sensación de opresión. Dijo además que, al notar mi falta, había salido para ver si me encontraba por los alrededores de la casa, descubriendo que habíamos tenido un visitante por la noche, que había entrado por la puerta trasera y se había vuelto a ir, al parecer por no habernos logrado despertar. Al momento me dí cuenta de que había visto sus propias huellas sin reconocerlas, lo que me dio a entender que no había estado despierto durante su nocturna visita a la torre.

Le expliqué que me había ido a dar un breve paseo matinal. Era una costumbre que tenía en la ciudad y no quería perderla.

-No sé qué me pasa — se quejó—, pero no tengo fuerzas ni para preparar el desayuno.

-Déjame que lo prepare yo — dije, e inmediatamente puse manos a la obra.

Aceptó con presteza y se sentó, frotándose la frente con la palma de la mano.

—Me parece como si se me hubiera olvidado algo. ¿Habíamos planeado hacer algo hoy?

—No. Estás cansado, eso es todo—. Se me ocurrió entonces que aquella era una buena ocasión para proponerle que se viniera aquel invierno conmigo a Boston. Además, yo estaba ansioso de abandonar aquella casa, pues en ella percibía ya sin duda la presencia de un peligro maligno y activo—-. ¿No has pensado, Ambrose, que te vendría bien un cambio de ambiente?

— ¡Pero si acabo de instalarme aquí! —contestó.

—No, quiero decir un cambio temporal. ¿Por qué no te vienes conmigo a Boston a pasar el invierno? Después, si quieres, volvemos aquí los dos en primavera. Si te apetece estudiar, puedes ir a la Widener; allí tienes conferencias y conciertos y, lo que es más, gente con quien charlar y relacionarte, que lo necesitas. Igual que cualquier otra persona, por supuesto.

Le vi dudar, pero no se opuso al proyecto y supe que terminaría por aceptar. Me sentí lleno de júbilo, aunque no sin cierta cautela, pues sabia que si no le convencía del todo y en seguida, cuando le volviera el talante hostil — que le volvería— no querría ni oír hablar de la idea. Así, pues, no le di tregua en toda la mañana, sin olvidar sugerirle la conveniencia de llevarnos con nosotros algunos de los libros de Billington para estudiarlos durante el invierno. Por fin, poco después de comer, aceptó por fin venirse conmigo a Boston. Una vez tomada esta decisión, le vi tan ansioso de partir — como apremiado por algún instinto profundo de conservación— que a la caída de la noche ya estábamos en camino.

 

A últimos de marzo regresamos de Boston. Ambrose con una extraña ansia, yo con cierta aprensión. Debo reconocer que, salvo unas pocas noches al principio — durante las cuales se levantó en sueños y anduvo por la casa como perdido—, Ambrose había pasado un invierno de lo más normal. Ni en su conducta ni en su conversación manifestó el menor indicio de no haberse recuperado totalmente del trastorno que le había hecho recurrir a mí en un principio. Como dato curioso señalaré que Ambrose resultó muy popular en sociedad, mientras que yo, enfrascado en los extraños volúmenes que nos habíamos traído de la biblioteca de Alijah Billington, quedé más bien como un tipo raro carente de sociabilidad. Durante todo el invierno me dediqué a estudiar estos libros. En ellos había muchos pasajes análogos a los que ya he reproducido, muchas referencias a aquellos nombres exóticos que ya me eran familiares y también no pocas contradicciones; pero en parte alguna descubrí ningún resumen concreto y conciso de un credo básico lo bastante explícito para aceptarlo o rechazarlo, ni tampoco la menor alusión a la teoría general, por así decir, a que pertenecían aquellas alusiones monstruosas e inquietantes sugerencias.

Al acercarse la primavera, sin embargo, había notado a mi primo un tanto desasosegado y más de una vez expresó su deseo de regresar a la casa del Bosque de Billington, pues en definitiva, según dijo, era su «hogar» y él «pertenecía» a ella. En cambio no mostró ningún interés por ciertos pasajes de los tomos manuscritos que a lo largo del invierno intenté discutir con él en varias ocasiones. En lo referente a los misteriosos sucesos ocurridos en las proximidades del Bosque de Billington, durante el invierno se registraron dos hechos que fueron debidamente recogidos por la prensa de Boston: el descubrimiento de dos cuerpos correspondientes a víctimas de las inexplicables desapariciones que habían tenido lugar en la zona de Dunwich. Los dos descubrimientos se hicieron en momentos distintos, el primero entre Navidad y Año Nuevo y el otro a primeros de febrero. Como en otras ocasiones, se comprobó que los cuerpos estaban recién muertos y que parecían haber caído desde una gran altura. Ambos estaban destrozados, pero eran reconocibles y tanto en uno como en otro caso habían transcurrido varios meses desde la desaparición hasta el hallazgo del cadáver. Los periódicos se extrañaban mucho de que nadie hubiera pedido rescate por los desaparecidos y subrayaban el hecho adicional de que las víctimas, sobre carecer de motivos para haberse escapado de sus casas, no habían dado la menor señal de vida después de su desaparición, a pesar de las intensas pesquisas realizadas por los reporteros encargados del caso. Uno de los cuerpos había sido encontrado en una isla del Miskatonic y el otro cerca de la desembocadura de este río. Pero a mí lo que más me fascinó de estas noticias — y me escalofrió— fue la reacción que provocaron en mi primo. Las leyó con interés una y otra vez, pero al mismo tiempo con cierta perplejidad, como si tuviera que conocer el significado oculto de lo que leía pero no consiguiera establecer contacto con sus propios recuerdos.

Como yo tampoco era capaz de desentrañar su significado, la reacción de mi primo me produjo una alarma fundamentalmente instintiva. Ya he dejado constancia de que la inquietud de mi primo, que aumentaba a medida que se aproximaba la primavera, y su deseo cada vez mayor de regresar a la casa que había abandonado para venir conmigo a Boston, me llenaban de oscuros recelos y temores. Pues bien, no tengo por qué demorar la confesión de que mis temores estaban justificados. En cuanto llegamos al viejo caserón, mi primo empezó a comportarse de forma diametralmente opuesta a como se había conducido en la ciudad.

Llegamos a la Casa Billington un atardecer de finales de marzo, poco después de que se pusiera el sol. Era un atardecer suave y dulce que olía a savia nueva, a brotes tiernos y a flores que empezaban a abrirse. Había un vientecillo del Este que traía el agradable aroma a leña quemada. Pero apenas habíamos terminado de deshacer el equipaje cuando mi primo salió de su cuarto en un estado de intensa agitación. Habría pasado junto a mí sin verme de no haberle cogido yo por el brazo.

Inmediatamente me lanzó una mirada hostil, pero contestó con educación a mi pregunta.

— Las ranas, ¿no las oyes? ¡Escucha cómo cantan!

— liberó el brazo que yo sujetaba—. Me voy a escucharlas fuera. ¡Me dan la bienvenida!

Supongo que desde que llegamos yo había percibido subconscientemente el coro de ranas, pero la reacción de Ambrose lo puso en primer plano de mi atención. Dándome cuenta de que mi compañía no era deseada, no seguí a mi primo al exterior. En cambio, me fui a su habitación y me senté junto a una de las ventanas, que estaba abierta, recordando que precisamente allí se había sentado Laban hacia un siglo para preguntarse qué se traían entre manos su padre y el indio Quamis. El estruendo de las ranas era verdaderamente ensordecedor. Retumbaba en mis oídos, resonaba en la habitación, vibraba en todo el espacio como un latido. Procedía de aquella extraña pradera pantanosa que habla en mitad del bosque entre la torre de piedra y el caserón. Pero mientras escuchaba aquel clamor ensordecedor percibí algo más insólito que el mismo clamor.

En la mayoría de las zonas templadas sólo cantan antes de abril las ranas-grillo y las ranas de árbol y a veces alguna rana de bosque, salvo que haga un tiempo inusitadamente benigno, lo que no había sucedido durante la primera semana de primavera. Después llegaba la época de las ranas comunes y, por último, la de los sapos gigantes. Sin embargo, en el coro de sonidos que se alzaba de la marisma pude distinguir con facilidad la voz de cada una de todas las clases de ranas y sapos imaginables, ¡incluso de sapos gigantes! Mi estupefacción inicial quedó atenuada por el convencimiento de que sin duda la misma intensidad del clamor me había engañado el oído; ya anteriormente me había ocurrido alguna vez confundir las notas agudas y aflautadas de un sapo, a finales de abril, con la llamada de un chotacabras lejano, y supuse que estaba sufriendo una ilusión auditiva de parecida índole; pero pronto me di cuenta de que no era así, pues me resultó fácil aislar e identificar los distintos cantos, voces y notas típicos de cada uno de ellos.

No había posibilidad de error, lo cual me alteró profundamente. Y me alteró no sólo por tratarse de algo que contravenía las leyes de la naturaleza, tal como yo había aprendido a conocerlas, sino sobre todo por ciertas abstrusas alusiones a la conducta de los batracios en presencia o proximidad, tanto de los que los libros manuscritos recién leídos denominaban vagamente «Seres» como de sus seguidores, es decir, de sus esclavos o adoradores, pues estas palabras suelen ser sinónimas en este contexto. El comportamiento de los batracios hacía patente la singular nitidez con que percibían dicha presencia o proximidad, lo cual, según un autor al que se aludía simplemente como «el árabe loco», se debía a la extraña afinidad primordial existente entre ellos y aquellos servidores del Ser Marino que eran conocidos como los «Profundos». El autor citado declaraba, en pocas palabras, que los batracios terrenales se mostraban inusitadamente activos y sonoros cuando los presentían, «igual visibles que invisibles, p.a ellos no hay diferencia, pues los sienten & les dan voz».

Escuché, pues, aquel siniestro coro con una dolorosa mezcla de sentimientos. Durante todo el invierno me había sentido seguro de la conducta de mi primo, que había sido absolutamente normal, y ahora me parecía que había vuelto atrás instantáneamente e incluso que estaba peor que antes, pues el cambio se le había presentado sin lucha ni angustia por su parte. Al contrario, Ambrose parecía recrearse en el coro de batracios, lo cual, como un timbre de alarma, me trajo a la memoria una de las curiosas «instrucciones» de Alijah Billington:

«No ha de molestar a ranas ni sapos, en especial a los sapas gigantes del pantano que hay entre la casa y la torre, ni a las luciérnagas ni a los pájaros llamados chotacabras, no vaya a abandonar cerrojos y defensas. » La sugerencia implícita en esta exhortación no me resultaba agradable, la mirara como la mirara. Si las ranas, las luciérnagas y los chotacabras eran, como parecía, «cerrojos y defensas» de Ambrose, ¿qué significaba entonces este clamor? ¿Era para avisarle de que rondaba «algo» invisible o de que había algún intruso en la vecindad? En este último caso, el intruso ¡sólo podía ser yo!

Me aparté de la ventana y salí resueltamente de la habitación, bajé la escalera y me reuní en el exterior con mi primo, que estaba de pie con los brazos cruzados y la cabeza ligeramente inclinada. En sus ojos brillaba una luz extraña. Yo iba dispuesto a aguarle la fiesta, pero al verle flaqueó mi decisión y me quedé junto a él sin decir nada. Al cabo de un rato el silencio me resultó tan opresivo que le pregunté si disfrutaba con aquel coro de voces en el perfumado atardecer.

Sin volverse, contestó estas palabras enigmáticas:

Pronto cantarán también los chotacabras y se encenderán las luciérnagas. Entonces habrá llegado el momento.

— ¿El momento de qué?

No contestó y yo me aparté de él. Al hacerlo percibí un movimiento en las sombras que cada vez se volvían más densas junto a la fachada de la casa que daba al camino y, sin pensarlo, corrí a toda velocidad en esa dirección. En mi época de estudiante había sido un buen corredor y me mantenía en buena forma, de modo que, al llegar a la esquina de la casa, vi a un individuo increíblemente andrajoso que desaparecía entre los matorrales que flanqueaban el camino, cerca del bosque. Me lancé en su persecución y no tardé en alcanzarle, agarrándole entonces de un brazo. Era un joven de unos veinte años que intentaba desesperadamente liberarse de mi presa.

— ¡Déjeme! —casi sollozó—. No he hecho nada.

— ¿Qué estabas haciendo? — pregunté con severidad.

—Sólo quería ver si El había vuelto, y le vi. Dicen que ha vuelto.

— ¿Quién lo dice?

— ¿No lo oye? ¡Las ranas lo dicen!

La impresión que me produjeron sus palabras me hizo apretarle involuntariamente el brazo y dio un grito de dolor. Aflojé un poco mi presa y le pregunté cómo se llamaba, prometiéndole dejarle en libertad.

— ¡No se lo diga a él! — suplicó.

—No se lo diré.

—Me llamo Lem Whately.

Le solté y salió corriendo como una, flecha, sin acabar de creerse que yo no iba a lanzarme de nuevo en su persecución. Pero al ver que yo mantenía lo que le había prometido, se detuvo a unas veinte yardas de distancia, me miró y volvió rápidamente a mi lado sin hacer el menor ruido. Con un gesto de apremio me agarró de la manga y susurró a mi oído con ansiedad:

—Usted no actúa como ellos, es usted distinto. Mejor que se vaya de aquí antes que pase nada.

Y volvió a salir disparado, pero esta vez se fue de verdad, desapareciendo con habilidad consumada en las sombras que ya envolvían los bosques. A mis espaldas, el clamor de las ranas seguía alcanzando proporciones enloquecedoras y me alegré de que la ventana de mi cuarto diera a levante, es decir, al lado opuesto de donde se encontraba el pantano, a pesar de lo cual, sin embargo, el coro seguiría siendo perfectamente audible. Pero igual de clamorosas vibraban en mis oídos las palabras de Lem Whately, que habían despertado en mí una oleada de terror irracional, de ese terror que acecha en las profundidades de todo ser humano y despierta cuando uno se enfrenta a lo desconocido, íntimamente ligado al deseo urgente de huir. Tras unos pocos momentos conseguí acallar la oleada de pánico y el impulso de seguir el consejo de Lem Whately. Regresé a la casa dando vueltas mentalmente a los problemas que planteaba la gente de Dunwich, pues este nuevo episodio, añadido a todo lo demás, me acabó de convencer de que ellos debían poseer alguna clave que me permitiera comprender lo que estaba sucediendo. Si mi primo me dejara utilizar el coche, podría valer la pena investigar por mi cuenta en la zona que se extiende más allá de Dean’s Corner.

Ambrose seguía donde y como le había dejado. No parecía haberse dado cuenta de mi ausencia y, en vista de ello, no me acerqué a él, sino que fui directamente a la casa, donde él se reunió conmigo al cabo de unos momentos.

— ¿No te parece raro que canten tantas ranas en esta época del año? — pregunté.

— Aquí no — repuso secamente, como si esta negativa dejara el asunto definitivamente zanjado.

Preferí no seguir hablando con él, pues sentía que mi primo se estaba convirtiendo a ojos vistas en un completo desconocido para mí y que su hostilidad volvía a estar a flor de piel. De haber insistido en el tema podía haber despertado más que su mera hostilidad, ya que en cualquier momento era capaz de echarme de su casa. La perspectiva de marcharme de allí no me disgustaba en absoluto, pero el deber me obligaba a permanecer mientras me fuera posible.

Aquella velada transcurrió en un silencio tenso y me retiré a mi habitación en cuanto tuve oportunidad de hacerlo. El instinto me advirtió que, dadas las circunstancias, era preferible renunciar de momento a los viejos volúmenes de la biblioteca, así que, a cambio, cogí el periódico que habíamos comprado el día antes en Arkham y me fui a leerlo a mi habitación. Pero no resultó una elección acertada, pues en la misma página del artículo de fondo y en una sección dedicada a cartas de los lectores venía un comentario anónimo donde se decía que en Dunwich había una vieja que aseguraba haber oído, varias noches, la voz de Jason Osborn. Ahora bien, Osborn era uno de los desaparecidos cuyos cuerpos se habían encontrado durante el invierno; su desaparición había ocurrido poco antes de mi primera visita a Ambrose y la autopsia practicada en el cadáver puso de manifiesto que Osborn había sido sometido a grandes cambios de temperatura, dondequiera que hubiera estado, pero que no se había encontrado más causa de muerte que las laceraciones y los desgarros que mostraba en el cuerpo. El anónimo comunicante no parecía persona cultivada ni mucho menos y afirmaba que el relato de la vieja había sido «suprimido» porque «parecía increíble». A continuación describía con cierta extensión cómo la vieja se había levantado de la cama para responder a la llamada y cómo había buscado en vano de dónde provenía la voz que tan claramente oía, llegando por fin a la conclusión de que procedía de algún punto situado «junto a ella o en el espacio o en el cielo».

Este relato me fascinó por varias razones. En primer lugar, volvía a señalar que el cuerpo de Osborn, como los de sus predecesores, parecía «haber caído desde una gran altura»; en segundo, volvía a poner el problema de Dunwich en el tapete, y, por último, añadía una nueva corroboración a todo el enigma que se iniciaba con las instrucciones de Alijah Billington y las siniestras referencias a invocaciones que hacían bajar «algo» del cielo, hasta los hechos reales acontecidos en fechas recientes. Pero mientras lo leía fui consciente, al mismo tiempo, de una vibración maligna, como si las mismas paredes me vigilaran y la casa entera estuviera esperando que yo hiciera el menor movimiento para abalanzarse sobre mí como un gato sobre un ratón. Además, el relato del periódico me alteró hasta tal punto que tardé mucho en dormirme y permanecí varias horas en la cama escuchando el clamor de las ranas, escuchando los inquietos movimientos de mi primo en la habitación del otro lado del rellano, aguzando el oído en busca de otros sonidos nocturnos y oyendo — ¿sueño o realidad?—, como enormes pisadas bajo tierra o por encima del cielo.

Las ranas cantaron y croaron durante toda la noche sin cesar hasta el alba, y aun entonces siguieron algunas voces aisladas elevando sus llamadas al espacio. Cuando por fin me levanté y me vestí, seguía cansado, pero no abandoné la decisión que había tomado la noche anterior: visitar Dunwich si me era posible.

Así pues, inmediatamente después de desayunar, pedí a mi primo que me permitiera utilizar su coche con el pretexto de que tenía necesidad de ir a Arkham. Accedió con presteza y, según me pareció, con alivio, volviéndose casi cordial, sobre todo cuando le hice saber, titubeando, que acaso estuviera fuera durante todo el día. El mismo me acompañó hasta el coche y me despidió, insistiendo en que permaneciera en Arkham todo el tiempo que quisiera y utilizara el coche cuanto me viniera en gana.

A pesar de que mi decisión había sido tomada de modo impulsivo, tenía muy claro cuál iba a ser mi objetivo inicial. Iba a ser aquella misma anciana, Mrs. Bishop, cuya conversación, llena de alusiones indirectas, me había referido mi primo en una de nuestras primeras charlas. La vieja había hablado de Nyarlathotep y Yog-Sothoth y, por las anotaciones que había tomado Ambrose en el dorso de un sobre que hallé entre sus papeles, me pareció que no sería difícil dar con su casa sin necesidad de preguntar a nadie el camino. Además, como, según mi primo, era una vieja supersticiosa, aunque astuta, la abordaría lo más indirectamente posible a fin de sonsacarle información que, de otro modo, quizá no pudiera obtener de ella.

Encontré la casa con la facilidad con que había supuesto. Reconocí las paredes bajas pintadas de blanco sucio que me había descrito mi primo y, por si fuera poco, el letrero que había en la entrada con el apellido «Bishop» eliminó cualquier duda que me hubiera podido quedar. Recorrí el sendero que conducía a la casa, subí al porche sin vacilar y llamé a la puerta.

—Pase — dijo una voz cascada desde el interior.

Entré en la casa y me vi, como mi primo anteriormente, en una habitación oscura. Pronto se me acostumbró la vista y distinguí la figura de la vieja, sentada, con un gato negro en el regazo.

—Siéntese, forastero.

Así lo hice, y, sin presentarme, le pregunté:

— Mrs. Bishop, ¿ha oído usted las ranas del Bosque de Billington?

— Ay, que si las he oído — respondió sin vacilar——. No paraban de llamar y de llamar. Y yo sé que llamaban a Los de Fuera.

—Ya sabe usted lo que eso quiere decir, Mrs. Bishop.

—Ay, y usted también, a lo que parece. El Maestro ha vuelto. Ya sabía yo que iba a volver cuando abrieron la casa de nuevo. El Maestro esperaba y llevaba mucho tiempo esperando. Y por fin ha vuelto, y Esos también han vuelto, desgarrando y destripando y Dios sabe qué más. Soy una vieja, forastero, y no me queda mucho de vida, pero no quisiera morir así. ¿Y usted quién es, forastero, que viene a hacerme estas preguntas? ¿Es usted uno de Ellos?

— ¿Llevo las señales? — pregunté a mi vez.

—Llevarlas, no las lleva. Pero usted ya sabe que pueden venir con la forma que quieran —la vieja empezó a reír con voz cascada, pero de pronto cortó en seco las carcajadas—. ¡Ese es el mismo coche que trajo el Maestro! ¡Usted viene de parte del Maestro!

— De casa del Maestro sí, pero no de su parte — me apresuré a replicar.

La vieja pareció titubear.

—Yo no he hecho ningún daño. Yo no escribí esa carta. Fue Lem Whately, que estuvo escuchando conversaciones que no debía.

— ¿Cuándo oyó usted a Jason Osborn?

—Diez noches después de que fue llevado, y luego doce noches después, y la última vez cuatro noches antes que lo encontraran como encontraron a otros antes de que yo naciera, y como encontrarán a otros también. Le oí con toda claridad, como si estuviera ahí mismo donde está usted, forastero, y conozco demasiado la voz de Osborn para equivocarme cuando la oigo.

— ¿Y qué dijo?

— La primera vez cantaba, pero las palabras eran extrañas y no las he oído nunca. La última vez parecía como una oración. La vez de en medio decía palabras del idioma de Ellos, que no está hecho para los mortales.

— ¿Y dónde estaba él?

—Afuera. Estaba Afuera con Ellos, y Ellos aguardaban hasta que Les llegara el momento de comérselo.

—Pero no se lo comieron, Mrs. Bishop. Le encontraron.

— ¡Ay! — Volvió a reír con voz cascada—. Lo que Ellos buscan no es la carne, sino el espíritu o lo que sea, lo que le hace a una persona pensar y figurarse cosas y lo que le hace a uno hacer y decir lo que quiere.

—La fuerza vital.

—Llámelo como quiera, forastero. Eso es lo que buscan Ellos, los muy diablos. ¡Ay! Lo encontraron y era Jason Osborn, ¿verdad?, todo destrozado y roto, según dicen, pero estaba muerto, ¿no es así? Ya lo creo que estaba muerto, y Ellos se habían llenado de él, que primero se lo habían llevado adonde Ellos habían querido.

— ¿Y dónde está ese sitio, Mrs. Bishop?

—Aquí mismo y allá, forastero, y en cualquier parte. Están aquí todo el tiempo, a nuestro alrededor, pero no se les puede ver. Puede ser que estén escuchando lo que hablamos ahora mismo, pero siempre están junto a la puerta, esperando a que el Maestro Les llame como antaño Les llamó. ¡Ay, que ha vuelto el Maestro, que ha vuelto al cabo de doscientos años! Así dijo mi abuelo que volvería y así ha vuelto, para soltarlos otra vez y que estén libres, y ahí Los tiene usted volando, y arrastrándose, y nadando, y acechando detrás de cualquier puerta, en espera de poder salir de nuevo y volver a empezarlo todo otra vez. Ellos saben dónde están las puertas y conocen la voz del Maestro, pero ni siquiera él está a salvo de Ellos si no conoce todos los signos, y los hechizos, y las defensas. Pero ya lo creo que los conoce, ¡no va a conocerlo el Maestro! El conocimiento le viene de lejos, según la Palabra que nos ha dejado.

— ¿Alijah? — pregunté.

— ¿Alijah? —Repitió, soltando de nuevo sus horribles carcajadas—. Alijah sabía más que cualquier mortal. Lo que él sabía nadie lo puede decir. El podía llamarlo a El y hablar con El, y El nunca cogió a Alijah. Alijah Lo dejó encerrado y se fue. Alijah Lo dejó encerrado y también dejó encerrado al Maestro allí Fuera, cuando el Maestro estaba listo para volver después de tanto tiempo. No hay muchos que lo sepan, pero Misquamacus si lo sabía. El Maestro caminó sobre esta tierra, pero nadie le reconoció al verle, pues cambiaba de cara cuando quería. ¡Ay! Y llevó una cara de Whately, y llevó una cara de Doten, y llevó una cara de Giles, y llevó una cara de Corey; y se sentó entre los Whately, y entre los Doten, y entre los Giles, y entre los Corey; y nadie le tomó sino por Whately, o por Doten, o por Giles, o por Corey; y comió entre ellos, y durmió entre ellos, y caminó y habló con ellos; pero tan poderoso era en su Exteriorización que aquellos de quienes se apoderó pronto se debilitaron y murieron, pues ninguno fue capaz de contenerle. Sólo Alijah fue más listo que el Maestro, ¡ay!, y siguió siendo más listo que él cuando ya hacía más de cien años que el Maestro había muerto — la vieja volvió a dejar oír su horrible risa y luego prosiguió— . Ya sé, forastero, ya sé. Yo no Les sirvo de nada, pero yo Les oigo hablar Ahí Fuera. Yo oigo lo que dicen Ellos y, aunque no entienda las palabras, sé lo que están diciendo. Yo nací con la membrana y puedo oír a Los de Ahí Fuera.

Para entonces yo ya había llegado a comprender perfectamente el punto de vista de mi primo. Me había dado cuenta de que aquella mujer producía la inquietante impresión de poseer algún conocimiento secreto y de que, efectivamente, se notaba en ella ese aire de superioridad, casi despectivo, que ya, había observado Ambrose. No me cabía duda de que la vieja poseía importantes conocimientos ocultos y prohibidos, pero volví a sentir una vez más que me faltaba la clave fundamental, sin la cual no me era posible comprender la información que me proporcionaba:

—Están esperando — repitió. A que llegue el momento de volver a la tierra y extenderse por todas partes, que no están sólo aquí, sino que acechan en cualquier sitio, desde dentro de la tierra y debajo del agua, y también desde Fuera. El Maestro Les ayuda.

— ¿Ha visto usted al Maestro alguna vez? — no pude por menos de preguntar.

—Nunca le puse la vista encima, pero sí he visto la forma que ha tomado. No hay ninguno de nosotros que no sepa que ha vuelto. Conocemos los signos. Se llevaron a Jason Osborn, ¿verdad? Y vinieron para coger a Lew Waterbury, ¿no es así? ¡Pues volverán! — añadió sombríamente.

—Mrs. Bishop, ¿quién era Jonathan Bishop?

Volvió a reír sin alegría, con algo del sonido de un murciélago.

—Bien puede usted preguntarlo. Era mi abuelo. Descubrió algunos secretos y se creyó que lo sabía todo. Conque se puso manos a la obra y Lo invocó y Lo envió contra los que espiaban o metían sus narices donde no les importaba, pero él no era como el Maestro y Algo se lo llevó igual que se había llevado a los otros. Y dicen que el Maestro no movió ni un dedo para ayudarle porque decía que era débil y no tenía derecho a implorar a las piedras ni llamar a los montes ni traer entre nosotros a esas Cosas infernales para que el odio reinara en Dunwich, que no hay ni un Corey ni un Tyndal que no odie a los Bishop.

Todo lo que decía la vieja tenía un significado horrible; las cartas de Bishop a Alijah Billington corroboraban fielmente sus palabras, y, como mi primo se había molestado en averiguar, también la prensa de Arkham daba fe de su veracidad. Cualesquiera que hubieran sido los motivos, no cabía duda de la realidad de los hechos; la prensa había recogido la desaparición, y el ulterior hallazgo, de Wilbur Corey y Jedediah Tyndal, aunque no los relacionaba en modo alguno con Jonathan Bishop. Pero las cartas de Bishop, que probablemente nadie había leído entonces sino el viejo Alijah, establecían sin ninguna duda esta relación, incluso antes de que hubiera desaparecido Corey. Y ahora esta anciana reconocía tranquilamente que los Corey y los Tyndal odiaban a los Bishop, lo cual se debía con toda seguridad a que habían adivinado la relación de Jonathan Bishop con aquellas dos desapariciones misteriosas. A estas alturas de la conversación me sentía yo considerablemente alterado por la convicción de que, si hubiera poseído los conocimientos pertinentes, habría obtenido de la vieja una información más coherente y significativa. Además me daba cuenta de que, tras sus palabras, se escondía algún secreto terrible que vibraba en su risa cascada y resultaba casi tangible en el espacio de aquella habitación: como un inmenso tesoro de conocimientos primordiales y secretos que parecían remontarse a través de las edades hasta un remoto pasado y amenazaban con perdurar hasta un futuro lejano, como un todo inteligente y vivo, pero torcido y maligno, que se ocultara en las sombras para surgir en el momento propicio y asolar el mundo de la vida.

— ¿Llegó usted a conocer a su abuelo?

—No, pero siempre he sabido lo que se decía de él. Listo sí era, pero no lo bastante, lo cual da la razón a los que dicen que saber un poco es peor que no saber nada. El se hizo un círculo de piedras y Lo invocó, y El vino, y Algo más con El, que se lo llevó, y después fue el Maestro y Los volvió a enviar a Fuera, a través del círculo, a El y a los Otros que habían venido —la vieja dejó oír de nuevo sus rotas carcajadas—. ¿No sabe usted, forastero, qué es lo que ronda por allá arriba, detrás de la montaña?

Abrí la boca para pronunciar, al azar, uno de los nombres-clave que con tanta frecuencia aparecían en los viejos libros, pero ella me hizo callar, con gran alarma que no se manifestó en la expresión de su rostro, pero sí en el tono de su voz.

— ¡No pronuncie Sus nombres, forastero! Que acaso estén escuchando y al oírlos se acerquen más y se pongan a seguirle la pista a usted… A menos que tenga usted el Signo.

— ¿Qué Signo?

—El Signo de protección.

Entonces recordé que, cuando mi primo me habló de los dos viejos harapientos con quienes había conversado en Dunwich cuando inició sus investigaciones en este lugar, me contó que le habían preguntado si tenía el «Signo». Era de suponer que debía tratarse del mismo «Signo», aunque parecía existir alguna discrepancia. Pregunté a la vieja sobre este particular.

—No, ésos se referían al otro Signo. Son unos majaderos que no saben ni de qué hablan; a ésos no les importa lo que pasa; creen que van a conseguir riqueza y poder, pero el Signo no es lo que ellos se figuran. Los de Fuera no se preocupan por enriquecer a la gente; lo único que Les importa es volver. Volver a la tierra y esclavizarnos y mezclarse con nosotros y matarnos cuando Les convenga, pero al que lleva Su Signo no le hacen nada, siempre que tenga poder, como el Maestro, y entonces ya les pertenece usted a Ellos. Yo lo sé. No se lo puedo explicar, pero lo sé. Yo oí gritar a Jason Osborn la noche que se lo llevó. Y Sally Sawyer, la que cuida la casa de mi primo Seth, oyó ruido de tablas rotas y arrancadas cuando esa Cosa se abatió sobre el cobertizo donde se había escondido Osborn al verla venir, y lo mismo pasó con Lew Waterbury. Mrs. Frye vio las huellas, dice, y que eran más grandes que si fueran de un elefante, como si fueran el doble de grandes o tres veces más grandes que si fueran de un elefante, y con más de cuatro patas también, y toda clase de huellas, y en algunos sitios había señales de alas, pero se rieron de ella y dijeron que lo había soñado. Y cuando ella los llevó allí para enseñárselo, casi no quedaban huellas, sino sólo algunas señales raras por algunos sitios, como si hubieran borrado las huellas. El caso es que nadie las pudo ver.

Confieso que los pelos se me habían puesto de punta y que tenía el cuerpo bañado en sudor frío. La vieja hablaba con tal pasión que no parecía darse cuenta de mi presencia. Era evidente que lo que ella misma había oído, más lo que sabía por su propio antepasado, la hacía pasarse todo el día, y día tras día; dando vueltas en el magín a los hechos horribles y misteriosos acaecidos en la comarca.

—Y lo peor del caso es que, verlos, no Los ve, pero nota usted que están cerca por el olor. Es un olor espantoso que no se lo puede usted ni imaginar, ¡como si saliera directamente del infierno!

Aunque seguía oyendo y entendiendo sus palabras, en realidad ya no les prestaba atención. Algunas de las cosas que me acababa de decir encajaban en un esquema global tan lleno de sugerencias que sentí un horror glacial ante la mera posibilidad de tomármelas en serio. La vieja parecía reverenciar al «Maestro» y había dado a entender que tenía más de doscientos años de existencia; por lo tanto, no era posible que dicho Amo tan reverenciado fuera Alijah Billington. ¿Era, pues, Richard Billington, o más bien aquel enigmático personaje a que se refería el Rev. Ward Phillips como «Richard Bellingham o Bollinhan»?

— ¿Por qué otro nombre conoce usted al Maestro? —pregunté.

Al momento me di cuenta de que esta pregunta despertó su desconfianza.

—Nadie conoce Su nombre, forastero. Puede usted llamarle Alijah si quiere, o Richard si lo prefiere, o darle un nombre más antiguo aún. El Maestro vivió aquí durante algún tiempo y después se fue a vivir Allá Fuera. Luego volvió aquí otra vez y más tarde se marchó Allá Fuera de nuevo. Y ahora está otra vez aquí. Yo soy una vieja, forastero, y me he pasado la vida oyendo hablar del Maestro y durante todos estos años he estado esperando su regreso y sabiendo que volvería, como lo han profetizado. Pero no tiene nombre ni tiene lugar. El viene y se va. Entra en el tiempo y sale de él.

— Debe ser muy viejo.

— ¿Viejo? — Rió la anciana, arañando con sus manos como garras los brazos de la mecedora—. Es más viejo que yo, más viejo que esta casa, más viejo que usted y más viejo que los tres juntos. Para él un año es como un suspiro y diez años como un tic-tac del reloj.

La vieja hablaba en enigmas que yo no era capaz de descifrar. Sin embargo, una cosa parecía clara, que la pista que conducía a Alijah Billington y sus extraños quehaceres seguía remontándose hacia un pasado cada vez más remoto, incluso anterior probablemente a Richard Billington. Entonces, ¿qué pintaba Alijah en todo el asunto? ¿Y por qué había abandonado de pronto sus tierras natales para regresar a Inglaterra, que es de donde habían venido sus antepasados muchos decenios antes? La primera explicación que se me había ocurrido — que me había parecido evidente por sí misma hasta el punto de aceptarla sin crítica— es que Alijah se había marchado, tras despedir al indio Quamis, para no verse mezclado en los extraños y terribles acontecimientos que habían tenido lugar en los alrededores. Pero esta suposición ya no me parecía tan evidente, y entonces, ¿qué otros motivos podía haber tenido Alijah para darse a la fuga? No había el menor indicio de que las autoridades atribuyeran a Alijah la menor responsabilidad en los dramáticos sucesos ocurridos en el vecindario, es decir, en las desapariciones y aún más misteriosas reapariciones de algunos campesinos del contorno.

La vieja llevaba un rato callada. En algún lugar de la casa se oía el latido de un reloj. El gato negro que dormía en su regazo se levantó de pronto, arqueó el espinazo y se dejó caer mullidamente al suelo.

— ¿Quién le envió, forastero? —preguntó de pronto la anciana.

—Nadie me envió. Vine yo.

—Por algún motivo habrá venido, digo yo. ¿Trabaja usted para el sheriff?

Le aseguré que no.

— ¿Y no lleva usted el Signo Ancestral?

Volví a responderle que no.

—Tenga cuidado por donde anda y tenga cuidado con lo que dice, que Los de Fuera le van a ver y a oír. O, si no, el Maestro. Y al Maestro no le gusta que la gente haga preguntas y se meta en sus asuntos. Y cuando al Maestro no le gusta una cosa, llama a Aquél para que baje del cielo o de las montañas o de donde esté.

Sin poderlo evitar me di cuenta de que a lo largo de toda nuestra conversación no había dudado ni un momento de la sinceridad de mi interlocutora. Ella creía con toda sencillez lo que decía; tal vez no comprendiera plenamente todo el alcance de sus palabras, pero es indudable que creía en alguna fuerza ajena y desconocida que se manifestaba en formas distintas y resultaba maléfica para la humanidad. De todo esto yo no tenía la menor duda. Algunas veces la anciana hablaba con acentos casi religiosos y me llevé una sorpresa al enterarme, cuando le pregunté sobre este particular, de que pertenecía a la Iglesia Congregacionalista, aunque no iba mucho a la capilla, y de que creía firmemente en Dios. Evidentemente, esta creencia no era incompatible con el terror a los seres extraterrestres que tan vivamente existían en el mundo de sus pensamientos.

Cuando por fin me despedí de ella estaba convencido de que las oscuras aguas en que nadábamos mi primo y yo eran demasiado profundas y no se divisaban las orillas. La ligera esquizofrenia que afectaba a mi primo cuando se hallaba en su casa y en los bosques que la rodeaban venía a complicar aún más el asunto. Era evidente que tenía que dirigirme a otras instancias en demanda de ayuda si no quería fracasar miserablemente en mi intento y poner en marcha sabe Dios qué fuerzas. Pues a estas alturas me encontraba en una situación mental en la que me resultaba fácil aceptar la existencia de fuerzas maléficas — incomprensibles e inimaginables, no obstante, para mí— que acechaban en las montañas con intención de diezmar las filas de la humanidad.

Durante el viaje de regreso permanecí muy pensativo. Me sentía perdido en un laberinto lleno de puertas y pasadizos, pero sin salida. Así pues, me hallaba en un talante más bien sombrío cuando por fin llegué a la casa, donde encontré a mi primo muy atareado en el gabinete de estudio. Saltaba a la vista que no pensaba que yo iba a volver tan pronto, pues al verme entrar apartó apresuradamente los papeles que tenía entre manos, aunque sin poder evitar que yo distinguiera fugazmente que estaban cubiertos de extraños diagramas y figuras geométricas. Este afán de ocultar sus actividades me invitó a pagarle en la misma moneda y no le di ninguna explicación de dónde había estado. Conseguí eludir sus preguntas y vi que se quedó bastante molesto, aunque no me dijo nada. En realidad, mi continua presencia parecía producirle cierta incomodidad, aunque no me cabe duda de que él pensaba lo mismo de mí. Afortunadamente, el día estaba ya bastante avanzado y pronto tocaría a su fin. Después de cenar aproveché la primera oportunidad para retirarme a mi habitación, pretextando un dolor de cabeza, lo cual no distaba mucho de ser verdad si consideramos el grado de mi confusión mental.

En vista de lo que ocurrió aquella noche, deseo ahora dejar clara constancia de que, a la sazón, yo no me encontraba enfermo ni sometido a ninguna influencia anormal. Mis pensamientos eran caóticos, en efecto, pero no tanto como para hacerme confundir mis fantasías con la realidad. De hecho, como me hallaba era en un intenso estado de alerta, debido muy probablemente a que, de una manera instintiva, me daba cuenta de que en cualquier momento podía ocurrir algo desagradable.

La noche se inició, como la anterior, con un demoníaco concierto del coro de ranas y las flautas de los sapos, que alcanzó alturas ensordecedoras en la marisma del bosque, entre la torre y la casa. Apenas se había puesto el sol y yo todavía no me había ido a mi cuarto cuando empezaron a cantar. Pero no empezaron, como cualquier naturalista hubiera esperado, por voces aisladas que al principio ensayan su canto aquí o allá y a las cuales poco a poco se van sumando otras, sino de repente y todas a la vez, como una disciplinada masa coral que obedeciera alguna señal dada por alguien a los pocos minutos de haberse hundido el sol tras el horizonte de occidente. Mi primo hizo como que no oía el estruendoso clamor y yo no lo mencioné, pues ignoraba cómo reaccionaria Ambrose si yo volvía a sacar el mismo tema de conversación que la noche anterior. Pero, una vez en el santuario de mi habitación, cada vez fui percibiendo el terrible coro con mayor nitidez, a pesar de que allí sonaba algo más apagado.

Sin embargo, no estaba dispuesto a permitir que mi imaginación se tomara la menor libertad. Con premeditada deliberación abrí un libro que siempre llevo conmigo — El viento en los sauces, de Kenneth Grahame— y me puse a releer las aventuras de sus deliciosos protagonistas, Topo, Sapo y Ratón, dispuesto a disfrutar de ellas como de costumbre; y en un plazo de tiempo relativamente breve, sobre todo teniendo en cuenta el ambiente en que me hallaba y los incidentes ocurridos desde que acudí en respuesta a la desesperada llamada de mi primo, volví a perderme en la encantadora campiña inglesa, junto al río eterno que atraviesa el país de los inolvidables personajes de Grahame. Leí bastante rato, además, y aunque en ningún momento llegué a olvidarme por completo del coro de batracios, sí conseguí enfrascarme bastante en la lectura. Cuando por fin dejé el libro en la mesilla, se acercaba la medianoche y la luna gibosa ya no estaba en el cenit, sino que se hundía lentamente hacia poniente. Apagué la luz de la habitación porque tenía los ojos algo cansados, pero yo en realidad no lo estaba. Yo me sentía fundamentalmente tranquilo, aunque a veces se agitaban aguas profundas en ciertos recónditos recodos de la mente donde se agazapaban los recuerdos de los recientes acontecimientos. En este estado de ánimo permanecí despierto durante un rato, intentando encajar unas en otras las distintas piezas del rompecabezas Billington.

Mientras me esforzaba en encontrar una lógica al problema, oí que mi primo abría la puerta de su cuarto y salía al rellano. Creo que en el mismo instante supe que se dirigía a la torre de piedra. También recuerdo que mi primer impulso fue detenerle, pero no lo hice. Le oí bajar las escaleras y luego, tras unos momentos de silencio, cerrar la puerta principal de la casa. Crucé el rellano y entré en su habitación, pues desde su ventana podía dominar el prado que Ambrose tenía que cruzar forzosamente para llegar a la franja de bosque que se interponía entre la casa, por un lado, y la marisma y la torre, por otro. Efectivamente, le vi recorrer el prado y volví a sentir el impulso de lanzarme en pos de él. Pero me disuadió algo más que la razón. Sentí algo muy próximo al miedo, pues aquella noche no estaba seguro de que mi primo estuviera andando en sueños como en otras. Me parecía muy posible que estuviera despierto y, en tal caso, podría enfadarse seriamente si me descubría siguiéndole los pasos.

Durante algún tiempo permanecí indeciso y, por fin, llegué a la conclusión de que era posible averiguar si Ambrose iba o no a la torre mediante el sencillo procedimiento de bajar al gabinete de estudio y asomarme por el cristal central de la vidriera, que apuntaba precisamente a la parte superior de la torre. A la luz de la luna seria fácil distinguir si aparecía alguien en la abertura practicada por Ambrose en el techo de la misma. Para cuando llegué a esta conclusión, Ambrose habla tenido tiempo de sobra para alcanzar su objetivo si es que efectivamente era la torre. Así pues, sin vacilar, bajé la escalera a oscuras, pues ya me había familiarizado bastante con la casa, y entré directamente en el gabinete. Era la primera vez que contemplaba la ventana en la oscuridad y quedé sobrecogido por el efecto fantástico de la luna sobre los colores de la vidriera, que parecía girar y palpitar con vida propia, esparciendo un suave resplandor por toda la estancia.

Subí a la estantería como la otra vez, aunque ahora me costó más trabajo, y me asomé por el círculo de vidrio incoloro que había en el centro de la vidriera. Ya he descrito anteriormente la extraña ilusión visual que sufrí en otra ocasión en que también había mirado a través de este cristal. El efecto que ahora sentí fue en cierto modo análogo, aunque a primera vista no tenía apariencia alguna de ilusión, sino que más bien parecía como sí todo el panorama hubiera sufrido cierta indebida exageración. El paisaje que contemplaron mis ojos era, en efecto, el que esperaba ver, pero aparecía como bañado por una luz más brillante que la de la luna, aunque del mismo matiz: de ese tono lívido que todo lo recubre, que altera de modo sutil formas y colores, convirtiendo la noche en un reino ajeno y fantástico. En este paisaje se alzaba la torre, sólo que ahora parecía mucho más cerca que nunca. Era como si estuviera emplazada al final del prado, en la linde del bosque como mucho, y, no obstante, las proporciones y perspectivas eran propias y correctas. Me daba la impresión de estar contemplando la escena a través de una lupa y, al mismo tiempo, sentía la convicción de que las cosas eran exactamente como debían ser.

Sin embargo, mi interés no se centró en las perspectivas ni en la insólita luminosidad, sino en la propia torre. Pese a lo avanzado de la hora — pues ya había pasado la medianoche— vi que mi primo había subido a la pequeña plataforma que hay en lo alto de las escaleras del interior de la torre. Se le veía perfectamente la mitad superior del cuerpo, a la luz fantástica de aquel paisaje, y tenía los brazos extendidos hacia el cielo de poniente, donde a aquellas horas brillaban las estrellas y constelaciones de invierno ya muy próximas al horizonte — Aldebarán junto a las Híadas, parte de Orión y, un poco más arriba, Sirio, Capella y los Gemelos—, así como el planeta Saturno, todos ellos empalidecidos por la proximidad de la luna. Más tarde me di cuenta de que veía a mi primo con una nitidez que no podía explicar ninguna de las leyes de la perspectiva o de la visión aplicadas a la distancia, el momento y el entorno. Pero en aquellos instantes no se me ocurrió ni pensar en ello por una razón evidentísima: todas aquellas características más o menos insólitas del escenario apenas constituían sino un simple marco para las visiones verdaderamente horribles y espantosas que se presentaron ante mi vista.

Mi primo Ambrose no estaba solo.

De junto a él salía como una excrecencia — no encuentro otra palabra más apropiada— que fluía aparentemente sin principio ni fin, que parecía hallarse en un estado constante de fusión, pero que producía una impresión inconfundible de poseer vida propia. Esa excrecencia que digo tenía a la vez algo de serpiente y de murciélago y parecía un monstruo inmenso y amorfo de los orígenes, cuando todavía las criaturas no habían emergido completamente del lodo primordial. Pero aun vi más, pues alrededor de Ambrose, asomado allí a lo más alto de la torre, el aire pululaba de figuras que desafían toda descripción. Sobre la bóveda cónica, uno a cada lado, había dos seres vagamente parecidos a sapos, que cambiaban constantemente de forma y apariencia. De ellos emanaba, aunque no sé cómo la producían, una lúgubre ululación sólo comparable a la aguda sinfonía de las ranas, que ahora alcanzaba unas alturas verdaderamente insoportables. En el espacio volaban unas enormes criaturas viperinas de cabeza extrañamente distorsionada, dotadas de garras desproporcionadas hasta lo grotesco y alas negras, como de goma, de unas dimensiones singularmente monstruosas. Desde luego, el espectáculo — que en circunstancias normales me habría dejado las piernas como trapos— era tan increíble que mi reacción instantánea fue suponer que había perdido los sentidos, que la constante preocupación con los problemas del Bosque de Billington y los hechos ocurridos en esta zona me habían afectado hasta el punto de producirme alucinaciones; Desgraciada mente, como ahora sé, hay una clara evidencia de que, si se me permite la expresión, aquellos fenómenos poseían existencia independiente de mi imaginación.

Además, allí en la torre había una situación de cambio constante. Aquellas criaturas voladoras, que parecían murciélagos, a veces desaparecían de repente, como si hubieran pasado a otra dimensión; los amorfos flautistas del tejado, enormes y monstruosos en un momento dado, se volvían en el siguiente pequeños como enanitos; y, sobre todo, la zona del espacio que se extendía ante mi primo, la cual he descrito como una excrecencia, se hallaba en un estado de fusión o de fluidez continuo que resultaba horrible de ver, pero a la vez tan fascinante que no podía apartar mi vista de ella, convencido de que en cuanto dejara de mirarla se disolvería como una ilusión y yo volvería a contemplar el panorama tranquilo, nocturno y lunar que habla esperado encontrar. Sé perfectamente que al decir que esa Cosa se hallaba en estado de fusión o fluidez no llego, ni con mucho, a describir lo que sucedía ante mis propios ojos horrorizados e incrédulos: primero era como una extensión angular del espacio, cuyo punto focal se hallaba situado ante mi primo Ambrose; pero luego se convirtió sucesivamente en una enorme masa amorfa de carne cambiante, escamosa como ciertas serpientes, que emitía y reabsorbía sin cesar innumerables apéndices tentaculares de todas las longitudes y formas posibles; en una bestia espantosa de negro pelaje y ojos rojos que se abrían inesperadamente en cualquier punto de su cuerpo, y, por fin, en una monstruosidad infernal de aspecto octopoidal, cuyos tentáculos infinitamente largos ondulaban en la lejanía del espacio hasta fundirse en la distancia y en cuyo cuerpo amoratado se abrió un ojo único que miraba a mi primo y, debajo del ojo, una boca como un pozo, de la que manaba un terrible aullido enmudecido. Al oír este sonido, los flautistas de la torre y los cantores del pantano aumentaron su música hasta el frenesí, y mi primo dio voz a terribles sonidos ululantes que me parecieron como la burla macabra de una criatura infrahumana y me llenaron de un terror abismal que nunca habla sentido anteriormente. Entre los sonidos que emitía, yo había reconocido, además, uno de los temidos nombres que con tanta frecuencia, y siempre envuelto en terrores desconocidos, aparecía en la historia de esta desdichada comarca: «Ngai, ngha’ghaa, y-hab — ¡Yog-Sothoth!». De todo este conjunto resultaba un tumulto tan fantástico y bestial que pensé que lo habría de oír el mundo entero y me aparté de la ventana, incapaz de soportar por más tiempo esa sensación de malignidad que ya conocía de otras veces, pero que ahora no parecía emanar de las paredes de la casa, sino de la vidriera.

Al hacer ese movimiento perdí pie y caí de rodillas al suelo del gabinete. Durante unos momentos permanecí en dicha postura, mientras recuperaba el uso de mis facultades, y luego me puse en pie, tembloroso, y escuché, asustado de lo que podía oír. Pero no oí nada, en vista de lo cual, terriblemente confundido e incapaz de comprender lo sucedido, empecé a escalar de nuevo la estantería a pesar de los fuertes impulsos que me apremiaban a emprender la huida. Mis pensamientos eran caóticos; me parecía haber sufrido una alucinación increíblemente fantasmagórica, y, sin embargo, sentí que debía mirar una vez más hacia Ja torre de piedra del bosque. Así, desgarrado entre este impulso y otro contrario que me impelía a retroceder, volví a subir a mi posición anterior y abrí los ojos lentamente a la escena tan temida.

Vi la torre, vi el bosque iluminado por la luna, y también vi a la luna descendiendo hacia el Oeste. Desde una de las estrellas se extendía una línea tenue y vaporosa, como de bruma o como una proyección de ectoplasma, pero de la escena que hacía unos instantes se había quedado grabada en mi memoria para siempre, ¡no quedaba nada! La torre se alzaba desierta y, aunque seguía sonando la rítmica cadencia del coro de ranas, todos los demás sonidos habían cesado; no había nada ni en la torre ni a su alrededor, y de mi primo tampoco se veía ni rastro. Permanecí durante unos momentos con la cara pegada al cristal, sin dar crédito a mis ojos, y de pronto me di cuenta de que mi primo debía estar volviendo a casa, quizá incluso llegando ya, pues yo había perdido por completo el sentido del tiempo. Eché una última ojeada, furtiva y temerosa, por la ventana circular y me retiré apresuradamente de ella. La escena seguía tranquila y desierta.

Me dejé caer al suelo con ligereza, salí del gabinete y subí a toda prisa las escaleras. Apenas me había encerrado en mi habitación, cuando oí el ruido de la puerta principal y los pasos de mi primo que se acercaban. Pero al escucharlos me sobresalté. ¿Qué pasos eran aquéllos?

¡Sin duda de más que una persona! ¡Y cuán lentos, cuán arrastrados! ¡Y cómo eran las voces cuyos susurros llegaron hasta mí desde el pie de la escalera!

— ¡Cuánto tiempo hacía! — dijo una voz gutural que indudablemente pertenecía a mi primo Ambrose.

— ¡Ay, Maestro!

— ¿Me encuentras cambiado?

—No, salvo en vuestra faz y vestimenta.

— ¿Fuiste muy lejos?

—A Mnar y a Carcosa. ¿Y vos, Maestro?

—He estado en muchos lugares y he tenido muchos rostros. Del tiempo pasado y del tiempo por venir. Pero habla en voz baja, que aquí hay peligro. Hay un forastero de mi sangre entre estas paredes.

— ¿Queréis que me vaya a dormir?

— ¿Lo necesitas?

—No.

—Entonces descansa y espera. Por la mañana todo será como siempre.

—Aguarda un momento. ¿Conoces tú el año tal como lo marcan los hombres?

—No, Maestro. ¿He estado mucho tiempo fuera? ¿Dos años? ¿Diez?

Fue audible la risa de Ambrose, y terrible de oír.

— ¡Sólo un suspiro del tiempo! Más de veinte veces diez. Se han producido grandes cambios, tal como predijeron los Primordiales que nos sería dado contemplar. ¡Ya los verás!

— Buenas noches, Maestro.

—Buenas noches, sí. ¡Cuánto tiempo ha transcurrido desde la última vez que nos las dimos aquí! Descansa, que mañana tenemos mucho que hacer para preparar su llegada y abrirles el camino.

Se hizo el silencio y oí los pasos de mi primo que subía lentamente por la escalera. Le oí avanzar con cautela, y la misma normalidad de este sonido me pareció espantosa después de lo que acababa de ver —si es que realmente había visto algo— por la ventana del gabinete y de la conversación que acababa de oír — si es que realmente la había oído— al pie de la escalera. ¡Ya empezaba otra vez a dudar de la evidencia de mis sentidos! Mi primo cruzó el rellano, entró en su alcoba y cerró la puerta. Poco después oí crujir su cama y todo quedó en calma.

Mi impulso inicial fue entonces el de darme a la huida inmediatamente, pero la huida despertaría las sospechas de mi primo sin satisfacer su hostilidad y sería imposible. Por otra parte, ese mismo impulso me produjo, corno reacción, el sentimiento de que no debía abandonar a Ambrose. No sabía lo que el destino habría ordenado que sucediera a continuación, pero si estaba seguro de algo que tenía yo que hacer. Tenía que ver otra vez al doctor Harper y exponer ante él, en orden cronológico, todo lo que había sucedido, presentándole incluso reproducciones o copias de los principales documentos existentes en la biblioteca de mi primo. A aquellas horas de la noche no me apetecía en absoluto ponerme a esa tarea, pero sabía que no tenía más remedio que hacerla. Antes de abandonar esta casa, tengo que preparar un informe que sirva de guía a cualquiera cuyos servicios requiera el destino para resolver el enigma del Bosque de Billington y los extraños y horribles sucesos de Dunwich.

Aquella noche no dormí.

 

A la mañana siguiente esperé a que mi primo hubiera bajado al piso inferior antes de salir de mi cuarto; y lo hice con miedo por lo que me podía encontrar. Mi temor, no obstante, era infundado. Ambrose estaba ocupado en preparar el desayuno. Parecía de buen humor y su aspecto acabó de aquietar mis temores, pues no vi nada en él que me recordara mis experiencias nocturnas. Además, se mostró singularmente voluble y me deseó que el coro de ranas del pantano no me hubiera impedido dormirme después de mi hora habitual.

La aseguré que no había sido así.

El había estado pensando que las ranas habían croado demasiado fuerte aquella noche y quizá hubiera algún método de reducir su número.

Por alguna razón, esta sugerencia me alarmó instantáneamente. No pude por menos de recordarle las instrucciones que había dejado Alijah al respecto, ante lo cual él sonrió de modo siniestro y altivo, como dando a entender que ya se había enterado de qué pretendía Alijah y que le tenía completamente sin cuidado. Esta inesperada reacción me alarmó todavía más, pero consideré necesario ocultar mis sentimientos.

Luego me comunicó que estaría ocupado fuera de la casa durante casi todo el día. Esperaba que no me importara. Había descubierto que tenía ciertos trabajos que hacer en el bosque.

Oculté mi satisfacción, pues su ausencia me permitiría fácil acceso a los papeles del gabinete de estudio. Pero me di cuenta de que tenía que disimular y, por lo menos, me ofrecí por si le era de alguna utilidad.

—Eres muy amable, Stephen — sonrió—. Pero se me ha olvidado decirte que ya tengo quien me ayude. El otro día, cuando estabas fuera, contraté a un hombre y tengo que avisarte para que no te alarmes. Tiene una forma muy rara de hablar y también va vestido de un modo especial. Es un indio.

No pude ocultar mi asombro.

— Pareces sorprendido.

— Estoy atónito. ¿De dónde has sacado un indio en estas tierras?

— ¡Ah! El se presentó y yo le contraté. Te quedarías sorprendido de lo que puede uno encontrar en estas montañas. — Se puso en pie, dispuesto a fregar los platos, pues yo estaba terminando de desayunar y, volviéndose hacía mí, añadió un último dato, fatídico—: Es una curiosa coincidencia que sabrás apreciar. Se llama Quamis.

III. Narración de Winfield Phillips

Stephen Bates acudió al despacho del doctor Séneca Lapham, sito en el campus deja Universidad del Miskatonic, poco después de las doce de la mañana del 7 de abril de 1924, por indicación del doctor Armitage Harper, miembro del personal de la biblioteca. Era un hombre de unos cuarenta y siete años de edad, bien conservado, que comenzaba a encanecer. Aunque se notaba que hacía esfuerzos por mantenerse sereno, parecía profundamente alterado, incluso agitado, y yo le catalogué de neurótico, tal vez de histérico. Llevaba consigo un voluminoso manuscrito que constaba de un relato, escrito por él mismo, de ciertas experiencias que le habían ocurrido, más un conjunto de cartas y documentos relacionados con el asunto y cuidadosamente copiados por él. Como el doctor Harper había telefoneado para anunciar su llegada, fue hecho pasar directamente ante el doctor Lapham, quien parecía extraordinariamente interesado en su caso, lo que me hizo suponer que el citado legajo debía tener que ver con ciertos aspectos de la investigación antropológica especialmente caros a mi jefe.

Mr. Bates se presentó a sí mismo y fue invitado a referir inmediatamente su caso, sin ningún preámbulo. No necesitó que se lo dijeran dos veces. Su relato resultó apasionado e incoherente y, según pude comprobar, tenía que ver con la supervivencia de cultos arcaicos, si es que entendí bien el ampuloso modo de hablar de Bates. No tardé en darme cuenta, sin embargo, de que mi opinión sobre el relato no contaba para nada. La grave expresión del doctor Lapham, sus labios fruncidos, su mirada escrutadora y pensativa, su ceño contraído y sobre todo, la profunda atención con que escuchaba, olvidándose incluso de la hora de comer, me demostraron que él por lo menos sí concedía gran importancia a la narración de Bates, narración que, una vez iniciada, siguió fluyendo de sus labios sin interrupción hasta que, de pronto, se acordó del manuscrito, dejó de hablar y se lo entregó al doctor Lapham rogándole que lo leyera sobre la marcha.

Para sorpresa mía, mi jefe accedió. Abrió el legajo casi con avidez y fue entregándome las páginas a medida que las iba leyendo. No solicitó de mí ningún comentario ni tampoco hizo ninguno él. Yo leí el extraordinario documento con creciente asombro, al que contribuía no poco el temblor que de vez en cuando percibía en las manos del doctor Lapham. Cuando terminó — antes que yo— la lectura, que la había llevado cosa de una hora, mi jefe miró fijamente a nuestro visitante y le apremió a que completara el relato.

Pero Bates replicó que ya no había más que contar. Lo había escrito todo. Era evidente, puesto que allí estaban, que había logrado copiar los documentos relativos al tema o, por lo menos, los que él consideró de mayor interés.

— ¿No le interrumpieron mientras los copiaba?

— Ni una sola vez. Mi primo volvió cuando ya había terminado. Vi al indio. Iba vestido como nos han enseñado que iban los Narragansetts. Mi primo me dijo que necesitaba mi ayuda.

¿Ah, sí? ¿Y qué quería de usted?

—Pues parece que ni él ni el indio ni los dos juntos podían manejar aquella piedra grabada que mi primo había quitado del techo de la torre. A mí me parecía que incluso un hombre solo podría moverla y así se lo dije. Mi primo entonces me desafió a que la levantara. Explicó que deseaba transportarla a otro sitio y enterrarla lejos de la torre. No me costó ningún esfuerzo hacer lo que me pedía, sin necesidad de ayuda por su parte.

— ¿Su primo no le echó una mano?

—-No, ni el indio.

El doctor Lapham dio papel y lápiz a nuestro visitante.

— ¿Querría usted hacer un plano de los alrededores de la torre y señalar el sitio aproximado donde enterró la piedra?

Bates obedeció, un tanto perplejo. El doctor Lapham tomó gravemente el papel y lo puso cuidadosamente junto con las últimas hojas del manuscrito que yo acababa de entregarle. Luego se repantigó en su butaca y cruzó las manos sobre la cintura:

— ¿No le pareció extraño que su primo no se ofreciera, a ayudarle?

— En absoluto. Habíamos hecho una apuesta. Yo la gané. No hubiera sido lógico que él me ayudara a ganarle.

— ¿Y eso fue todo lo que su primo pidió de usted?

— Sí.

— ¿Vio usted alguna señal de lo que había estado haciendo su primo?

—Sí, por cierto. Parecía como si él y el indio hubieran estado limpiando los alrededores de la torre. Vi que habían alisado el terreno, borrando las señales de garras y alas que yo había visto en una ocasión anterior. Le pregunté qué había sido de ellas y me contestó despreocupadamente que sin duda me las había imaginado porque allí no había, nada.

— ¿Su primo, pues, está al corriente de que usted sigue interesado en el misterio del Bosque de Billington?

— Sí, desde luego.

— ¿Me permite quedarme con este manuscrito durante algún tiempo, Mr. Bates?

Este vaciló, pero por fin accedió a prestársela, si es que le podía ser de alguna utilidad. Mi jefe le aseguró que efectivamente le era. Aun así, no parecía agradarle la idea de separarse del legajo e hizo prometer al doctor Lapham que no se lo enseñaría a nadie.

— ¿Cree usted que debo hacer alguna cosa determinada, doctor Lapham? — preguntó después.

— Sí, hay una cosa muy importante que debe usted hacer.

— Estoy ansioso por llegar al fondo de este asunto y quiero poner de mi parte todo lo que esté en mi mano.

— Entonces vuélvase a su casa.

— ¿A Boston?

— Inmediatamente.

Pero no está bien dejar a mi primo a merced de lo que haya allí en el bosque — protestó Bates—. Además, sospecharía algo.

— Se contradice usted, Mr. Bates. No importa en absoluto si sospecha algo o no. Y, por lo que me acaba usted de contar, creo que su primo se encuentra en perfectas condiciones de hacer frente a cualquier peligro que le pueda amenazar.

Bates sonrió casi como un chiquillo, metió la mano en un bolsillo interior y sacó una carta que depositó ante mi jefe.

— Léala y dígame después si sigue creyendo que es capaz de resolverse él solo sus propios problemas.

El doctor Lapham leyó lentamente la carta, la dobló y la volvió a guardar en el sobre.

— Usted mismo me acaba de decir que su conducta ha variado mucho desde que le escribió esta carta pidiéndole que fuera a verle.

Con esto estuvo de acuerdo nuestro visitante. Pero siguió sin decidirse a modificar sus planes, que consistían en regresar a casa de su primo, permanecer en ella unos días más y, luego, marcharse sin tanta precipitación.

— Yo considero que es muy aconsejable que se vaya usted a Boston ahora mismo. Pero si insiste en permanecer allí, le aconsejo que abrevie lo más posible su estancia, que no pase, digamos, de tres días o así. Cuando vuelva por Boston para coger el tren, no deje de pasar por aquí, aunque sea un momento.

Nuestro visitante asintió y se levantó para marcharse.

— Espere un momento, Mr. Bates — dijo el doctor Lapham.

Mi jefe atravesó la habitación hasta donde estaba la caja fuerte, la abrió, tomó algo de su interior y regresó a su mesa de despacho, poniendo ante Bates el objeto que había tomado de la caja fuerte.

— ¿Ha visto algo parecido alguna vez, Mr. Bates?

Bates contempló el objeto. Era un bajorrelieve de unas siete pulgadas de alto que representaba una especie de pulpo monstruoso con la cabeza rodeada de tentáculos, un par de alas en la parte posterior y enormes garras en las extremidades inferiores. Mientras Bates lo observaba, fascinado de horror, el doctor Lapham esperaba con toda la paciencia del mundo.

— Es como…, pero no es exactamente igual que esos seres que vi… o que creí ver la otra noche por la ventana del gabinete —dijo, por fin, Bates.

— ¿Había visto usted anteriormente algún bajorrelieve de esta índole? — insistió el doctor Lapham.

— No, nunca.

— ¿Ni en dibujo?

Bates movió negativamente la cabeza.

—Se parece a esos seres que revoloteaban alrededor de la torre, que podían ser los que hablan dejado las huellas, pero también se parece al ser con el que hablaba mi primo.

— ¡Ah! ¿Así interpreta usted la escena? ¿Cree usted que estaban hablando?

— La verdad es que nunca me lo he planteado seriamente, pero ¿qué otra cosa podían estar haciendo, si no?

— Parece probable que existiera cierta comunicación.

Bates seguía con la vista fija en el bajorrelieve, que, si no recuerdo mal, procedía de la Antártida.

—Es horrible — dijo, por fin.

— Sí que lo es. Pero lo más horrible es pensar que el escultor lo haya copiado del natural.

Bates hizo una mueca y movió negativamente la cabeza.

— No puedo creerlo — dijo.

— No lo sabemos, Mr. Bates. Pero a veces nos resulta más fácil creernos cualquier habladuría que aceptar la evidencia de nuestros propios sentidos, porque nos convencemos a nosotros mismos de que hemos sufrido una alucinación. — Se encogió de hombros, tomó el bajorrelieve y lo contempló durante un momento antes de guardarlo de nuevo—. Quien sabe, Mr. Bates. La técnica escultórica es primitiva y su concepción también. Pero ya se le hace tarde para regresar, ¿no es así? Sin embargo, yo le sigo aconsejando que se vaya a Boston.

Bates negó tercamente con la cabeza, estrechó la mano del doctor Lapham y se marchó.

El doctor Lapham se puso en pie y estiró los músculos un poco. Yo esperé que dijera algo de ir a comer, aunque ya era media tarde, pero lo que hizo fue sentarse otra vez, colocar ante sí el legajo de Bates y limpiarse cuidadosamente las gafas. Luego sonrió con cierta amargura, lo cual me sorprendió.

— Me temo, Phillips, que no se toma usted muy en serio ni a Mr. Bates ni lo que nos ha contado.

— Bueno, la verdad es que la explicación que da a esas misteriosas desapariciones es la más disparatada que he oído.

— Pero no es más extraño que las circunstancias en que se produjeron las propias desapariciones y reapariciones. No estoy dispuesto a tratar este asunto con ligereza.

— ¡Pero no irá usted a creerse lo que le ha contado!

Se reclinó sobre el respaldo de la butaca, se quitó las gafas y me lanzó una mirada tranquilizadora.

— Es usted un muchacho muy joven. — Y, a continuación, me dio una conferencia en miniatura que escuché con respeto y creciente asombro, olvidándome en seguida de las punzadas del hambre. Empezó diciendo que yo sin duda estaba lo bastante familiarizado con su obra para no ignorar el enorme volumen existente de mitos y leyendas relacionadas con rituales y religiones antiguos, especialmente entre los pueblos primitivos, y la supervivencia de cultos arcaicos que han llegado hasta nuestros días tras haber sufrido ciertas mutaciones. En determinadas zonas de Asia, por ejemplo, habían proliferado cultos increíbles, de los cuales se habían descubierto supervivencias contemporáneas en los lugares más curiosos. Me recordó que hace muchos años Kimmich sugirió la posibilidad de que la cultura Chimú procediera del interior de China, aunque era de suponer que en la época de sus orígenes China no existía todavía. Aun a riesgo de parecerme banal, insistió en las extrañas esculturas de la isla de Pascua y del Perú. La estructura de los cultos ha persistido sin ninguna duda, a veces con sus formas tradicionales y, otras, con ropajes nuevos que, sin embargo, no impiden reconocerla. En la civilización aria, acaso los últimos ritos que han sobrevivido sean los de los druidas, por una parte, y los rituales diabólicos de la brujería y la nigromancia, por otra, especialmente en ciertos puntos de Francia y de los países balcánicos. ¿No se me había ocurrido nunca que todos estos cultos poseían ciertas semejanzas muy llamativas?

Contesté que básicamente todos los cultos poseían una estructura análoga.

Dijo que él se refería a determinados aspectos independientes de esas analogías básicas que nadie ponía en duda. Prosiguió luego indicando que la idea de seres que vuelven una y otra vez a este mundo no era privativa de un solo grupo cultural, pues existían señales alarmantes de que en algunos puntos remotos del globo se seguía adorando a los dioses antiguos, o a seres que resultan divinos en el sentido de que poseen una estructura tan ajena a la humana y, por supuesto, a toda la vida animal del planeta, que mueve a la adoración. Y, por su naturaleza, son malignos.

Tomó el bajorrelieve y lo mantuvo levantado.

— Usted ya sabe que esta pieza proviene de la Antártida. ¿Qué diría usted que puede representar?

— Si tuviera que decidirme, yo diría que es una representación tosca y primitiva de lo que los indios llaman «el Wendigo».

— No está mal, salvo que en la cultura antártica no hay nada que indique la existencia de una contrafigura local del Wendigo ártico. No, esta pieza se encontró debajo de un glaciar. Tiene una edad incalculable. En realidad, yo diría que es incluso anterior a la civilización Chimú. Es, pues, única, pero sólo en este sentido; en otros, no lo es ni muchísimo menos. Acaso le sorprenda enterarse de que representaciones análogas se han encontrado en las épocas más diversas. Algunas de ellas se remontan al hombre de Cromagnon, y aún antes, hasta el alba misma de lo que solemos llamar humanidad. Pero también aparecen en la Edad Media y durante la dinastía Ming, y se han encontrado en la Rusia de Pablo I, en Hawai, en las Indias occidentales, en la Java de nuestros días y en el Massachusetts de cuando los puritanos. Esto son datos, ahora piense usted lo que quiera. A mí de momento esta figura me impresiona ahora por un motivo distinto. Considero muy probable que fuera alguna representación de este tipo a la que se referían aquellos dos viejos de Dunwich que preguntaron a Ambrose Dewart si tenía «el signo».

— En pocas palabras, ¿lo que usted me quiere dar a entender es que la criatura representada en ese bajorrelieve ha sido copiada del natural? —pregunté.

— Yo no estaba junto al escultor —contestó con exasperante seriedad—, pero no soy lo bastante arrogante como para negar esa posibilidad.

— O sea, que usted se cree lo que nos acaba de contar este tal Bates.

— Mucho me temo que es verdad, aunque dentro de ciertos límites.

— ¡Serán limites psiquiátricos! —repliqué mordazmente.

— La fe se presenta fácilmente cuando no hay pruebas, pero resulta difícil ante hechos que no debieran existir— movió la cabeza—. Habrá observado usted que se ha repetido con cierta frecuencia el nombre de uno de sus antepasados, el Rev. Ward Phillips.

— En efecto.

— No quisiera parecer oportunista, pero ¿podría usted recordar la historia de su familia y darme algún dato de lo que le ocurrió a ese digno clérigo después de sus incidentes con Alijah Billington?

—Me temo que su vida no tuvo nada de particular. Murió poco después y fue muy criticado, porque intentó recoger todos los ejemplares posibles de su libro Prodigios Taumatúrgicos para quemarlos.

— ¿Y eso no le dice a usted nada, después de haber leído el manuscrito de Bates?

—Es una mera coincidencia.

—Yo creo que es algo más. Las acciones de su antepasado parecen como las de un hombre que hubiera visto al diablo y quisiera borrar toda huella de su experiencia.

El doctor Lapham era un investigador concienzudo y durante el período en que estuve trabajando con él tuve contacto con muchos sucesos y creencias extraños. El hecho de que estas manifestaciones hubieran tenido lugar principalmente en rincones remotos y casi inaccesibles del planeta no era obstáculo para que cualquier día ocurriera algo parecido en nuestra inmediata vecindad. Además recordé situaciones anteriores en las que el doctor Lapham, a punto de descubrir alguna supervivencia de un mito monstruoso, había esbozado una teoría de vastas dimensiones que apuntaba hacia la existencia de algo espantoso que le dejaba a uno paralizado de horror.

— ¿Quiere usted decir que Alijah Billington sostenía alguna relación con el diablo? — pregunté.

—Podría contestarle que sí y que no. Desde el punto de vista del abogado del diablo, por supuesto, lo que se sabe de Alijah Billington es que sin duda tenía ideas muy avanzadas para su tiempo, que era más inteligente que la mayoría de su generación y que era capaz de reconocer el peligro cuando se topaba con él. Practicaba rituales y ceremonias que debían remontarse a los orígenes de la humanidad, pero sabía cómo eludir sus consecuencias. Así parece al menos. Creo que es muy conveniente estudiar a fondo estos documentos y este manuscrito sin pérdida de tiempo.

—Yo lo que creo es que da usted demasiada importancia a este galimatías.

El doctor Lapham movió la cabeza con cierta tristeza.

—La ciencia tiene la malísima costumbre de etiquetar de «coincidencia», «alucinación» o cosas parecidas todos los hechos que no caben a la primera en sus esquemas preconcebidos. En lo que respecta a los sucesos del Bosque de Billington y sus alrededores, especialmente de Dunwich, yo diría que a mí lo que me parece increíble es atribuir a la casualidad que, cada vez que hay ciertas actividades en el Bosque de Billington, se produzcan extrañas desapariciones en Dunwich y su comarca. No hace falta que tomemos en cuenta el manuscrito de Mr. Bates, excepto que menciona diversos relatos contemporáneos cuyos originales podemos consultar sin dificultad aunque decidamos hacer caso omiso de lo que ha escrito Bates. Estos fenómenos han ocurrido por lo menos tres veces en generaciones separadas entre sí por más de doscientos años. No cabe la menor duda de que la primera vez que se produjeron fueron atribuidos a la brujería y es muy probable que algún desventurado sufriera y muriera por hechos que no había cometido y que además se hallaban fuera del alcance de su entendimiento. Los días de la caza y quema de brujas no estaban todavía muy lejos, y en todas las épocas hay fanáticos y otros que hacen la vista gorda. En tiempos de Alijah, el Rev. Ward Phillips y el crítico John Druven debieron captar algún chispazo de la verdad y fueron invitados a visitar a Billington. En ese momento les ocurrió algo: Druven desapareció y su caso siguió el curso que es habitual en las desapariciones de Dunwich; el Rev. Ward Phillips no pudo recordar nada de lo que había sucedido durante su visita a Billington, excepto que había estado allí, y a continuación intentó destruir su libro, que, fíjese usted bien, contenía referencias a acontecimientos de análogas características ocurridos decenios antes. Ahora, en nuestros días, nos encontramos con la inexplicable hostilidad de Ambrose Dewart contra su primo después de haberle mandado una carta casi desesperada pidiéndole que fuera en su ayuda. Todos estos hechos encajan en un mismo esquema.

Esto lo acepté sin discusión.

—Hay quien sostendrá que la casa posee una malignidad propia, como insinúa a veces el manuscrito de Bates, y propondrá alguna teoría de residuos psíquicos. Pero yo creo que se trata de mucho más que eso, de muchísimo más, de algo increíblemente más horrible y maligno, que se sitúa mucho más allá de los hechos que conocemos y la significación que le damos.

La profunda seriedad con que hablaba el doctor Lapham me impidió dudar ni por un momento de la extraordinaria importancia que concedía al manuscrito de Bates. Era evidente que estaba dispuesto a examinarlo a fondo y, como él mismo había dicho, sin pérdida de tiempo, pues empezó a moverse por la habitación, recogiendo aquí y allá ciertos volúmenes de las estanterías. Se detuvo para indicarme la conveniencia de que me fuera a comer algo y me dijo que, de paso, dejara al doctor Armitage Harper una nota que se puso inmediatamente a escribir. Le vi lleno de entusiasmo y vitalidad. Escribió rápidamente y con su habitual fluidez, plegó el papel con mano de experto y lo metió en un sobre que cerró y me entregó, advirtiéndome que comiera bastante, pues era posible que nos quedáramos allí hasta después de la hora de cenar.

Cuando regresé de comer, al cabo de unos tres cuartos de hora, encontré al doctor Lapham completamente rodeado de libros y papeles. Entre ellos reconocí un volumen grande y sellado que pertenecía a la biblioteca de la Universidad y que sin duda le había sido enviado a solicitud suya. Las páginas del manuscrito de Bates estaban separadas y algunas de ellas señaladas.

— ¿Puedo ayudarle?

—Sí: abandonando todo prejuicio y manteniendo su espíritu abierto al máximo; Siéntese, Phillips. — El doctor Lapham se puso en pie y se acercó a la ventana, desde la que se divisaba la muralla que rodea la biblioteca de la Universidad del Miskatonic y el perro que allí había encadenado, como de guardia—. A veces pienso — prosiguió— que la mayoría de los hombres tienen la suerte de no poder correlacionar todos los conocimientos que poseen. Creo que Bates sirve perfectamente de ejemplo: ha recogido una serie de datos que parecen inconexos, constantemente bordea una terrible realidad, pero en rarísimas ocasiones hace un esfuerzo auténtico para enfrentarse con ella. Se lo impiden las apariencias y todo un conjunto de opiniones y creencias que no tienen más realidad que la que les dan los convencionalismos sociales. Si el hombre vulgar llegara a sospechar la grandeza cósmica de los universos, si tuviera un solo vislumbre de las pavorosas profundidades del espacio exterior, o se volvería loco o rechazaría tales conocimientos, prefiriendo aferrarse a cualquier superstición. Lo mismo sucede con otras cosas. Bates ha recopilado una serie de hechos ocurridos durante el transcurso de más de dos siglos y posee toda la información necesaria para resolver el misterio del Bosque de Billington, pero no lo hace. Describe cada hecho como si fuera una pieza de un rompecabezas incomprensible. A lo más que llega es a establecer ciertas conclusiones preliminares, por ejemplo que su antepasado Alijah Billington se dedicaba a ciertos quehaceres enigmáticos y posiblemente ilegales que se acompañaban inevitablemente de ciertas desapariciones en los alrededores; pero de ahí no pasa. Llega incluso a ver y a oír ciertos fenómenos, pero a continuación pone en duda la evidencia de sus propios sentidos. En pocas palabras, representa bastante bien al ciudadano medio que, enfrentado ante manifestaciones que, por así decir, «no vienen en los libros», encuentra más fácil y sensato dudar de sus sentidos. El habla de «imaginación» y de «alucinaciones», pero es lo bastante sincero como para reconocer que sus reacciones «normales» contradicen por completo sus argumentos intelectuales. Al final, aunque realmente parece que él no posee la clave definitiva que le permitiría comprender el rompecabezas, le falta valor para encajar entre sí las piezas de que dispone y llega a conclusiones más generales y significativas. Como consecuencia, se da a la fuga y expone el problema al doctor Harper, quien me lo envía a mí.

Le pregunté si suponía que el manuscrito de Bates era una relación escrupulosa de hechos verídicos.

—Creo que no nos queda otra alternativa que suponerlo. O su relato es veraz o no lo es. Si negamos su veracidad nos encontramos con que también tenemos que negar diversos hechos conocidos que han sido presenciados por testigos y recogidos por la historia. Si sólo aceptamos estos hechos conocidos, entonces tendremos que explicar los demás sucesos recogidos por Bates como efecto de coincidencias y casualidades, sin tener en cuenta que la posibilidad matemática de que tal serie de coincidencias se produzca por azar dista de resultar admisible, cualquiera que sea el procedimiento estadístico que utilicemos. Por eso me parece que no nos queda otra alternativa. El manuscrito de Bates recoge una serie de acontecimientos que correlacionan perfectamente con la historia conocida del lugar y de sus habitantes. Si, por fin, quisiera usted sugerir que algunas partes del manuscrito de Bates recogen hechos puramente imaginarios, dígame entonces de dónde se saca esas fantasías extraterrestres, pues sus descripciones son lúcidas, casi científicas, y los detalles que da hacen pensar que realmente ha visto lo que describe. En lo que se conoce de la historia del hombre o de las mutaciones del hombre no hay nada que permita explicar satisfactoriamente de dónde se ha sacado Bates algunos de tales detalles. Más aún, también podría usted defender que esas criaturas tan cuidadosamente descritas podían ser producto de alguna pesadilla, en cuyo caso tendría usted que explicarme por qué y cómo aparecen en las pesadillas de ese señor unas criaturas semejantes. En el momento en que usted postula la posibilidad de que en los sueños o pesadillas de un ser humano aparezcan seres absolutamente ajenos a su experiencia real de la vida y también a sus intereses intelectuales y psicológicos, su postulado resulta tan contrario a los hechos admitidos por la ciencia como los propios seres en cuestión. Para nuestros propósitos nos conviene aceptar el manuscrito como una relación de acontecimientos reales, y si estamos equivocados el tiempo lo dirá.

Volvió a su mesa de despacho y se sentó en la butaca.

—Usted recordará que durante el primer año que estudió aquí leyó un trabajo sobre los curiosos ritos que realizan los indígenas de Ponapé, en las islas Carolinas, como adoración de una deidad marina, a un Ser Acuático, que al principio se tomó por Dagón, el conocido dios del mar. Pero al indicárselo así a los nativos, éstos contestaron con unanimidad que El era mayor que Dagón, que Dagón y los Profundos eran servidores Suyos. Estas supervivencias de cultos antiquísimos son relativamente frecuentes, aunque no suelen llegar a conocimiento del público. El caso de Ponapé fue ampliamente difundido a causa de ciertos hallazgos realizados al mismo tiempo: las extrañas mutaciones descubiertas en los cuerpos de algunos nativos muertos en un naufragio ocurrido frente a la costa, como, por ejemplo, la presencia de branquias rudimentarias, vestigios de tentáculos alrededor del torso o, en un solo caso, la existencia de un ojo córneo situado en el centro de una zona de piel escamosa próxima al ombligo de la víctima que, como las demás del naufragio, pertenecía a una secta de adoradores del Dios del Mar. Lo único que recuerdo en este momento que decían aquellos isleños es que su dios había venido de las estrellas. Ahora bien, ya sabe usted que existe un notable parecido entre las creencias religiosas y los esquemas mitológicos de los atlantes, los mayas, los druidas y otros, y que constantemente se descubren nuevas analogías básicas, especialmente los que ponen en relación el mar y el cielo, como por ejemplo el paralelismo existente entre el dios Quetzalcoatl y el griego Atlas, que se suponían emergidos en alguna parte del océano Atlántico a fin de soportar el mundo sobre sus espaldas. Estas analogías no se encuentran sólo entre religiones distintas, sino también entre leyendas pertenecientes a pueblos muy diferentes, como por ejemplo la extensión de mitos marinos a gigantes humanos originados en el mar. En el mar occidental para ser más exactos, pues allí suponen las leyendas que nacen los titanes griegos, los gigantes de la sumergida Lyonesse comunes en el folklore de Cornualles. Menciono todos estos ejemplos para recalcar que todos ellos proceden de una tradición única que se remonta a los tiempos primordiales, cuando se creía que en las profundidades del mar moraban seres gigantescos, creencia que más adelante dio origen a leyendas sobre el nacimiento de los gigantes. No deberían sorprendernos las supervivencias de cultos que se descubren de vez en cuando, como la de Ponapé, pues existe toda clase de precedentes, pero nos sorprende y nos confunden las mutaciones físicas que concurren en este caso, las cuales se han pretendido explicar ulteriormente recurriendo a la posibilidad, no demostrada desde luego, de que hubiera habido comercio carnal entre ciertos moradores del mar y algunos nativos de las Carolinas. Si esto fuera verdad, explicaría la presencia de esas mutaciones. Pero la ciencia, al carecer de pruebas positivas de la existencia de tales moradores del mar, la niega por las buenas. En cuanto a las mutaciones, las consideran pruebas «negativas» y no aceptan su validez; para explicarlas se esfuerzan en demostrar que se trata de atavismos ya conocidos por la ciencia y catalogan a los indígenas en cuestión entre los casos de «regresión evolutiva», archivando definitivamente el incidente. Si usted o yo o cualquiera decidiese poner todos estos incidentes uno junto a otro se vería que dan varias veces la vuelta al globo terrestre y además se advertirían ciertas analogías inquietantes entre ellos, por ejemplo, que hay diversos elementos que se repiten en casi todos los casos y que se confirman entre sí. Sin embargo, nadie ha decidido emprender un estudio imparcial de estos fenómenos aislados, pues, como le sucede a Mr. Bates, existe un miedo muy real y muy humano a lo que podrían encontrar. Más vale no alterar el esquema general de la existencia, tal como lo interpretamos, pues más allá de estos límites podemos toparnos con extensiones del tiempo y del espacio con las que no estamos preparados para enfrentarnos.

Yo recordaba el caso de los isleños de Ponapé y así lo dije. En cambio, no llegué a comprender perfectamente qué relación podían tener, ni aun remotamente, con el manuscrito de Bates, aunque estoy seguro de que el doctor Lapham tenía algún motivo para hacerme recordar aquel curioso incidente.

Por su parte, él siguió con sus meticulosas explicaciones.

En muchísimos de los fenómenos aislados que se presentan ante el antropólogo, entre otros, existe cierto esquema estructural que es común a todos ellos. Se trata de un conjunto de mitos basados en la creencia de que la tierra fue habitada en tiempos primitivos por seres de otra especie, los cuales, a causa de ciertas prácticas tenebrosas, perdieron el dominio de la tierra y fueron expulsados por los «Dioses Ancestrales», quienes los confinaron y sellaron en el tiempo y el espacio, pues no estaban sometidos a las leyes espacio-temporales como los hombres mortales y además eran capaces de moverse en otras dimensiones. Estos seres, aun expulsados y mantenidos a raya mediante sellos terribles, siguen viviendo en «el exterior» y con frecuencia se manifiestan al intentar recuperar el dominio de la tierra y de los seres «inferiores» que ahora la prueban, cuya inferioridad se debe probablemente a que están sometidos a leyes menores que no afectan a los expulsados. A éstos se les conoce por varios nombres, el más corriente de los cuales es «los Primordiales», y hay muchos pueblos primitivos que están a su servicio, como, por ejemplo, los isleños de Ponapé. Además, estos «Primigenios» son maléficos y es preciso reconocer que las barreras establecidas entre la humanidad y el horror enloquecedor que ellos representan son puramente arbitrarias y totalmente inadecuadas.

— ¡Pero todo esto lo puede usted haber deducido del manuscrito de Bates y los documentos que lo acompañan! — protesté.

—Y, sin embargo, no es así. Todo esto existía muchos decenios antes de que Bates escribiera el manuscrito.

—Entonces es que Bates ya conocía esos mitos de antes.

El doctor Lapham permaneció imperturbable y lleno de gravedad.

—Aunque los conociera, eso no explica el hecho indiscutible de que en el año 730 de nuestra era se escribiera en Damasco un libro horrible y rarísimo sobre los Primordiales y la forma de relacionarse con ellos. Lo escribió un poeta árabe llamado Abdul Alhazred, al que se suponía loco, y se titula Al Azif, aunque hoy en día es más conocido en ciertos círculos secretos con el título de Necronomicon, que es el de su traducción al griego. Yo lo que quiero decir es que, si estas leyendas y estos conocimientos figuran en textos de hace muchos siglos como hechos comprobados, y ahora, en nuestros propios días, se producen ciertos fenómenos no humanos que parecen corroborar algunos aspectos de lo que escribía aquel árabe, encuentro absolutamente anticientífico achacar dichos fenómenos a fantasías o maquinaciones de un simple individuo que además se le ve que no tiene ningún conocimiento de estos temas.

De acuerdo. Siga.

—Los Primordiales — continuó— poseían cierta afinidad con alguno de los cuatro elementos: tierra, agua, aire o fuego, y cada uno tenía su medio predilecto para manifestarse. Entre ellos existía asimismo cierta interdependencia y poseían facultades ultramundanas que los hacían insensibles a los efectos del tiempo y el espacio, de tal manera que constituían una amenaza omnipresente para la humanidad y, en realidad, para todos los seres vivos del planeta. En sus incesantes esfuerzos por regresar a la tierra los ayudan sus adoradores y seguidores, que suelen pertenecer a culturas primitivas muy atrasadas y que, con mucha frecuencia, son individuos física y mentalmente tarados, cuando no presentan — como los indígenas de Ponapé— auténticas mutaciones fisiológicas. Su ayuda consiste en practicar ciertas «aberturas» que permitan entrar a los Primordiales y a sus servidores extraterrestres, y también en invocarlos, cualquiera que sea el tiempo y el espacio en que se encuentren, mediante ciertos ritos que han sido recogidos en parte por Abdul Alhazred y otros escritores de menor importancia que continuaron su obra y han dejado aportaciones personales derivadas de las mismas fuentes, pero enriquecidas con datos más modernos.

Al llegar a este punto hizo una pausa y me miró profundamente.

— ¿Me sigue usted, Phillips?

Le aseguré que si.

—Muy bien. Como le he dicho, estos Primordiales han recibido nombres muy diversos. Entre ellos existen jerarquías. La mayoría de ellos pertenece a un rango inferior y posee menos libertad que los principales, pues incluso muchos de ellos están sometidos a gran parte de las mismas leyes que gobiernan a la humanidad. El más importante de todos es Cthulhu, a quien se supone «muerto, pero soñando» en la ciudad sumergida de R’lyeh, que algunos autores sitúan en la Atlántida, otros en Mu y unos pocos frente a la costa de Massachusetts. El segundo en importancia es Hastur, llamado a veces El Que No Se Puede Nombrar o Hastur el Indecible, que reside en Hali, en las Híadas. El tercero es Shubb-Niggurath, un horrible dios o diosa de la fertilidad. A continuación viene uno al que suelen describir como «Mensajero de los Dioses», Nyarlathotep, que comunica especialmente con la más poderosa extensión de los Primordiales, es decir, con el maligno Yog-Sothoth, que comparte el dominio de Azathoth, caos ciego e idiota que se haya en el centro del infinito. Observo por la expresión de sus ojos que empieza a reconocer algunos de estos nombres.

—Desde luego que si. Vienen en el manuscrito.

—Y también en los documentos. Le diré, a modo de paréntesis, que Nyarlathotep suele manifestarse como un «dios sin rostro» que va acompañado por unos seres descritos como «flautistas idiotas».

— ¡Lo que vio Bates!

—Sí.

—Y entonces, ¿quienes eran los otros?

— Eso sólo podemos conjeturarlo. Pero si Nyarlathotep se caracteriza por ir acompañado de unos flautistas idiotas, es de suponer que una de esas manifestaciones era él; Parece que los Primordiales pueden cambiar de apariencia, aunque cada uno tiene su propia forma e identidad. Abdul Alhazred le describe «sin rostro», mientras que Ludvig Prinn, en su obra De Vermis Mysteriis, lo llama «el ojo que todo lo ve», y Von Junzt, en sus Unaussprechlichen Kulten, dice que tiene de común con otro de los Primordiales, refiriéndose probablemente a Cthulhu, la característica de estar «adornado de tentáculos». Estas diversas descripciones concuerdan con esa manifestación que Bates denomina «excrecencia» o «extensión».

Quedé asombrado de lo mucho que, al parecer, se conocía de estas religiones primitivas o primordiales. Nunca había oído a mi jefe hablar de aquellos libros y, desde luego, no los tenía en su biblioteca. ¿Cómo se había enterado de su existencia?

—Bueno, los tienen en la Universidad, pero están guardados bajo llave. Casi nunca los consulta nadie. Este libro — señaló el extraño volumen que me había llamado la atención cuando volví de comer— es el más famoso de todos y tengo que devolverlo esta noche. Es una traducción latina del Necronomicon, efectuada por Olaus Wormius e impresa en España en el siglo XVII. Este es el «Libro» a que se refieren el manuscrito de Bates y los otros documentos, y de sus páginas proceden los párrafos y fragmentos copiados por los corresponsales de Alijah Billington en diversas partes del mundo. Efectivamente, existen copias, por lo menos parciales, de este libro en la Biblioteca Widener, en el Museo Británico, en las Universidades de Buenos Aires y Lima, en la Biblioteca Nacional de París y en la de nuestra Universidad del Miskatonic. Algunos dicen que existe un ejemplar oculto en El Cairo y otro en la Biblioteca del Vaticano. Otros creen que diversos particulares poseen partes del libro, copiadas laboriosamente, lo cual es cierto por lo menos en el caso de Alijah Billington, en cuya biblioteca encontró Bates los documentos que conocemos. Y si Billington consiguió fragmentos de ese libro, ¿por qué otros no iban a conseguirlos también?

Se levantó y, tomando de un armario una botella de vino añejo, se sirvió un vaso que paladeó con evidente placer. Permaneció otra vez junto a la ventana durante un rato, mientras en el exterior iban cayendo las tinieblas y comenzaban a oírse los ruidos vespertinos de la provinciana Arkham. Por fin se volvió y regresó a la mesa.

—Con esto ya está usted en antecedentes del caso.

— ¿Espera usted que me lo crea? — pregunté.

—En absoluto, claro que no. Pero suponga que lo aceptamos como hipótesis de trabajo y pasamos a examinar el misterio de Billington propiamente dicho.

Lo acepté.

— Muy bien, entonces empecemos con Alijah Billington, que es por donde, al parecer, también empezaron Dewart y Bates. Creo que podemos aceptar como punto de partida que Alijah Billington se entregaba a algún tipo de prácticas nefandas que acaso tuvieran alguna afinidad con la brujería, como sin duda suponían el reverendo Ward Phillips y John Druven. Poseemos datos que relacionan estas actividades de Alijah con el Bosque, y especialmente con determinada torre de piedra que se alza en el Bosque, y también sabemos que se realizaban de noche, «después de la hora de cenar», como dice Laban, el hijo de Alijah. En este asunto, sea el que sea, también estaba iniciado el indio Quamis, aunque parece que desempeñaba un papel más bien secundario. En una ocasión el indio pronuncia con voz aterrada el nombre de Nyarlathotep y el muchacho lo oye. Al mismo tiempo, las cartas de Bishop nos demuestran que Jonathan Bishop, de Dunwich, se entregaba a prácticas similares. Estas cartas son muy explícitas sobre el tema. Jonathan sabía lo suficiente para invocar a una entidad que venía del cielo, pero no lo bastante para cerrar el paso a otras entidades ni para protegerse a si mismo. De todo ello se deduce fácilmente que el ser que acudía a la invocación, fuese lo que fuese, utilizaba a los hombres para algo, y todo hace pensar que era para alimentarse de una u otra forma. Si aceptamos esto, podemos explicar la razón de tantas desapariciones que siguen todavía sin resolver.

—Pero entonces, ¿cómo se explica usted que vuelvan a aparecer los cuerdos? —pregunté—. No hay la menor prueba de dónde estuvieron mientras tanto.

—No puede haberla si hubieran estado, como yo sospecho, en otra dimensión. Las conclusiones son espantosas, pero están clarísimas. La entidad que acudía en respuesta a la invocación no era siempre la misma. Ya recordará usted el sentido de las cartas y las instrucciones sobre el modo de operar con diversos seres cuyos nombres menciona. Pero, quienquiera que sea, procede de otra dimensión y al final se retira a esa misma dimensión, aunque no sin llevarse consigo, por lo menos alguna vez, a una criatura inferior, o sea, a un ser humano, para alimentarse de él, ya sea de su sangre, de su fuerza vital o de alguna otra energía que no podemos conjeturar. Con este fin, y también para que no hablara, fue drogado John Druven, llevado a casa de Billington y ofrecido en sacrificio, exactamente del mismo modo que Jonathan Bishop había actuado contra el entrometido Wilbur Corey.

—Aun admitiendo todo eso, existen algunas contradicciones en los hechos que conocemos — dije.

Ah, esperaba que se diera usted cuenta. Sí, las hay. Pero hay que verlas y reconocerlas. El no haberlas sabido ver es el principal fallo de Bates. Permítame adelantar una hipótesis. Ailjah Billington, por medios que desconocemos, se entera de ciertos secretos que hay en la ancestral propiedad, relacionados con los Primordiales. Investiga, adquiere conocimientos sobre la materia y, finalmente, descubre para qué sirven el círculo de piedras y la torre que hay en una islita de ese pequeño afluente del Miskatonic que Dewart denominó Misquamacus sacándose el nombre no se sabe de dónde, pero desde luego no de su memoria personal. A pesar de obrar con cautela, sin embargo, no puede evitar que se produzcan algunas incursiones contra los habitantes de Dunwich. Tal vez intenta tranquilizarse y exculparse achacando tales incursiones a la impericia de Bishop. Asimila cuidadosamente diversas partes del Necronomicon, como hemos visto, que le envían desde diversos lugares del mundo, pero al mismo tiempo se siente cada vez más asustado por la vasta inmensidad de esa infinita dimensión extraterrestre con la que ha establecido contacto. Sus airadas protestas contra la crítica que publica Druven sobre el libro del Rev. Phillips indican dos cosas: que ha empezado a sospechar que su propia mano no es enteramente suya y que ha entablado combate contra una coacción compulsiva que tampoco es exclusivamente suya. El ataque directo contra Druven, y su muerte, constituyen el punto culminante de esta historia. A continuación se despide de Quamis y, mediante los conocimientos obtenidos en el Necronomicon, cierra y sella la «abertura» que había practicado, igual que tras la desaparición de Bishop había cerrado y sellado la que éste utilizara, y se marcha a Inglaterra a fin de recobrar su propia identidad lejos de las terribles fuerzas psíquicas que operan en el Bosque.

—Eso suena bastante lógico.

—Ahora bien, teniendo en cuenta esta hipótesis, veamos las instrucciones que deja Alijah Biflington en relación con su finca de Massachusetts. — El doctor Lapham escogió una de las hojas escritas por Bates y la colocó en la mesa, delante de él, encendiendo a continuación la lámpara, de pantalla verde, que tenía en su mesa de trabajo—. Aquí está. En primer lugar, conmina «a los que vengan después» a que conserven la propiedad dentro de la familia y luego imparte una serie de reglas deliberadamente oscuras, cuyo significado, sin embargo, admite que «podrá encontrarse en los libros que quedan en la casa llamada Casa Billington». La primera regla es ésta:

«No se ha de permitir que el agua deje de manar alrededor de la isla donde está la torre ni alterar la torre en ningún detalle ni implorar a las piedras.» El agua dejó de manar por sí sola, lo cual, que sepamos, no ha tenido malas consecuencias. Es evidente que por «alterar la torre» Alijah entendía que no debía modificarse de modo que resultase restaurada la abertura que acababa de cerrar. Está clarísimo que la abertura que había cerrado estaba en el techo de la torre y que la había cerrado con una piedra que lleva grabado un signo que, aunque no lo he visto, no puede ser otro que el Signo Ancestral. Este signo es el símbolo de los llamados Dioses Ancestrales o Arquetípicos, que poseen un poder absoluto sobre los Primordiales, los cuales odian y temen el citado símbolo. Dewart alteró la torre precisamente como Alijah esperaba que no se alterara. Por último, lo de «implorar a las piedras» sólo puede referirse a alguna fórmula o fórmulas que habría que recitar a fin de establecer un contacto preliminar con las fuerzas existentes al otro lado del umbral.

Luego sigue diciendo: «No ha de abrir la puerta que conduce a tiempo y lugar extraños ni invitar a El Que Acecha en el umbral ni invocar a las montañas.» La primera parte se limita a recalcar lo dicho en la primera regla o instrucción acerca de la torre de piedra. La segunda hace referencia, por primera vez, a un Ser que acecha en el umbral y cuya identidad ignorábamos: puede ser Nyarlathotep, Yog-Sothoth u otro. Y la tercera debe referirse a una fase secundaria de los ritos relacionada con alguna manifestación de los de fuera, muy posiblemente con el sacrificio.

La tercera regla consiste en una nueva advertencia:

«No ha de molestar a ranas ni sapos, en especial a los sapos gigantes del pantano que hay entre la casa y la torre, ni a las luciérnagas ni a los pájaros llamados chotacabras, no vaya a abandonar cerrojos y defensas.» Bates llegó a presentir el significado de esta regla, cuya finalidad consiste simplemente en señalar que los animales citados poseen una sensibilidad especial para detectar la presencia de los de fuera. Mediante la intensidad de sus cantos y gritos, o del brillo que despiden, avisan de su proximidad y permiten, por lo tanto, tomar las medidas pertinentes. Es, pues, muy conveniente protegerlos y cuidarlos por la cuenta que les trae.

En la cuarta se menciona por primera vez la ventana:

«No ha de tocar la ventana ni intentar modificarla en su menor detalle.» ¿Y por qué no? Según Bates, de la ventana se desprende una intensa malignidad. Si estas reglas tienen una finalidad protectora, ¿por qué no destruir la ventana? Sin duda Alijah conocía esa influencia maligna. Yo lo que opino es que la ventana, modificada, puede resultar mucho más peligrosa que como está.

—Esto no lo entiendo — interrumpí.

— ¿No le sugiere nada la narración de Bates?

—La ventana es muy extraña, el cristal es diferente. Es evidente que la diseñaron así aposta.

—Yo lo que sugiero es que acaso esa ventana no sea en realidad una ventana, sino una lente o prisma o espejo que refleja una visión de otras dimensiones, es decir, que procede del tiempo o del espacio. Pero también puede haber sido concebida con la finalidad de reflejar algún rayo misterioso que no afecte a la vista, pero que opere sobre vestigios olvidados de nuestras antiguas facultades extrasensoriales, en cuyo caso no habría sido construida por seres humanos. Esa ventana permitió a Bates, en dos ocasiones, contemplar algo más que el mero paisaje que se extiende ante ella.

— Aceptémoslo provisionalmente y pasemos a la última regla.

La última regla es sencillamente una recapitulación de lo que se ha dicho antes y no presenta ninguna dificultad si hemos entendido las que la preceden. «No ha de vender o enajenar la finca sin añadir al contrato una cláusula que disponga «que la isla y la torre deben dejarse como están y que la ventana no debe ser modificada, excepto para destruirla».» De aquí lo que se desprende de nuevo es que la ventana puede ejercer algún tipo de influencia maligna, lo cual, a su vez, sugiere la posibilidad de que, por algún procedimiento que indujo Alijah probablemente desconoce, pueda también convertirse en una nueva abertura, quizá no para que entren físicamente los de Fuera, pero sí, por lo menos, para que se manifiesten sus percepciones y, por tanto, sus sugestiones e influencias. Creo, por una razón muy evidente, que la explicación más verosímil es ésta: por todos los canales de información que poseemos se pone de manifiesto que en la casa y en el Bosque opera alguna influencia. Alijah se ve impulsado a estudiar y experimentar. Bates nos cuenta que, cuando Dewart tomó posesión de la casa, se sintió arrastrado hacia la ventana y se puso a examinarla y a mirar por ella y que, cuando fue a la torre del Bosque se sintió como obligado a quitar el bloque de piedra que había incrustado en el techo. El propio Bates describe la reacción que le produjo la casa inmediatamente después del primer incidente extraño ocurrido con su primo, al que erróneamente califica de «esquizofrénico». Aquí lo tengo, déjeme que se lo lea: «Y de repente, mientras permanecía sintiendo el frescor del viento en el cuerpo, fui consciente con una sensación creciente de opresión, abrumado por una desesperación infinita, de una presencia horriblemente impura, de una malignidad negra y ardiente que infiltraba la casa y los bosques que la rodeaban, de algo corrompido y nauseabundo perteneciente a los más profundos abismos del alma humana… Un aura de malignidad, terror y repugnancia flotaba en la habitación, como una nube; la sentía rezumar de las paredes como una niebla invisible.» Además, también Bates se siente atraído por la ventana. Y finalmente, al ser nuevo en la casa y carecer, por tanto, de ideas preconcebidas, se da cuenta de que su primo se halla sometido a alguna influencia anómala. La describe correctamente como algún tipo de lucha interior, pero se equivoca al etiquetaría de esquizofrenia, porque no lo es.

¿No se excede usted un poco en sus afirmaciones?

En definitiva, sí parecen existir ciertos síntomas de doble personalidad.

— No, no, ninguno en absoluto. Ese es el peligro de saber demasiado poco de un asunto. No se halla presente ninguno de los síntomas de la esquizofrenia, salvo un conflicto relativamente superficial entre dos talantes. Al principio, Ambrose Dewart se nos presenta como un personaje amable y educado, como una especie de pequeño terrateniente intelectual que busca alguna afición culta en que entretener sus ocios. Pero luego empieza a notar algo que no sabe qué es y se pone cada vez más inquieto y angustiado. Por fin llama a su primo. Cuando llega Bates, se encuentra con un nuevo cambio. Dewart se siente incómodo en su presencia y poco a poco se le vuelve decididamente hostil. Hay momentos más o menos breves en que vuelve a su estado anterior, más natural, y durante todo el invierno que pasa en Boston parece haber recuperado por completo la normalidad. Pero en cuanto vuelve a la casa del Bosque, hace un mes, se manifiesta nuevamente su anterior hostilidad, la cual se transforma poco a poco en una cautelosa vigilancia. Bates no se da cuenta de esto con toda la claridad que debiera y a veces se siente aceptado por su primo y a veces rechazado. Reconoce que existe un conflicto en Dewart y, utilizando un término psiquiátrico que no conoce mejor que usted, lo califica de esquizofrenia.

—Lo que usted sugiere entonces es que esa influencia procede del exterior. ¿Y de qué naturaleza es?

—Bueno, yo creo que es evidente que procede del exterior, y opino que se trata de una influencia consciente ejercida por una inteligencia rectora. Se trata, en concreto, de la misma influencia que operó sobre Alijah, pero que fue vencida por él.

— ¿Uno de los Grandes Primordiales, pues?

—No, eso no está demostrado.

—Pero sí indicado.

—No, ni siquiera indicado. Lo que yo opino es que esa influencia procede de un agente de los Primordiales. Si examina usted minuciosamente el manuscrito de Bates observará que las sugestiones e influencias detectadas son de naturaleza esencialmente humana. Postulo que, si la influencia que actúa en la Casa Billington procediera directamente de los Primordiales, las sugestiones que provoca serían esencialmente inhumanas, al menos en alguna ocasión. No hay nada que demuestre que lo son. Si la impresión recibida por Bates en cuanto a la impureza, el horror y la malignidad de la casa y el bosque le hubieran sido transmitidas por algún ser totalmente ajeno, lo probable es que su reacción no hubiera sido tan fundamentalmente humana. No, lo que se provocó en él fue reacción humana, casi diría que calculadamente humana.

Sopesé sus argumentos. Aunque la teoría del doctor Lapham parecía sólida, yo advertía en ella un fallo manifiesto. El opinaba que la influencia que operaba sobre Dewart y Bates era la misma que había operado en Alijah Billington. Si esta influencia era, como él postulaba, de origen humano, ¿cómo era posible que se ejerciera en dos momentos separados entre sí por más de un siglo de distancia? Aduje esta objeción, escogiendo con todo cuidado las palabras.

—Sí, la acepto, pero no existe ninguna incompatibilidad. Tenga usted en cuenta que la influencia es de origen extraterrestre. Procede, pues, de otras dimensiones desconocidas y, en consecuencia, no está más sometida a las leyes físicas de la tierra que los propios Primordiales. En pocas palabras, si la influencia es humana, como yo defiendo, entonces también existe en un tiempo y un espacio coextensivo a los nuestros y, sin embargo, distintos. Así posee la capacidad de existir en tales dimensiones sin sufrir las limitaciones que imponen el tiempo y el espacio a cualquier persona que habite en la Casa Billington. Existe en aquellas dimensiones exactamente igual que las desgraciadas victimas de los seres invocados por Bishop, Billington y Dewart antes de ser arrojadas de nuevo a nuestra dimensión.

— ¡Dewart! él.

—Sí,

— ¿Sugiere usted que él es responsable de las últimas desapariciones ocurridas en Dunwich? — pregunté, atónito.

El doctor Lapham movió la cabeza con gesto de conmiseración.

No. No lo sugiero. Lo afirmo categóricamente, a menos que prefiera usted volver al terreno movedizo de las coincidencias.

—En absoluto.

—Muy bien. Entonces veamos el caso. Billington va a su círculo de piedras y a su torre y abre la «puerta». Algunas personas ajenas a Billington oyen ruidos en el bosque, y también su hijo Laban, que los menciona en su diario. – Estos fenómenos van siempre acompañados por: a) una desaparición, y b) la reaparición del que había previamente desaparecido. Ambas se producen siempre en las mismas circunstancias extrañas; la segunda, varías semanas o meses después de la primera, y tanto una como otra quedan para siempre sin resolver. Jonathan Bishop escribe en su primera carta que se fue al círculo de piedras y allí «Le llamé al Monte y Le contuve en el círculo, mas no sin gran trabajo y esfuerzo, que talmente parecía como si el círculo no fuera lo bastante poderoso para sujetar por mucho tiempo a uno de Esos». A continuación vuelven a producirse las extrañas desapariciones y reapariciones de costumbre, en circunstancias paralelas a las que acompañaron las actividades de Billington. Estos hechos de hace más de un siglo se repiten en nuestros días, Ambrose Dewart camina en estado de sonambulismo hasta la torre. En sueños percibe la presencia de algo increíblemente pavoroso y terrible. Y es poseído por esa influencia exterior, aunque no es consciente de ello. ¿Cree usted que un observador imparcial que conociera estos hechos achacaría a simples coincidencias las desapariciones y reapariciones ocurridas después del viaje nocturno de Dewart a la torre de piedra y de que él mismo descubriera al día siguiente una enorme mancha de sangre?

Reconocí que pretender explicar mediante coincidencias semejantes series de acontecimientos paralelos resultaba tan fantástico como la propia explicación que proponía el doctor Lapham. Me hallaba perturbado y profundamente alterado, porque el doctor Seneca Lapham era un intelectual de gran categoría que atesoraba Vastísimos conocimientos, y verle adherirse a unas teorías tan radicalmente distintas de las que habitualmente se admiten suponía una profunda conmoción para una persona que, como yo, sentía por él enorme admiración y respeto. Era evidente que, para él, tales hipótesis se basaban en algo más que conjeturas, lo cual presuponía en él unas creencias que a mi, francamente, no me cabían en la cabeza. No obstante, resultaba patente que mi jefe no abrigaba dudas de ningún tipo y que se sentía seguro de sus conocimientos sobre el tema y el caso.

—Le veo a usted muy encerrado en sus pensamientos. Reflexionemos esta noche con la almohada y ya volveremos a hablar del asunto mañana o pasado. Deseo que lea usted algunos de los pasajes que he señalado en estos libros, pero al Necronomicon tendrá que echarle una ojeada ahora mismo para poder devolverlo esta noche a la biblioteca.

Tomé inmediatamente el antiguo volumen y vi que el doctor Lapham había señalado dos pasajes muy curiosos; que fui traduciendo lentamente a medida que los leía. Trataban de ciertas terroríficas entidades exteriores que se hallan constantemente al acecho, a las que el autor árabe denomina en alguna ocasión «Los Que Reposan en la Espera», mencionando sus respectivos nombres. Me llamó sobre todo la atención un largo párrafo situado hacia la mitad del primer pasaje señalado.

«Ubbo-Sathla es la fuente inolvidada de donde emanaron Aquellos que se atrevieron a oponerse a los Dioses Ancestrales que gobernaban desde Betelgeuze, los Grandes Primordiales que osaron combatir a los Dioses Ancestrales. Y estos Primordiales habían recibido instrucción de Azathoth, que es un dios ciego y estúpido, y de Yog-Sothoth, que es Todo-en-Uno y Uno-en-Todo y para El no existen limitaciones de tiempo ni de espacio y Sus proyecciones en este mundo son ‘Umr at Tawil y los Primigenios. Los Grandes Primordiales sueñan desde la eternidad con un tiempo por venir en que volverán a gobernar la Tierra y todo el Universo del que ella forma parte. (…) El Gran Cthulhu emergerá de R’lyeh. Hastor, que es El Que No Se Puede Nombrar, regresará de la oscura estrella que habita, próxima a Aldebarán y a las Híadas. Nyarlathotep aullará eternamente en las tinieblas donde mora. Shub-Niggurath, que es la Cabra Negra de los Mil Hijos, engendrará y volverá a engendrar y extenderá Su dominio sobre todas las ninfas del bosque, y sobre los sátiros y sobre los genios grandes y pequeños. Lloigor, Zhar e Ithaqua volverán a cabalgar por los espacios interestelares y conferirán nobleza a los que Les sigan, que son los Tcho-Tcho. Cthuga abarcará sus dominios desde Fomalhaut. Tsathoggua vendrá de N’kai. (…) Y no se apartan de las Puertas, ya que el tiempo se acerca y la hora está próxima. Y los Dioses Ancestrales duermen y sueñan, ignorantes de aquellos que ya conocen los hechizos colocados por Ellos sobre los Grandes Primordiales y que descubrirán la palabra que: rompe los hechizos, así como ya gobiernan a los servidores que aguardan más allá de las puertas del Exterior.»

El segundo pasaje venía un poco más lejos y era Igualmente potente.

«Contra brujos y demonios, contra los Profundos, contra los Dholes, contra los Voormis, contra los Tcho-Tcho, contra el Abominable Mi-Go, contra los Shoggoth, contra los Lívidos, contra los valusianos y contra los demás pueblos y criaturas que sirven a los Grandes Primordiales y a Los que Estos han engendrado, la defensa es un pentáculo tallado en piedra gris de la antigua Mnar, que también tiene poder, aunque menos, contra los Grandes Primordiales en persona. Quien posea este signo podrá dar órdenes a todos los seres que caminan, nadan, reptan y vuelan en los ámbitos que se extienden hasta el Manantial de donde ya no se regresa. Poseerá poder en Yhé como en la gran R’lyeh, en Y’ha-nthlei como en Yoth, en Yuggoth como en Zothique, en N’kai como en K’nyan, en Kadath la del Desierto de Hielo como en el Lago de Ilali, en Carcosa como en Ib. Mas, así como las estrellas se enfrían y se apagan y así como los soles mueren y los espacios siderales se dilatan cada vez más, así se desvanece el poder de todas las cosas, así del pentáculo como de los hechizos colocados sobre los Grandes Primordiales por los dulces Dioses Ancestrales, y así llegará un tiempo Como hubo una vez un tiempo en el que el hombre volverá a saber que no está muerto El que reposa en la eternidad, pues cuando llegue el tiempo hasta la muerte morirá.»

Tomé los demás libros y algunas fotocopias de textos manuscritos que estaba prohibido sacar de la Biblioteca del Miskatonic y me, los llevé conmigo a casa. Durante la mayor parte de aquella noche permanecí sumergido en sus páginas extrañas y terribles. Leí partes de los Manuscritos Pnakóticos de los Fragmentos de Celaeno, de Una investigación sobre las estructuras mitológicas de algunos primitivos contemporáneos con especial referencia al Texto R’lyeh del Profesor Shrewsbury, del propio Texto R’lyeh, de Cultes des Goules del conde d’Erlette, del Liber Ivonis, de Unaussprechilchen Kulten de Von Junzt, de De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, del Libro de Dzyan, de los Cantos de Dhol y de los Siete Libros Crípticos de Hsan. Leí sobre cultos terribles y blasfemos de épocas arcaicas, prehumanas que habían sobrevivido en ciertas formas inmencionables que todavía se practican en algunos remotos rincones de la tierra. Medité sobre crípticas descripciones de oscuros idiomas prehumanos tales como el aklo, el naacal, el tsatho-yo y el chian. Tropecé con horribles insinuaciones sobre ciertos ritos y «juegos» de abismal malignidad, como el Mao y los ludi lloiathici. Repetidas veces me encontré con topónimos de increíble antigüedad, como el Valle de Pnath o Ulthar, N’kai y Ngranek, Ooth-Nargai y Sarnath la Condenada, Throk e Jnganok, Kythamil y Lemuria, Hatheg-Kla y Khorazim, Carcosa, Yadith, Lomar y Yian-Ho. También descubrí la existencia de otros Seres, cuyos nombres se mencionaban en textos de pesadilla, acompañados de una relación de ciertos extraños e increíbles sucesos terrenales que sólo se podían explicar a la luz de estas ciencias prohibidas. Me hallé ante nombres desconocidos y también ante otros que ya me eran familiares, y leí espantosas descripciones o meras sugerencias de algún terror inconcebible en relatos relacionados con Yig, el terrible dios serpiente; con Atlach-Nacha, de cuerpo de araña; con Gnoph-Keh, la «cosa peluda» conocida asimismo como Rhan-Tegoth; con Chaugnar Faugn, que se nutre como un vampiro; con los infernales perros de Tíndalos, que rondan por los ángulos del tiempo; y una y otra vez con el monstruoso Yog-Sothoth, el que es «Todo-en-Uno y Uno-en-Todo» y cuyo engañoso disfraz consiste en un cúmulo de esferas iridiscentes que oculta un horror de los orígenes. Leí cosas que el hombre mortal no está hecho para conocer, cosas que podrían hacer estallar la cordura de un lector imaginativo, cosas que es mejor destruir, pues el mero hecho de conocerlas puede acarrear a la humanidad consecuencias tan terribles como el mismo retorno de los Grandes Primordiales que fueron exiliados para siempre, desde el reino estelar de Betelgeuze, por los Dioses Ancestrales, cuya ley habían desafiado;

Me pasé leyendo la mayor parte de la noche, y durante el resto permanecí despierto, dando vueltas y más vueltas en la cabeza a los espantosos datos que acababa de leer. Me daba miedo dormirme, no fuera a soñar con alguna representación subconsciente de aquellos mitos grotescos y horribles, de cuya mera existencia hacía pocas horas que me había enterado, y no sólo por los libros, sino también por las persuasivas explicaciones del doctor Seneca Lapham, cuyos conocimientos en materia de antropología pocos de sus contemporáneos pueden igualar y aún menos superar. Además me sentía demasiado agitado para dormir, pues los conceptos que me habían revelado las páginas de aquellos raros y aterradores volúmenes eran tan vastos y contenían tales amenazas para la humanidad que dediqué todos mis esfuerzos conscientes a serenarme y recuperar mi normal equilibrio mental.

A la mañana siguiente fui al despacho del doctor Lapham más temprano que de costumbre, pero me encontré con que mi jefe ya estaba allí. Saltaba a la vista que llevaba un buen rato trabajando, pues tenía la mesa cubierta de papeles donde había garabateado toda clase de fórmulas, gráficos, diagramas y símbolos de índole esotérica.

—Ah, ya los ha leído usted — dijo cuando deposité los libros en un rincón de su mesa.

— Durante toda la noche — repliqué.

—Lo mismo me pasó, a mí, y noche tras noche, cuando descubrí estos libros por primera vez.

—Si contienen aunque sea una mínima parte de verdad, tendremos que revisar todos los conceptos actuales sobre el tiempo y el espacio, e incluso sobre nuestros propios orígenes.

Mi jefe asintió, imperturbable.

— Todo verdadero hombre de ciencia sabe que la mayoría de nuestros conocimientos se asientan sobre determinadas creencias básicas que, ante una inteligencia extraterrestre, resultarían indemostrables. Quizá acabemos por modificar nuestras creencias. En realidad, lo que habitualmente denominamos «lo Desconocido» es pura conjetura, a pesar de estos y otros libros. Pero creo que no podemos dudar de que fuera de nosotros exista algo. En el esquema mitológico que nos ocupa nos encontramos con fuerzas del bien y fuerzas del mal, exactamente igual que en ciertos otros esquemas en los que no necesito insistir porque los conoce usted de sobra. Me refiero a los cristianos, budistas, mahometanos, confucianos, shintoistas y, en general, a todos los esquemas religiosos conocidos. La razón por la que, refiriéndome ahora en concreto al esquema mitológico que nos ocupa, digo que es necesario admitir la existencia de algo ajeno y exterior a nosotros, es sencillamente que, como habrá usted visto, sólo aceptando esta hipótesis, si menos en líneas generales, podemos explicar no sólo los extraños y terribles acontecimientos reseñados en los datos que acompañan a esos libros, sino toda una serie interminable de sucesos, habitualmente censurados en los medios de información, que contradicen por completo los dogmas de la ciencia. Estos sucesos ocurren diariamente en todas las partes del mundo y algunos de ellos han sido recogidos en dos notables libros de un escritor casi desconocido llamado Charles Fort: El libro de los malditos y Nuevas tierras. Se los recomiendo muy encarecidamente.

«Consideremos algunos de los hechos reseñados, y digo «hechos» a sabiendas, dando por sentada incluso la poca fiabilidad de los observadores humanos. Por ejemplo, en 1863 y 1864 se registraron lluvias de piedras del cielo en Buschof, Pillitsfer, Nerft y Dolgovdi, en Rusia. Esas piedras no eran de ninguna sustancia conocida en la tierra y las describen como «grises con algunas vetas de, color pardo rojizo». Esta descripción cuadra perfectamente a la piedra de Mnar, tantas veces mencionadas en esos textos, y también a las llamadas «muelas de Rowley», aparecidas unos pocos años antes en Birmingham, Inglaterra, y poco después en Wolverhampton, que eran negras por fuera, pero por dentro del mismo color que las anteriores.»

Otro ejemplo: «En 1893, desde el buque de guerra británico Caroline se divisaron unas «luces globulares» entre el barco y una montaña de la costa china. Las luces se describen como «globulares». Fueron vistas en el cielo, pero a menos altura que la cima de la montaña y muy separadas de ésta. Se movían en masa, aunque a veces se ponían más o menos en fila. Se movían hacia el Norte y las vieron durante dos horas, aproximadamente. Las volvieron a ver a la noche siguiente y a la otra, el 24 y el 25 de febrero, a cosa de las once de la noche, en ambas direcciones. Despedían cierta luminosidad que, vista por telescopio, parecía más bien rosada. Parecían moverse a la misma velocidad que el Caroline. La última noche, el fenómeno duró siete horas. Un fenómeno similar fue observado por el capitán de otro navío británico, el Leander, quien, sin embargo, aseguró que las luces se remontaron en las alturas hasta desvanecerse en la distancia. Al cabo de once años justos, es decir, un 24 de febrero, la tripulación del barco americano Supply vio tres objetos de distintos tamaños, pero los tres «globulares», que también se movían hacia arriba «al unísono» y que, al parecer, no obedecían a las «leyes físicas de esta tierra y del aire». Mientras tanto, una luz globular análoga fue vista por los viajeros de un tren cerca de Trenton, Missouri; según informó el empleado de Correos del tren a la Monthly Weather Review, en su número de agosto de, 1898, la luz apareció durante una tormenta y, a pesar del fortísimo viento de levante, que soplaba en ese momento, acompañó sin esfuerzo aparente al tren, que iba en dirección norte, y se mantuvo a su misma velocidad hasta que, de pronto, al llegar a las proximidades de un villorrio de Iowa, desapareció. En 1920, durante un verano excepcionalmente caluroso, dos jóvenes que paseaban por un puente del río Wisconsin, en la localidad de Sac Prairie, a cosa de las diez de la noche, vieron un singular cúmulo de luces cruzando el cielo meridional de Este a Oeste, aproximadamente desde la estrella Antares hasta los alrededores de la estrella Arturo, el cual cúmulo de luces fue atravesado por una «bola de luz negra, redonda a veces, otras ovaladas y en ocasiones con forma de rombo»; las luces permanecieron hasta que este lejano objeto las recorrió de parte a parte por completo.» ¿No le recuerda nada todo esto?

—La garganta se me había ido quedando seca por el impacto de una creciente convicción.

—Pues que uno de los Grandes primordiales se manifiesta como «un cúmulo de esferas iridiscentes».

—Exactamente. No es que yo defienda que ésta es la explicación de los hechos. Es que, si no, nos vemos obligados otra vez a aceptar casualidades en lugar de explicaciones. Las descripciones de los Grandes Primordiales datan de muchos siglos antes que se produjeran los fenómenos aislados que acabo de ponerle de ejemplo, que han ocurrido durante los últimos treinta años. Permítame ahora, para terminar, ilustrarle el tema de las desapariciones misteriosas, excluyendo desapariciones voluntarias, aviones perdidos y casos similares.

Dorothy Arnold, por ejemplo. Desapareció el 12 de diciembre de 1910 entre la Quinta Avenida y la entrada a Central Park que hay en la Calle Setenta y Nueve. Sin ningún motivo. Nunca ha sido vista de nuevo ni se pidió rescate por ella ni nadie heredó nada.

De igual modo, el Cornhill Magazine recoge la desaparición de un tal Benjamin Bathurst, representante del Gobierno británico en la corte del emperador Francisco José, en Viena. En compañía de su criado y su secretario, se detuvo en Perlberg, Alemania, para examinar los caballos que iba a utilizar. Se fue detrás de los caballos y desapareció. Nunca más se volvió a saber de Bathurst. De entre todas las desapariciones misteriosas ocurridas en Londres entre 1907 y 1913, hubo tres mil doscientas sesenta personas de las que no se volvió a tener la menor noticia. Un joven, empleado en las oficinas de una fábrica de Battle Creeg, Michigan, salió de la oficina para ir a la fábrica y nunca llegó. Desapareció. El Chicago Tribune del 5 de enero de 1900 recoge el caso de este joven, Sherman Church. Nunca se volvió a saber más de él.

Ambrose Bierce desapareció en México, y esto resulta aún más siniestro, pues Bierce había aludido alguna vez a Carcosa y a Hali. Se dijo que murió luchando contra las tropas de Pancho Villa, pero cuando desapareció tenía más de setenta años y estaba prácticamente inválido. Nunca se ha vuelto a oír nada de Bierce. Esto sucedió en 1913. En 1920, Leonard Wadham, que estaba dando un paseo por su barrio, en el sur de Londres, sufrió una brusca interrupción del curso normal de sus percepciones y de pronto se encontró en una carretera, cerca de Dunstable, a unas treinta millas de su barrio.

Pero no hay que irse tan lejos. Aquí mismo, en Arkham, Massachusetts, en septiembre de 1915, el profesor Laban Shrewsbury, de 93 Curwen Street, desapareció total y absolutamente mientras daba un paseo por las afueras de Arkham. Parece posible que él se temiera algo, pues entre sus papeles dejó la disposición de que su casa debía mantenerse intacta y cerrada durante un período de treinta años por lo menos. Ningún motivo, ninguna pista. Pero es muy significativo que el Profesor Shrewsbury fuera el único en Nueva Inglaterra que sabía más que yo de estos asuntos que ahora nos ocupan, así como de disciplinas afines, terrestres y astronómicas. ¿Qué le parece todo esto? Estos ejemplos que le acabo de dar son como de uno entre un millón si se comparan con el número total de casos análogos conocidos.

Después de tomarme el tiempo necesario para asimilar esta serie de hechos curiosos tan rápidamente narrada, pregunté:

—Admitiendo que los datos contenidos en estos libros raros expliquen los sucesos que han tenido lugar en estos alrededores durante los últimos doscientos años y pico, ¿quién es esa entidad que acecha junto al umbral, dando por sentado que la entrada en cuestión es la abertura del techo de la torre?

—No lo sé.

—Pero seguramente lo sospecha.

—Oh, sí. Le sugiero que eche otra ojeada a ese extraño documento titulado De las malignas brujerías llevadas a cabo en Nueva Inglaterra por Demonios sin Forma Humana. Vea usted que allí se hace referencia a «cierto Richard Billington» que «construyó en los bosques un vasto Redondel de Piedras en cuyo interior decía Oraciones al Diablo (…) y cantaba ciertos Ritos de Magia que son abominados por las Sagradas Escrituras». Parece claro que se trata del círculo de piedras que rodea la torre del Bosque de Billington. Ahora bien, el documento sugiere que Billington temía a una «Cosa» que él mismo había «invocado de Noche» y que había terminado por devorarle, pero no nos ofrece ninguna prueba concluyente de que las cosas hayan sucedido así. El mago indio Misquamacus había «hechizado al Demonio», encerrándolo en un pozo excavado en el centro del círculo de piedras de Billington, «y lo habían cubierto con»… Aquí vienen unas palabras ilegibles que probablemente son «una piedra» o «una losa» sobre la cual habían (y aquí volvemos otra vez al texto) «labrado el que denominamos Signo Ancestral». A ese «Demonio» lo llamaban Ossadagowah, y explicaban que era «hijo de Sadogowah», nombre que inmediatamente le recuerda a uno el de una de las entidades menos conocidas de los mitos que hemos estado examinando: me refiero a Tsathoggua, a veces conocido como Zhothagguah o Sodagui, al que se describe como no antropomórfico, negro, proteiforme, cuyos orígenes, se remontan a la noche de los tiempos y que ha sido adorado desde la más remota antigüedad. Pero la descripción que de él da Misquamacus no coincide con la habitualmente aceptada. El lo describe «diciendo que a veces es pequeño y sólido como un enorme Sapo del Tamaño de muchos Tejones juntos y otras veces grande y nebuloso, sin Forma, pero con un Rostro lleno de Serpientes». Esta descripción del rostro podría convenir a Cthulhu, pero las manifestaciones de Cthulhu suelen ir vinculadas a parajes acuáticos, especialmente al mar, por supuesto, o, por lo menos, a lugares con más agua que la que puedan ofrecer los pequeños afluentes del Miskatonic. Sin embargo, esa descripción también podría convenir a Nyarlathotep, y aquí ya parece que nos acercamos algo más a nuestro objetivo. Es evidente que Misquamacus cometió un error de identificación, y también se equivocó en cuanto al destino de Richard Billington, pues yo creo que hay base para suponer que Richard Billington salió al Exterior por la famosa abertura a cuyo umbral tan especialmente alude Alijah en las instrucciones que deja a sus herederos. Y esa base se encuentra en el libro de su antepasado de usted. Alijah lo sabía también: que Richard había regresado con otra forma, manteniendo cierto tipo de comercio con la humanidad. Además, ya lo dicen las leyendas de Dunwich, y se supone que sus habitantes debían estar más o menos al tanto de las creencias y de los ritos que practicaba Richard Billington, pues él mismo había iniciado e instruido a los antepasados de ellas. En el manuscrito de Bates figuran los solapados comentarios de Mrs. Bishop sobre el «Maestro». Pero, para Mrs. Bishop, el «Maestro» no era Alijah Billington. Esto resalta con toda evidencia en los documentos de que disponemos, e incluso en el propio manuscrito de Bates, antes de su conversación con Mrs. Bishop. Pero lo que ésta dice está clarísimo. Fíjese: «Alijah Lo dejó encerrado y también dejó encerrado al Maestro allí Fuera, cuando el Maestro estaba listo para volver después de tanto tiempo. No hay muchos que lo sepan, pero Misquamacus sí lo sabía. El Maestro caminó sobre esta tierra, pero nadie le reconoció al verle, pues cambiaba de cara cuando quería. ¡Ay! Y llevó una cara de Whately y llevó una cara de Doten y llevó una cara de Giles y llevó una cara de Corey, y se sentó entre los Whately y entre los Doten y entre los Giles y entre los Corey, y nadie le tomó sino por Whately o por Doten o por Giles o por Corey, y comió entre ellos y durmió entre ellos y caminó y habló con ellos, pero tan poderoso era en su Exterioridad que aquellos de quienes se apoderó, pronto se debilitaron y murieron, pues ninguno fue capaz de contenerle. Sólo Alijah fue más listo que el Maestro, ¡ay!, y siguió siendo más listo que él cuando ya hacía más de cien años que el Maestro había muerto.» ¿No le dice esto nada a usted?

— No. Es completamente incomprensible.

— Muy bien. No debería serlo, pero todos estamos atados en mayor o menor grado por unos hábitos mentales basados en lo que parece lógico y racional a la luz de nuestros conocimientos. Richard Billington salió por la abertura que él mismo había practicado, pero regresó por otra, abierta probablemente a consecuencia de algún experimento similar a los de Jonathan Bishop. Tomó posesión de diversas personas; es decir, penetró en ellas, pero su existencia en el Exterior le había mutado ya y uno, por lo menos, de los resultados de su estancia entre nosotros bajo esta forma secundaria ha sido recogido en el libro de su antepasado, cuando refiere lo que dio a luz la Dama Doten en la Candelaria del año 1787: una criatura que «no era Bestia ni Hombre, sino una especie de Murciélago con rostro humano. No emitía sonido alguno, pero lo miraba todo con ojos funestos. Había, sin embargo, quienes aseguraban que se parecía horriblemente al Rostro de un fallecido de antiguo llamado Richard Bellingham o Bollinhan» (que naturalmente es Richard Billington), «de quien se afirma que desapareció por completo tras asociarse con Demonios en la comarca de Nuevo Dunnich». Ya es suficiente. Es, pues, de suponer que Richard Billington, en forma física o psíquica, siguió morando en la comarca de Dunwich, lo que sin duda explica su participación en los horrores engendrados en dicha zona. Me refiero a esas espantosas mutaciones que tan apresuradamente han sido catalogadas como signos de «decadencia» o «degeneración» físicas. Y allí ha permanecido durante más de un siglo. En pocas palabras, hasta que la casa del Bosque de Billington ha vuelto a ser ocupada por un miembro de la familia. A partir de ese momento, la fuerza que había sido Richard Billington, es decir, el «Maestro» de que hablan Mrs. Bishop y las leyendas de Dunwich, empezó a actuar de nuevo sobre la primitiva abertura a fin de volver a ponerla en funcionamiento. Es muy probable que fuera por sugerencia de esa entidad exterior al mundo que era Richard Billington, por lo que Alijah se puso a estudiar los textos antiguos, los documentos y los libros y terminó por restaurar el círculo de piedras y construir la torre. Para esto último debió utilizar algunas piedras del círculo, lo que explicaría la mayor antigüedad de una parte de la torre. Luego, naturalmente, quitó el bloque de piedra gris donde estaba tallado el Signo Ancestral, igual que Dewart y el ayudante indio que se había buscado persuadieron a Bates, hace sólo unos días, de que se lo llevara de allí. Con esto quedó restaurada la abertura y comenzó un conflicto extraño y sin duda memorable si hubiera quedado de él constancia escrita. En efecto, Richard Billington, una vez cumplido su objetivo, inició la segunda fase del proyecto, que consistía en reanudar su interrumpida existencia en este mundo, en su propia casa además y en la persona de Alijah. Pero, desgraciadamente para él, Alijah no se había contentado con llevar a cabo el primer objetivo de Richard, sino que había seguido estudiando y se había procurado nuevas partes del Necronomicon, que empezó a utilizar por su cuenta. Así fue cómo invocó a algunos de los Seres del Exterior, a los que permitió asolar la comarca de Dunwich a su gusto. Hasta que por fin tuvo el incidente que conocemos con Phillips y Druven, y por si esto fuera poco, se dio cuenta además de cuáles eran las verdaderas intenciones de Richard Billington. Por consiguiente, envió de nuevo al Exterior al Ser o Seres que había invocado, así como también, con toda probabilidad, a esa Fuerza que había sido su antepasado. Luego volvió a sellar la abertura con la piedra que lleva el Signo Ancestral y se marchó, dejando tras de sí una serie de instrucciones inexplicables. Pero algo quedó de Richard Billington, algo permaneció allí del Maestro; lo bastante para poder cumplir sus propósitos otro siglo después.

— ¿Entonces la influencia que opera en aquellos parajes es de Richard Billington y no la de Alijah?

—Sin ninguna duda. Además, tenemos indicios muy significativos de que es así. Para empezar, el Billington que desapareció sin que volviera a saberse de él fue Richard y no Alijah, que murió en Inglaterra de muerte natural. También está el conflicto que Bates tomó erróneamente por una escisión de la personalidad de su primo y que no era sino la voluntad de Richard, que se iba imponiendo a la de Dewart. Finalmente queda una pequeña manifestación que resulta plenamente concluyente. Richard Billington habla mantenido tan estrecha relación con los del Exterior que se hallaba sometido a las mismas limitaciones que ellos en su dimensión, es decir, en pocas palabras, al Signo Ancestral. Ya recordará usted que, al día siguiente de la noche en que apareció aquel enigmático indio, Dewart requirió la ayuda de Bates para transportar y enterar la piedra marcada con el Signo Ancestral. Dewart desafió a Bates a que no era capaz de llevarla él solo y Bates la llevó. Observe que ni Dewart ni el indio movieron un dedo para ayudarle. En suma: no tocaron la piedra porque no se atrevían. Y es que Ambrose Dewart ya no es Ambrose Dewart. Es Richard Billington. Y este indio, que también se llama Quamis, es aquel mismo que ayudaba a Alijah en tiempos de éste y el que un siglo antes, en su propia época, había servido a Richard, que ahora, llamado por su Maestro, ha regresado otra vez de los terribles y blasfemos Espacios Exteriores para reanudar los horrores iniciados hace más de doscientos años. Y si no interpreto mal los signos, vamos a tener que actuar rápida y urgentemente para evitar y frustrar sus propósitos. Sin duda Stephen Bates tendrá cosas nuevas que contarnos dentro de tres días, cuando pase por aquí de regreso a Boston. ¡Si es que se lo permiten!

El presentimiento de mi jefe se cumplió en bastante menos de tres días.

La desaparición de Stephen Bates no se anunció públicamente. Nos enteramos por un trozo de papel que nos trajo un cartero rural. Según nos dijo, lo había encontrado en la carretera del Aylesbury Pike y, como parecía ir dirigido al doctor Lapham, lo había traído consigo para entregárselo a mi jefe. El doctor Lapham leyó el papel en silencio y luego me lo pasó a mí.

Parecía haber sido garrapateado a toda prisa y, en algunos puntos, la punta del lápiz había perforado el papel, como si, para escribir, lo hubieran apoyado en la rodilla o en un tronco de árbol.

Doctor Lapham. Univ. Misk. — Bates. LO ha enviado tras de mí. Me libré la primera vez, pero sé que me cogerá. Primero los soles y las estrellas. Luego el olor. ¡Dios mío, qué olor! Como algo que lleva quemándose mucho tiempo. Salí corriendo al ver luces sobrenaturales. Salí a la carretera. Oí que venía detrás de mí como el viento entre los árboles. Luego el olor. Y el sol estalló y la Cosa apareció en mil fragmentos QUE SE UNIERON EN UN TODO. ¡Dios mío! No puedo…

No había más.

— Es demasiado tarde para salvar a Bates, no cabe duda — dijo el doctor Lapham—. Y espero que no nos encontremos con el que iba tras él, porque lo que es contra ése no tenemos ningún poder. Nuestra única posibilidad es echar mano a Billington y al indio mientras la Cosa está en el Exterior, pues no puede venir si no es invocada.

Abrió un cajón de la mesa mientras hablaba y sacó de él dos brazaletes de cuero o muñequeras que al principio me parecieron relojes de pulsera, pero que luego resultaron ser unas correas que llevaban sujeta una piedra gris ovalada en cuya superficie había tallado un curioso dibujo: una tosca estrella de cinco puntas, en el centro de la cual se veía como una especie de pilar de llamas enmarcado por un rombo partido. Me entregó una a mí y él se puso la otra en la muñeca.

— ¿Y ahora? — pregunté.

—Vamos a ir a esa casa y preguntar por Bates. Puede ser peligroso.

Esperaba que yo protestara, pero no dije nada. Seguí su ejemplo y me puse la correa que me había entregado. Luego abrí la puerta y le cedí el paso.

En la Casa Billington no había señales de vida. Varias ventanas tenían los postigos cerrados y, a pesar del frío, no salía ningún humo de la chimenea. Dejamos el coche en el camino, delante de la puerta principal de la casa, cruzamos una especie de atrio pavimentado con grandes losas de piedra y llamamos con los nudillos en la puerta. No hubo respuesta. Volvimos a llamar más fuerte y, cuando repetíamos la llamada por tercera vez, la puerta se abrió sin previo aviso y nos vimos con un hombre de mediana estatura, nariz aquilina y una mata llameante de cabello rojo. Tenía la piel muy tostada, casi de color marrón, y unos ojos agudos y suspicaces. Mi jefe se presentó inmediatamente.

—Buscamos a Mr. Stephen Bates y tenemos entendido que vive aquí.

— Lo siento, pero ya no está. El otro día se fue a Boston, que es donde vive habitualmente.

— ¿Puede usted darme sus señas?

—Randle Place, número 17.

—Muchas gracias, caballero — dijo el doctor Lapham, y le dio la mano.

Un tanto sorprendido por esta cortesía innecesaria, Dewart extendió la suya para estrechársela, pero apenas sus dedos rozaron los de mi jefe, lanzó un grito ronco y retrocedió de un salto, agarrándose con una mano al marco de la puerta. Su rostro sufrió una terrible transformación; la expresión de suspicacia se mudó en odio inexpresable y furor impotente, y en el fondo de sus ojos brilló una chispa de comprensión. Sólo permaneció así durante un instante. Luego se retiró y cerró la puerta de un portazo.

De alguna manera había captado la presencia del extraño brazalete que llevaba el doctor Lapham.

Este, con calma imperturbable, regresó al coche. Cuando me metí detrás del volante, vi que estaba consultando su reloj de pulsera.

—Ya es media tarde. No nos queda mucho tiempo. Espero que esta misma noche vaya a la torre.

—Esto ha sido como si le hubiera avisado de que vamos por él. ¿Por qué? ¿No habría sido mejor que no supiera nada de nosotros?

—No hay razón para que no sepa nada de nosotros. Al contrario, es mejor que lo sepa. Pero no perdamos tiempo en hablar. Tenemos mucho que hacer antes de que anochezca, pues para entonces quiero que estemos aquí de vuelta. Y tenemos que ir a Arkham por unas cosas que vamos a necesitar esta noche.

Media hora antes de que se pusiera el sol íbamos caminando por el Bosque de Billington, adentrándonos desde el extremo occidental de la propiedad, por donde no podían vernos desde la casa. En la espesura del bosque ya reinaba una luz crepuscular y los matorrales dificultaban nuestra marcha, pues íbamos muy cargados. El doctor Lapham no había olvidado nada. Llevábamos palas, linternas, cemento, un bidón de agua, una pesada palanca de hierro y otros útiles parecidos. Además, el doctor Lapham se había provisto de una curiosa pistola antigua que disparaba balas de plata y llevaba el plano que nos había dibujado Bates del sitio donde había enterrado el bloque de piedra gris que llevaba grabado el Signo Ancestral.

Para evitar conversaciones innecesarias en el bosque, el doctor Lapham habla explicado que, a su juicio, Dewart —es decir, Billington— y acaso también el indio Quamis se personarían en la torre en cuanto cayera la noche para llevar a cabo sus infernales prácticas. Hasta ese momento lo teníamos todo previsto de antemano. Sin perder un segundo teníamos que recuperar la losa de piedra, mezclar el cemento y tenerlo todo a punto. Lo que sucediera después dependía del doctor Lapham, que me había dado órdenes severísimas de obedecer al instante lo que me mandara sin hacer preguntas ni interferir en sus acciones. Yo se lo había prometido, pero me sentía Heno de terroríficos presentimientos.

Por fin llegamos a las cercanías de la torre y el doctor Lapham descubrió rápidamente el lugar donde Bates habla enterrado la piedra que llevaba grabado el sello. La desenterró con facilidad mientras yo mezclaba el cemento, y no mucho después de la puesta del sol ya estábamos preparados para empezar nuestra larga vigilia y espera. El crepúsculo dio paso a la noche, y de la dirección del pantano, al este de la torre, nos vino el latido demoniaco del coro de batracios. Por encima de la zona encharcada, una constante vibración de luces vacilantes delataba la presencia de miríadas de luciérnagas, cuyos resplandores blancos y verdosos parecían a veces como una insólita aurora boreal. En todo el bosque a nuestro alrededor, y al unísono con las voces y las luces, los chotacabras empezaron a cantar una cadencia extraña y ultraterrena.

Están cerca. Ellos —susurró mi jefe, ominosamente.

Las voces de aves y ranas alcanzaron una espantosa intensidad, batiendo un ritmo loco en la noche, latiendo con un clamor infernal que creí que no iba a poder soportar. En el momento en que el coro de voces alcanzaba el paroxismo sonoro, sentí que el doctor Lapham me tocaba en el brazo y supe, sin necesidad de palabras, que Ambrose Dewart y Quamis se acercaban.

De lo que sucedió durante el resto de aquella noche apenas me siento capaz de escribir con objetividad, a pesar de los muchos años transcurridos y de que, desde entonces, la campiña de Arkham ha vuelto a disfrutar de una paz y una libertad que no había conocido durante más de dos siglos. Los acontecimientos comenzaron con la aparición de Dewart, o, mejor dicho, de Billington con la apariencia de Dewart, en la abertura de la cúpula de la torre. El doctor Lapham había escogido acertadamente nuestro escondrijo; desde él, a través del follaje, distinguíamos perfectamente todo el marco de la abertura, y allí apareció de pronto la figura de Ambrose Dewart. Casi al instante comenzó a fluir de entre sus labios una voz extraña y terrible que profería palabras y sonidos primordiales. Tenía la cabeza alzada hacia las estrellas. Su mirada y sus palabras se dirigían al espacio exterior. Las palabras nos llegaron con nitidez, a pesar del estruendo de las ranas y los chotacabras.

—Iä! Iä! N’ghaa, nn’ghai-ghai! lii! Iä! N’ghai, n-yah, n-yah, shoggog, phthaghn! Iä! Iä! ¡Y-hah, y-nyah, y-nyah! N’ghaa, n’nghai, waf’l phthaghn. —Yog-Sothoth! YogSothoth!

Comenzó a soplar un viento entre los árboles, un viento que venia de arriba, y el aire se tomó helado, mientras las voces de las ranas y los chotacabras y el revoloteo de las luciérnagas aceleraban su ritmo. Me volví alarmado hacia el doctor Lapham, justo a tiempo de verle apuntar cuidadosamente con su arma y hacer fuego.

Giré velozmente la cabeza. Dewart recibió el balazo y retrocedió, pero tropezó con el marco de la abertura y cayó hacia adelante, de cabeza al suelo. Al instante apareció en la abertura el indio Quamis, que continuó furiosamente el ritual iniciado por Billington.

—Iä! Iä! Yog-Sothoth! Ossadogowah!

El segundo disparo del doctor Lapham alcanzó al indio, que no cayó, sino que pareció desmoronarse sobre si mismo.

— Ahora, pues — dijo mi jefe con voz fría e inflexible—, pongamos de nuevo en su sitio el bloque de piedra.

Yo cogí la piedra y él me siguió con el cemento, envueltos en la demoníaca pulsación rítmica de las ranas y los chotacabras. Corrimos a la torre sin preocuparnos de la maleza, pues el viento aumentaba en intensidad y el aire se congelaba por momentos. Mirando hacia arriba desde dentro de la torre vimos las estrellas a través de la abertura: las estrellas y —horror de los horrores— algo más.

Ignoro cómo pudimos llegar al final de aquella noche inolvidable con el recuerdo de aquel horror grabado en el ojo de la mente. Sólo tengo vagas reminiscencias de que sellamos la abertura, de que enterramos los restos mortales de Ambrose Dewart, libre por fin en la muerte de la maligna posesión de Richard Billington, de que el doctor Lapham me aseguró que la desaparición de Dewart sería achacada a las mismas causas misteriosas que motivaron las demás, si bien en este caso esperarían en vano la reaparición de su cuerpo… Recuerdo que lo único que quedaba de Quamis era un polvo impalpable, pues, como dijo el doctor Lapham, llevaba muerto «más de dos siglos» y sólo mantenía una apariencia de vida gracias a los malignos poderes de Richard Billington. También conservo vagas imágenes de la destrucción del círculo de piedras y del hundimiento de la propia torre, que quedó sepultada en tierra desde abajo, de modo que la temida piedra gris con el Signo Ancestral permaneció en su sitio al descender a las entrañas de la tierra. Sé que en esa misma tierra descubrimos, a la luz de la linterna, extrañas osamentas que se remontaban a los tiempos de aquel antiguo mago Misquamacus, jefe de los Wampanaug, y que la magnífica vidriera del despacho quedó completamente destruida. Nos llevamos algunos libros y documentos valiosos para depositarlos en la biblioteca de la Universidad del Miskatonic, recogimos todas nuestras cosas, lo cargamos todo en el coche y huimos hasta el alba. De todo esto, como digo, sólo me quedan vaguísimos recuerdos. Sólo sé que sucedió, pues algún tiempo después me obligué a visitar aquella islita que en tiempos pasados existiera en el centro del Misquamacus — como se llamaba aquel riachuelo en tiempos de Richard Billington y como lo había llamado, sin saberlo, la lengua poseída de Ambrose Dewart— y vi que, no quedaban ni rastros de la torre ni del círculo de piedras. Nada quedaba del Espacio de Dagón ni de Ossadogowah ni de aquella espantosa Criatura del Exterior que acechaba en el umbral, esperando a que la invocaran.

De todo esto sólo me quedan recuerdos vagos y fragmentarios por culpa de lo que vi enmarcado en aquella abertura por donde sólo había esperado ver estrellas. Un olor nauseabundo se derramaba desde el Exterior y lo que vi no eran estrellas, sino soles, los soles que vio Stephen Bates en sus últimos momentos: grandes esferas de luz que se aglomeraban al otro lado de la abertura, de las cuales las más próximas se apartaron para dejar paso a una especie de protoplasma negro que fluía y confluía para dar forma a aquel horror espantoso e inconcebible venido del espacio exterior, a aquel engendro nacido del vacío sin forma de los tiempos primigenios, a aquel monstruo amorfo y con tentáculos que acechaba en el umbral, cuya máscara era un cúmulo de esferas iridiscentes: ¡el maligno Yog-Sothoth, que hierve para siempre como el limo primordial en el caos nuclear de los orígenes, más allá de los últimos indicios del espacio y el tiempo!

2 julio, 2010 Posted by | HP Lovecraft | , , , , , | Comentarios desactivados en 1936 – El que Acecha en el Umbral “August Derleth” (con Lovecraft)